viernes, 25 de abril de 2014

Ya os lo decía yo

—A las once, en la puerta principal. Todos los jueves y, a poder ser, vestidos de negro y con pancartas. Y si es necesario haremos huelga. Tantos años dejándonos la piel, para que nos lo paguen así.

Así empezó Ángel –antiguo miembro del comité de empresa- a movilizar a sus compañeros, cuando la entidad decidió eliminar hace varios meses, de forma unilateral, el acuerdo firmado años atrás con los trabajadores, donde se reconocía, entre otras ayudas, la de los estudios de los hijos de los empleados. 

La dirección había aducido motivos económicos para tomar esa decisión. Pero ningún obrero lo creyó. Sólo había que fijarse en la carga de trabajo, que no sólo no había descendido, sino que era cada vez más elevada. La junta directiva -alentada por el responsable del área económica, con buenos amigos en entidades bancarias- había realizado unas inversiones a medio plazo que se prometían muy jugosas, pero que iban a limitar la liquidez financiera por un periodo prolongado. Hicieron cálculos presupuestarios y, no sin las discrepancias de algunos directivos,  decidieron recortar, con carácter definitivo, los subsidios asistenciales que los trabajadores habían ido acumulando en contraprestación por  las congelaciones salariales.
Durante muchas semanas, un gran número de empleados de esta compañía siderúrgica, en la media hora del desayuno, corearon consignas contra las decisiones patronales. Cristina, que tenía dos hijos pequeños y un marido en paro, salió el primer jueves, arrastrada por sus compañeras de contabilidad, pero no volvió a hacerlo. “Sí, voy a ponerme a cantar chorradas con todos esos impresentables, ¡si por lo menos sirviera para algo!”, argumentó.

Ángel -al que esas aportaciones empresariales, a punto de jubilarse, le habían ayudado a costear los estudios sus hijos- junto a un grupo de compañeros, se encargaba de tener todo preparado cada jueves: lemas, pancartas, megáfonos... Aguantaron chaparrones, solaneras, vientos y heladas, pero ahí seguían con sus cánticos reivindicativos.

Aunque parecía que las protestas no tenían repercusión en el consejo de administración, además de los miembros que estuvieron en contra desde el principio, otros empezaban a dudar de la conveniencia de esas medidas reductoras de los derechos de los empleados, la generalidad fiel a la empresa y, casi la mayoría, con hijos en edad escolar. Las divergencias más importantes se daban entre los ejecutivos procedentes de otras compañías, como el que estaba negociando con los bancos, y los que llevaban más años en la metalúrgica. También afloró la desconfianza sobre el destino de los esperados beneficios financieros. No obstante, solía prevalecer la opinión del gerente.

Pasaron las semanas sin que la postura empresarial cambiara. Los obreros seguían en la lucha, pero paulatinamente se iban produciendo abandonos. Ángel se enfadaba con la gente que lo dejaba. "Yo, que no tengo hijos estudiando, estoy dando la cara todos los días y vosotros, que sí los tenéis, parece que os da igual. No me extrañaría que nos recortaran aún más", solía arengar a los compañeros.

En una de las reuniones del consejo de administración, se valoró la posibilidad de negociar con el banco un reembolso parcial de la inversión, que no supusiera demasiada penalización, y así acallar las protestas de los trabajadores y alguna crítica que había aparecido en la prensa local, evitando, sobre todo, una posible huelga.

Por contra, el desánimo se respiraba en las plantas de producción, cansados de manifestarse todas las semanas sin fruto. Los perseverantes procuraban hacer el mayor ruido posible para simular gentío, pero ya no se parecía en nada a lo del principio.

Sin embargo, la siderúrgica estaba a punto de conseguir una cancelación razonable de una parte de la inversión, para lo que habían acordado una reunión con el banco en veinte días. 
Llegó el jueves y salieron a quejarse Ángel y tres más, abandonando la protesta, desmoralizados, a los cinco minutos. Al gerente, que nunca dejó de vigilar las manifestaciones, no le pasó inadvertida esta circunstancia. Durante dos semanas más, pudo comprobar que las reivindicaciones se habían esfumado.

—Habla con el banco —ordenó al director financiero— y pídeles que sigan adelante con la inversión. Ya no hace falta que adelantemos su cancelación.

Mientras tanto, alrededor de la máquina de café, y con gesto de suficiencia, charlaba Cristina con sus compañeros de contabilidad:

—¿Habéis visto?, al final tanto ridículo no servía para nada. Ya os lo decía yo.

Por Vicente Briñas

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