domingo, 7 de diciembre de 2014

LA HISTORIA JAMÁS CONTADA DE LOS TRES CERDITOS Y EL LOBO

- No comas más galguerías, Godi, que vas a reventar- Le decía su hermano mayor
 Rodo (Rodolfo) a Godofredo el menor de los tres cerditos. Pero éste no le hizo ningún caso y siguió comiendo y comiendo . Su cuerpo iba engordando cada vez más, se hinchó como un globo, hasta que “¡BOOM!”, estalló llevándose por delante  la casa de Rodo,  hecha de ladrillo firme,  que saltó por los aires.
Viendo Rodo y Herme (Hermenegildo), los hermanos mayores, el percance, se les ocurrió que para cobrar el Seguro del Hogar, no podían decir la verdad. Entonces inventaron que fue el lobo quien había tirado la casa soplando.

- Pero ¿quién va a creer semejante patraña?- decía Godi.- ¿y quién iba a creer que fuiste tú comiendo? A mí me parece más creíble que fuera el lobo- replicaba Rodo.

Así que se pusieron de acuerdo y rellenaron los papeles del seguro, culpando al lobo de su tragedia.

A Herme le gustaba hacer “manualidades” y estaba construyendo un bazooka. No le funcionaba, pero encontró en el suelo un muelle, que resultó haber salido de la cabeza de Godi, se lo puso y el instrumento en cuestión se disparó explotando y saliendo por los aires la casa de Herme, que estaba hecha de madera.
Una vez más decidieron echar la culpa al lobo para cobrar el seguro.

La casa de Godi era la más pequeña. Estaba hecha de paja. Estando en ella los tres reunidos, Rodo estornudó y toda la casa se vino abajo.
Pensaron en el mismo plan: decir que fue el lobo.

Cuál fuera su sorpresa cuando al llegar el técnico del seguro del hogar, éste era el lobo en persona, quien sólo pensaba en comérselos en pepitoria, o al ajillo, o a la riojana. Así se formó un espectáculo de carreras del lobo tras de los cerditos, hasta que el lobo quedó exhausto. Los cerditos habían perdido muchos kilos en la carrera, por lo que decidieron hacerse modelos de pasarela y ganaron mucho dinero, con el que juntaron y reforzaron sus tres casas. Además pensaron en agradecérselo al lobo. Pagaron la fianza por sacarlo de la cárcel, en la que había ingresado por el supuesto caso de las casas, y le invitaron a vivir con ellos, eso sí comiendo sólo comida para perro envasada y alguna galguería de Godi.

Por Rosa Velasco

sábado, 6 de diciembre de 2014

Una flor en la nieve

Un bulto azul yacía tendido en la nieve. Era una niña, y se estaba muriendo.

Sus cabellos dorados parecían brillar al pálido sol invernal. Hebras de pelo como si fueran de paja resplandecían a la luz. Era muy pequeña, tendría unos siete u ocho años. Llevaba puesto un vestido azul muy bonito. Seguramente se lo habrían regalado sus padres por su cumpleaños, aunque, lejos de este tipo de conjeturas, saltaba a la vista que estaba gravemente enferma. Su piel, increíblemente blanca, estaba de gallina. Su cuerpo entero se estremecía tiritando de frío. Un sudor febril le recorría la frente. Sus mejillas, quizá en otro tiempo sonrosadas, estaban ahora pálidas como las del mismo conde Drácula. Era aterrador verla.

Bajo estas circunstancias, una diminuta silueta se recortó en la lejanía y se fue acercando progresivamente. Se trataba de un muchacho de once años llamado Luk. El chico había salido ese día a buscar leña por el bosque, con la lamentable suerte de que el mal tiempo le dificultaba seriamente la tarea. Así pues, sin quererlo se había ido alejando hasta llegar al lugar en el que yacía la niña.

Luk, que iba distraido pensando en sus cosas, se sobresaltó y casi tropezó con el bulto azul. No era corriente encontrar a una pequeña tendida en la nieve. No era algo que sucediera todos los días. Y, sin embargo, ahí estaba, cubierta de nieve y como rodeada de una especie de halo angelical que envolvía sus rubios cabellos. Se percató de que tenía los ojos fuertemente cerrados y pugnó para que los abriera, sin éxito. Resueltamente, optó por ayudar a la chica, costara lo que costase, y disponiéndose a ello dejó caer a su lado el hacha que llevaba para cortar leña. Agachándose, apartó un par de dorados mechones de su húmeda frente. A pesar del frío, su piel ardía de fiebre.

-Tranquila, voy a ayudarte -dijo Luk-. ¿Cómo te llamas?

No obtuvo respuesta. La niña permanecía encogida, con una mueca de terrible dolor en su joven rostro. La tortura que estaba padeciendo, fuera cual fuese, parecía insoportable.

-¿Qué te ocurre? ¿Qué podría hacer por ti? -insistió el chico, cada vez más desesperado.

Entonces se fijó en algo que la pequeña llevaba agarrado en su mano, cerrada en un puño. Luk lo sostuvo con delicadeza y trató de abrirlo, pero fue en vano. La chica tenía el puño cerrado con fuerza y no lo abriría con facilidad, tal era el sufrimiento que estaba soportando. Probó a tomarle el pulso. Comprobó con enorme inquietud que la vida de la niña se apagaba por momentos mientras que él no podía hacer nada al respecto. Llevado por un impulso, la asió de los hombros y la zarandeó violentamente. Pero nada podía hacer para sacarla del grave trance.

Volvió a intentar abrirle el puño, y esta vez, tras un momento de flaqueza de la niña, lo logró. En su interior se escondía una extrañísima flor de pétalos negros que contrastaban vivamente con el blanco de la nieve. Era preciosa, y Luk la contempló maravillado. Pero justo en ese momento la niña se recobró.

-¡No! ¡No la toques! ¡La flor! -chilló, al tiempo que abría unos ojos como lagunas, de un azul intenso como el color de su vestido, y cerraba el puño- ¡Es mía! ¡Está maldita! ¡Debo protegerla con mi vida!

El niño se apartó, asustado. Lo más asombroso era que, pese a haber sido aplastada, la flor permanecía indemne y lozana como el primer día. ¿O es que acaso había habido un primer día? Aquella flor era tan sumamente misteriosa que Luk no pudo evitar preguntarse por su origen.
La niña interrumpió sus pensamientos:

-Nía -dijo, con voz más pausada-. Así es como me llamo.

Luk asintió y, con un simple gesto, indicó a la pequeña Nía que se apoyase en su espalda. Ella se dejó llevar hacia la espesura del bosque, mientras dejaba caer la flor que con tanto ahínco sostenía. Quedó ésta como un punto negro en el gran manto blanco de nieve.

Los dos niños llegaron a una casa donde la chica pudo recuperarse de su enfermedad bajo los cuidados del atento Luk. Allí crecieron y se hicieron mayores. Nía no volvió a recordar nunca lo ocurrido, pero un día por casualidad llegó al mismo lugar donde había estado a punto de morir enferma y descubrió, en lugar de la bella flor, un hermoso y gigantesco árbol de hojas negras como el carbón que se conoce como el árbol negro. Luk y Nía, al poco de verlo, cayeron gravemente enfermos y murieron entre grandes penas y agonías, sin que esta vez hubiera nadie que los salvara.

Desde entonces dicen que el árbol negro trae mala suerte, desdicha y enfermedad a todo aquel que se encuentra con él.

Rocío San José 

jueves, 4 de diciembre de 2014

Los copos de nieve caen del cielo

Nevaba, y no es que ese fenómeno resultara extraño en aquella aldea de algún punto al ligeramente sur del Norte, en absoluto. Pero esa noche clara, a la luz de las llamas, la nieve se sentía cálida.

Dejaban la hoguera atrás, la aldea en el centro del claro del bosque, y a las mujeres y niñas, que se ocuparían mientras de preparar la ceremonia. Los ancianos árboles que rodeaban las casitas de madera parecían hundir sus raíces en lo más profundo de la tierra, impasibles ante el casi insoportable peso de la nieve que diariamente sobre sus copas se acostaba, resistentes al paso de cien años y mil ventiscas. Se marchaban, dejando el hogar a sus espaldas.

Caían lentos los copos y aun así no dejaban que las huellas de las parsimoniosas pisadas quedaran marcadas sobre el níveo suelo. No quedaba rastro alguno de sus pasos. La blancura de la superficie a sus pies y la brisa translúcida reflejaban la claridad de las antorchas, las sombras quedaban a un lado del camino. Uno, dos, marchaban todos en hilera, en silencio, el pequeño Mimuk de la mano de su abuelo, el anciano Aputsiak. Uno, dos, y el niño daba un salto para mantener el ritmo.

Mimuk tenía frío en los extremos de los dedos, y también en la punta de la nariz. Miraba a los demás hombres, una treintena, marchar sin abrir la boca, expulsando un denso vaho por la nariz. Todos los varones se encontraban allí, en mitad del bosque, caminando en línea recta, siguiendo una estrella que titilaba de forma especial aquella noche. Los más pequeños también estaban, incluido su hermano recién nacido, al que su madre había amarrado junto al pecho de su padre, por dentro del abrigo. Dormía.

El abuelo comenzó a tararear una melodía suave, melancólica. El sonido salía directo desde su garganta, penetrante, profundo. Pronto los demás se unieron a la canción, la música acompañaba el ritmo de esos pasos aparentemente sin destino.

Transcurrieron los minutos, quizá horas, dentro de aquel reducto de paz sonora abrigado por el silencio del bosque. Caminaron sin descanso hasta alcanzar el final del valle, junto a las faldas de la montaña. La nieve continuaba su triste separación con el cielo, viajaba lenta hasta darse de bruces contra aquel suelo que meses atrás estuviera cubierto de hojas del color del sol cuando tiene sueño, amarillo oscuro. Y, así, reticentes, los copos se despedían de las nubes invisibles de la noche y se fundían en la blancura a los pies de Mimuk.

La marcha se había detenido por fin, y los jóvenes recogían leña para hacer un fuego. El resto descansaba. El abuelo se agachó, quedando a la altura de Mimuk. Sus ojos se encontraron, ambos los tenían rasgados, oscuros como el interior de una cueva, brillantes como los reflejos de la luna en el agua. El anciano sonrió, y revolvió el pelo de su nieto mayor, sabiendo que pronto sería un hombre. Extendió su mano enguantada cubriendo el espacio que separaba su cuerpo del torso del niño. Esperó unos instantes mirando fijamente a Mimuk, y en seguida un copo de nieve, ínfimo, se descolgó del aire y cayó como acunado por la brisa sobre el cuero que cubría su palma.

- ¿Sabes qué es esto, Mimuk? - preguntó misterioso el anciano.
- Claro, abuelo, es un copo de nieve – respondió con presteza Mimuk.

El anciano, entonces, cerró su mano en un puño y aguardó cerrando los ojos.

- ¿Y ahora, qué es? - dijo.
- Sigue siendo un copo de nieve, abuelo, pero ya no lo veo – contestó extrañado el pequeño.
- Muy bien, Mimuk – se sonrió el hombre.
Abrió ahora el puño y mostró la palma de su mano, vacía ahora, al niño.

- ¿Dónde está el copo, Mimuk? - inquirió dulcemente esta vez.
- No lo sé, ¿qué le ha pasado? - preguntó Mimuk.
- El copo de nieve ahora es agua - explicó el abuelo. - Y mostró la gota líquida en el centro del guante.
- ¿Y ya no volveré a ver ese copo? ¿Nunca?
- No, Mimuk. Pero que no ya sea un copo no quiere decir que ya no exista. Mira, haremos una cosa.
Dejaré caer esta gota de agua al suelo. ¿Puedes imaginar qué ocurrirá?
- ¡Dímelo!
El abuelo sonrió. Giró su mano lentamente, permitiendo a Mimuk observar el pausado recorrido de esa lágrima que instantes antes fue copo de nieve, deslizándose por el guante. En el borde se conformó en gota y cayó, con la luz de la reciente hoguera reflejada en su relieve, sobre el suelo nevado. Mimuk observó cómo esa nimia gota de agua se fundía con la blanca inmensidad cuajada sobre las raíces del bosque.
- ¡La gota ahora es nieve, abuelo! ¡Sigue viva, sigue siendo nieve, aunque ya no es copo! - Mimuk gritó contento, agitado, estaba seguro de haber dado la respuesta que su abuelo buscaba.
- Eso es Mimuk, eso es. El copo sigue vivo, aunque ya no lo veas, aunque se haya fundido con la nieve – dijo el anciano sonriendo sólo con los ojos.

Pasaron algunas horas alrededor de la hoguera. Había dejado de nevar. Cantaban, reían, bebían y escuchaban a los más veteranos contar anécdotas y aconsejar a los jóvenes. Mimuk se quedó dormido con el resto de los niños, cuidando de su hermanito, acunado por las estruendosas risas de los hombres de su aldea.

Cuando se despertó ya estaba bien entrada la mañana. El sol lucía anaranjado allá arriba y dulcificaba la blancura del paisaje. Mimuk iba a la espalda de su padre, agarrado con las piernas a su cintura y colgando de su cuello. Sobre el pecho del hombre se encontraba el bebé, dormido y sonrosado por el frío.

Pronto llegaron a la aldea. El olor de las brasas calentó el estómago del niño y se sintió feliz de volver a casa. Vio a su madre a lo lejos, que se acercaba corriendo. En cuestión de segundos estaba a su lado, dando un abrazo a los tres hombres de su vida. Ya estaban de vuelta. “¿Dónde se encontraba el abuelo?” se preguntó sólo entonces Mimuk.

Ni él, ni otros dos hombres, los más ancianos de la tribu, se encontraban en la aldea. No habían regresado.

Tras la bienvenida de las mujeres a los recién llegados, dio comienzo la ceremonia. Alrededor de una gran hoguera se sentaron todas las familias, sobre la fría nieve. Una arrugada mujer, la Madre, inició una serie de cánticos a los que las voces de mujeres y hombres, en canon, se fueron uniendo. De nuevo, comenzó a nevar, como si la canción hubiera pretendido invocar esa lluvia congelada.

Sin cesar la melodía, tomó la anciana al hermano de Mimuk de los brazos de su madre y, danzando, lo mostró una a una a todas las familias del círculo. El bebé lloraba, quizá asustado, y no dejaba de revolverse en el abrazo prieto de la Madre. Esta lo calmó con su voz ronca pero suave, y el niño hipó. Depósito al pequeño sobre el blanco suelo, un instante. Extendió entonces ella su palma desnuda hacia el cielo, recogiendo un copo de nieve que resbalaba del aire. Cerró su mano en un puño. Al abrir sus dedos, una gélida gota de agua reposaba sobre su piel. Girando su mano lentamente,  dejó caer la gota sobre la frente del bebé.

- Tu nombre es Aputsiak. Llegaste como copo caído del cielo, ahora formas parte de la nieve, aquí sobre la tierra. Bienvenido a casa.

Mimuk supo entonces que su abuelo no regresaría, se había vuelto agua. Mimuk sonrió, y fue corriendo a saludar a su hermano, recién caído del cielo.

Lara Iglesias

En la nieve

En la montaña leonesa vivían dos niños con su madre y su abuela en una cabaña  aislada en el campo,  a pocos kilómetros de un pequeño pueblo que contaba con los servicios básicos:  tienda,  escuela,  servicio postal  y un consultorio médico atendido dos días por semana. Su padre trabajaba en los astilleros en una localidad costera. Los hermanos tenían 9 y 6 años respectivamente. No había carencias materiales  ya que el padre aportaba un sustento económico razonable, gracias a su trabajo y acudía cada mes puntualmente para verles y llevarles dinero, regalos y noticias de su mundo laboral.

Sin embargo la vida en la cabaña era dura debido a las condiciones climatológicas y a su relativo aislamiento. Ya acudir a la escuela era un esfuerzo diario.  Los días más duros del invierno no acudían y seguían con su madre el desarrollo de las tareas escolares, de acuerdo con los consejos del profesor que tenía previstas todas las eventualidades invernales debido a su experiencia.

En esos días había habido un temporal de nieve más duro que lo habitual y los hermanos llevaban varios días de encierro obligado, sin apenas poder salir de la cabaña, dedicados a juegos, deberes y a escuchar relatos que les leían o narraban la madre y la abuela.

Por fin salieron una mañana que el tiempo había despejado, para hacer unas compras en el pueblo. Su madre les había advertido de la dificultad para seguir el camino, irreconocible por la cantidad de nieve caída, pero la hilera de árboles les permitiría hacer el trayecto sin posibilidad de equivocarse. Bien calzados y abrigados,  con la excitación que el paisaje nevado y las ganas de aire libre les producían, echaron a correr sin mirar atrás. El mundo era suyo y sus pulmones y sus voces respondían con optimismo a la sensación de libertad.

El caso es que, aunque el camino parecía estar claro, ocurrió que en un momento dado  no reconocieron bien lo que les rodeaba y miraban con desconcierto a su alrededor. ¿Era ésta la hilera de árboles habitual o se habían desviado? Los árboles estaban a su vez vestidos de blanco, uniformados y escasamente reconocibles. Comenzaba a soplar un aire frío que atraía nubes, mientras los niños se afanaban por recobrar el sendero habitual. No había nadie a quien preguntar en el amplio horizonte y las nubes y el viento comenzaban a transformar el paisaje, dándole un aspecto amenazador. El pequeño empezó a llorar y a llamar a su madre. El mayor, alarmado, se hizo de golpe consciente tanto de su propio miedo como de su responsabilidad. El debía decidir si convenía seguir adelante o volver sobre sus pasos. Consolaba al hermano y le aseguraba que sabría como volver.

De pronto, se hizo nítido en la lejanía un punto negro que avanzaba hacia ellos y que no podían identificar. ¿Era un animal, un hombre, un fantasma …? El miedo se agudizó en ellos dejándolos paralizados e insensibles al frío. Quedaron algunos instantes más quietos, abrazados el uno al otro, con las miradas fijas en aquello que iba tomando forma a medida que se acercaba.

Por fin se aclaró a lo lejos una silueta humana vestida con una capa de paño negro que el viento bamboleaba sin piedad, pero que le cubría la cabeza impidiendo identificar a su propietario. Los niños permanecieron quietos observando.  No había donde esconderse y, en todo caso,  ellos a su vez ya habían sido vistos.
- ¿Quién es ese hombre?- Preguntó el pequeño.

- No lo sé, le esperaremos por si nos puede ayudar- respondió el mayor.
- ¿Y si es el sacamantecas?-  Recordó el pequeño la historia de la abuela sobre este personaje cruel, especialmente con los niños.
- No creo- es todo lo que se le ocurrió arguir al mayor.

A medida que aminoraba la distancia,  la criatura se les hizo más familiar. Parecía andar inclinado hacia un lado, por soportar algún peso extra que la capa impedía ver pero que hacía asimétrica la silueta. ¿Acaso no era Rufino el cartero?

La alegría de reconocerle les hizo saltar y gritando su nombre se acercaron corriendo a su lado. Él les saludó y les dijo que el día no estaba como para salir de paseo. ¿No habían visto las previsiones?. El se habría quedado en casa de no ser por el trabajo.  Les acompañó hasta su cabaña y continuó su camino.

Eugenia Corral

Nieve

Nieva. Los copos juguetean en su caída mecidos por el aire. Hace frio, mucho frio y el viento sopla a rachas haciendo que se note más. Salgo fuera de la vivienda para limpiar la entrada y hacer posible su salida de ella. Si sigue así nos veremos incomunicados.

Llevamos seis días que nieva de forma intermitente. De cuando en cuando tenemos que salir para limpiar la entrada.

Mi respiración se transforma en vaharadas de vapor que parece condensarse con esta temperatura volviéndose blanco.

Acabo de limpiar la entrada y regreso al interior de la vivienda. Me siento en la mesa y me pongo a escribir. Así pasamos mucho tiempo. Leyendo y escribiendo.

Hace dos meses que estoy aquí y desde entonces apenas he visto otra cosa distinta a una blancura sin igual. Nieve, nieve y más nieve. El blanco manto recubre todo cuanto alcanza mi vista.

Estoy aquí con otros dos científicos Marta y Juan. Nuestras investigaciones se han visto interrumpidas por el temporal que nos azota. No podemos salir porque si lo hacemos estaríamos bajo la terrible amenaza de desorientarnos y esto supondría nuestro fin. Los días que no nieva siempre tenemos algún punto que tomamos de referencia para no extraviarnos, pero cuando hay alguna tormenta todas estas referencias se pierden y entonces nos encontramos perdidos por lo que es mejor no salir de la vivienda.

Marta está escribiendo también y Juan está haciendo Sudokus. De cuando en cuando se cabrea porque no le salen pero enseguida reanuda su labor y reinicia uno nuevo con más ímpetu.

─Como siga así nos vamos a encontrar incomunicados   ─digo mirándoles.
─Si ─contesta Marta─. Es una nevada como hacía tiempo que no veía. Parece que se está ensañando con nosotros.
─Lo peor es que no nos deja trabajar ─replicó Juan.
─Trabajar sí, porque esto es lo que hemos venido a investigar ─contesté.
 ─Mientras no nos deje incomunicados ─dijo Marta.
─Tenemos suficientes víveres para una larga temporada y mientras tengamos operativa la radio estamos bien ─medio Juan─. Lo peor sería que esta nos fallase o se nos averiara. Entonces sí que sería el momento de empezar a preocuparse.
─No mentes al diablo en la casa del ahorcado ─medie.
─No seas cenizo ─replicó Marta─. Ya verás cómo mañana cambia el tiempo y podemos reiniciar nuestras tareas en el exterior.
─Eso espero ─conteste─. Aunque a mí me viene bien este tiempo ya que así puedo continuar escribiendo mi novela.
─¿Como la llevas? ─se interesó Juan.
─Ya la estoy acabando.
─¿Es policiaca, verdad? ─preguntó Marta.
─Si, y para diferenciarla un poco del lugar en donde estamos, transcurre en el Caribe ─conteste.
─Quien estuviera allí bañándose en aquellas cristalinas aguas y disfrutando de nuestro añorado sol ─dijo Marta al tiempo que ponía los ojos en blanco.

Me levanté y me dirigí a la ventana de la cabaña para ver el tiempo que hacía en el exterior.
La nieve seguía cayendo inmisericorde dibujando en su caída diferentes arabescos que no dejaban de tener su encanto. La noche se acercaba a pasos agigantados y la temperatura exterior bajaba vertiginosamente.
Me senté nuevamente en mi mesa y antes de ponerme a escribir pensé: “estamos en la Antártida, que esperas”.


Jesús Llamas

El niño de nieve

Fernando recibió con cierta ansiedad el encargo de escribir un libro de relatos, pues, a pesar de haber escrito muchos y, según la opinión de expertos, buenos, se sentía bloqueado e incapaz de hacerlo.  “¿Qué argumento puedo poner? ¿Qué dirán los personajes?”. No sabía bien qué, pero empezó a escribir de la siguiente manera:

“ En una hermosa mansión vivía Alejandra, rodeada de lujo, con su marido Edgardo. Ella le quería y deseaba estar a su lado, pero siempre estaba ocupado con sus negocios o con sus amantes. Muchas veces lloraba a escondidas pues pensaba que no sentía nada por ella, ya que sólo le dedicaba reproches y malas caras. En lo sexual su marido no tenía ni dulzura ni cariño, sólo movimientos bruscos y mecánicos que en absoluto la complacían.

Cuando le habló de su embarazo, el se enfureció y la insultó diciéndole que una mujer debe tener cuidado con esas cosas. Así, cada día que pasaba ella sentía más frío en la relación, una frialdad que le helaba el corazón.”

Fernando continuó escribiendo sin que le satisficiera demasiado lo escrito. Pensaba que no sería capaz de terminar el relato. Sentía  cierto frío en el alma. Con gran asombro vio que de de su pluma salía un grumo blanco. Lo tocó y comprobó que estaba helado. Aún así continuó escribiendo sin pensar:

“…Los meses habían pasado y el parto de Alejandra estaba por llegar. Aquel día estaba sola en casa.  Sintió  dolores  tan fuertes  y agudos que no pudo por menos que echarse en el suelo, pues no era capaz de dar un paso y mucho menos de llegar  al teléfono para avisar a alguien. Poco a poco empezó a salir de su vagina un bulto blanco y helado que empezó a cobrar forma de niño. Un niño de nieve. Un pequeño y hermoso hijo del frío…”.

Fernando se sobresaltó, cuando vio que al grumo blanco que había brotado  de su pluma le salían bracitos y piernas que empezaron a moverse.  Pronto comprendió que aquello era el niño de nieve. “¡Mil rayos! ¡Mi cuento está vivo!” y empezó a emocionarse y a sentir simpatía y calidez ante la protagonista de su relato, tanto que se enamoró de ella y de su bella criatura.

De alguna manera, estos sentimientos se deslizaron por la pluma y llegaron hasta Alejandra y el pequeño y formaron los tres, a su modo, una familia y el niño helado se volvió de carne al tener un nuevo padre , Fernando, que le quería, que le daba calor.

Pero Fernando volvía a sentir frío ante la ausencia de Alejandra y el pequeño ya que dejó de poder escribir sobre ellos. La pluma no le obedecía. Sin embargo sí podía narrar otros relatos.

Desde entonces, Fernando escribe cada vez más. Intenta encontrar en  cada cuento a su amada y a su hijo. Sin embargo las historias tienen vida propia y en ellas no siempre se encuentra  lo que se busca…
Sobre todo si quien las escribe es un hombre de nieve…Pero eso ya es otra historia.
“…

Rosa María Velasco

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Las casualidades

Nos encontramos en el interior de un autobús.

Pasa un coche rojo. Y otro. Y otro. Ahora asfalto. Un pasajero charlatán lanza una pregunta al conductor:

-¿Sabía usted que las personas con autismo creen que encontrarse con tres coches rojos da buena suerte?

-No, desde luego que no lo sabía. ¿Y es también cierto, por esa regla de tres, que los coches amarillos dan mala suerte? -un coche amarillo adelanta al autobús mientras el conductor pronuncia estas palabras.

-No lo creo. Eso eran los gatos negros -contesta otro pasajero que se creía avezado en cualquier materia de la que se dispusiera a hablar; por ello lo llamaban el listillo.

Justo en ese momento, un gato negro cruza la calle. El autobús ha de frenar bruscamente para detenerse y evitar el atropellamiento del felino.

-Vivan las casualidades -comenta el conductor.

-Yo no creo en ellas -se atreve a insinuar un tímido pasajero que casi nunca habla-. Las cosas no pasan porque sí. Todo debe tener una explicación lógica...

-¡Ni de broma! -exclama el listillo, interrumpiéndole- ¿Qué clase de lógica le ves tú a eso? ¡Un gato negro cruzando la calle precisamente cuando hablábamos de él! Es una mágica casualidad, ni más ni menos. Hasta los Dursley estarían de acuerdo conmigo en que es pura magia. Inquietante, ¿no es eso?

-¿Qué es Dursley? -pregunta el conductor, perplejo.

-¿No has leído Harry Potter? Los Dursley, amigo mío, son una familia no mágica. La pregunta no era qué, sino quién. Lo que quiero decir con esto es que...

-Basta de hablar de Harry Potter. Parecéis más frikis que yo, y mira que lo soy bastante -dice el charlatán en tono de confesión.

Coche amarillo. Se crea un silencio incómodo, sólo interrumpido por el ruido del motor.

Una moto se detiene en el paso de peatones, justo al lado del autobús. Todos los pasajeros y el conductor incluido se quedan observándola pensativos. Todos en su interior le dan vueltas a lo mismo: ¿qué significará la casualidad de la moto? Es entonces cuando el pasajero tímido se atreve a hablar de nuevo:

-¿Conocéis el chiste que cuenta que iban dos y se cayó el del medio en una moto por la ventanilla?

Todos asienten.

-Pues esa moto lleva a dos pasajeros y podríamos considerar que, estando al lado del autobús, tiene ventanilla.

-No lo había pensado -dice el listillo en tono quejumbroso-. ¡Me ganaste!

-Yo pensaba que las motos no tenían ventanilla, eso no vale -murmura el charlatán, enfurruñado.

-¿Qué creéis que ocurriría -prosigue el tímido- si ahora se diera la casualidad de que el del medio entrara dentro del autobús por la ventanilla?

-No hay nadie en medio -apunta el conductor con bastante acierto.

-Eso es lo que tú te crees... Entre esos dos puede haber cualquier cosa -dice el charlatán con una sonrisa maliciosa, esperando a que los demás capten la broma.

-¿Cualquier cosa?

-Cualquier cosa.

Mientras tanto, el semáforo se pone en verde. Autobús y moto arrancan. El hombre que va en la parte trasera de la moto, que va mascando un chicle, tiene la ocurrencia de escupirlo justo en el momento en que la moto adelanta al autobús, con la mala suerte (o la casualidad, según se mire) de caer por dentro de la ventanilla del autobús, que estaba abierta, y quedar pegado en el volante del conductor.

Todos recuerdan el chiste a la perfección. Se dan cuenta de lo absurdo de la situación.

-¿Entre esos dos puede haber cualquier cosa, incluyendo un chicle?

Sonríen y no pueden evitar reír a carcajadas. Como dijo el conductor, vivan las casualidades. En el volante queda pegada la respuesta.

Rocío San José

martes, 2 de diciembre de 2014

Un móvil para el bufón, por favor

Nunca me ha hecho falta una enorme nariz roja o una sonrisa dibujada con maquillaje para poder afirmar que soy un auténtico payaso. Poseo una habilidad envidiable para hacer reír a carcajadas, soy capaz de retener un público fiel y cuando acabo mi jornada laboral logro salirme del personaje y parecer una persona común.

Me apasionan las estupideces por lo que suelo tomarme un descanso de las vacaciones para volver a ejercer con una exorbitante profesionalidad. Ese verano tuve una compañera para desplegar la carpa de mi circo. Mi amiga Ana había venido al pueblo para pasar unos días conmigo y aminorar el aburrimiento que supone estar aislado de la civilización.

Un día por la mañana tomamos rumbo a casa de Samira. No la conocía en profundidad pero habíamos coincidido en casa de mi vecino Rubén en un par de ocasiones. El día anterior habíamos estado jugando con ella a las cartas y nos ofreció ir su chalé a tomar el típico y copioso aperitivo rural. Al parecer, sus se dedicaban a cantar flamenco para la radio.

Bajo circunstancias normales, Ana y yo hubiéramos declinado la oferta. Al fin y al cabo, quién es capaz de sufrir las preciosas canciones de Amaral versionadas por los Rebujitos a todo trapo. Sin embargo, el tedio del verano hizo que nos lanzáramos a la aventura de sumergirnos en aquel mundo que creíamos grotesco.
Llegamos a nuestro destino empapados de sudor. No había ningún tipo de timbre así que tuvimos que mimetizarnos con los ruidos exaltados y chabacanos que provenían del jardín y llamar a Samira gritando como si estuviéramos en el rastro comprando bragas.

Apareció a los cinco minutos a recibirnos con una sonrisa a lo Isabel Preysler. La diferencia entre las dos estribaba en que una suele el oro en la envoltura de los bombones y la otra lo llevaba retorcido en forma de aro en las orejas. Fue tan agradable que me replanteé si el estilo choni estaba infravalorado por la sociedad.
Nos acompañó hasta un pequeño patio dónde nos rogó que nos sentáramos. Rubén ya había llegado y se encontraba bebiendo una cerveza con las piernas encima de la mesa. El ambiente me seguía sorprendido conforme pasaba el tiempo. Me gustaban los sitios como ese, dónde las convenciones sociales se veían eclipsadas por una vulgar pero confortable hospitalidad.

Nos quedamos los tres solos mientras la señorita de la casa fue a traernos algo para beber a nosotros también.

— Venga Jaime, llama a Sandra con número oculto y dile que si quiere liarse con Marcos de una vez —me retó Rubén. — De verdad quieres saber esas cosas de tu hermana. Yo preferiría vivir en la más absoluta ignorancia —le advertí. — Por favor Jaime, ni que fuera la primera vez que llamas alguien para preguntarle alguna gilipollez —replicó Ana con sorna —. Así nos echamos unas risas hasta que reaparezca Samira. —Apunta —me dijo Rubén mientras miraba el número en la pantalla del móvil. Saque mi móvil del bolsillo, marqué el número y esperé pacientemente hasta que descolgaron el teléfono. —Oye Sandra, ¿quieres rollo con Marcos? —pregunté con el tono grosero que me caracteriza cuando estoy haciendo mi show. De repente me quedé pálido. Colgué bruscamente y mire el número que Jaime me había colado. Él ya estaba estallando a carcajadas. — ¿Por qué cuelgas? ¿Qué ha pasado? — quiso saber Ana. Se hallaba totalmente desconcertada. —Era mi madre —contesté con la voz temblorosa. — Sois de lo que no hay —dijo Ana después de estar diez minutos riéndose del espectáculo que acababa de tener lugar.

Álvaro Cobo

Animal Corruption, vol. I: El honrado jubilado

Excelentísimo Señor Dios:

Por la presente me dirijo a Usted, Celestial Titiritero, para hacerle llegar una serie de quejas respecto a su divina gestión del mundo animal. Soy Severiano P. Galápago, tortuga polinesia de segunda generación, cabeza con sombrero de familia numerosa, muy numerosa, y afectado de primer orden por los hechos que, como portavoz de la fauna terrestre, a continuación relato.

Somos muchas las criaturas que tras concluir nuestra vida activa al servicio del Partido Bienaventurado (partido en el gobierno ultraterreno desde tiempos inmemoriales), por motivos de edad o de índole diversa, nos encontramos abandonados al borde del mileurismo, cercanos a una dramática escasez de lechuga.

Procedo a narrarle mi situación personal, que vea usted que no es moco de pavo, que sus ojos inmortales y omnipresentes tengan constancia de mi actual desgracia y tenga usted a bien alargar su mano omnipotente y deje caer algún sobre por el estanque.

Después de largos años en las fuerzas de seguridad privada del gobierno, en calidad de tortuga ninja, recién alcanzo la edad de retirarme y me encuentro totalmente desamparado. Tengo la piel llena de heridas, todas ellas sufridas en hora de servicio, cuento en mi haber incluso con un par de cicatrices de banderillas fruto de aquella moda del toreo de lenta velocidad.  Y de seguridad animal para personal destacado, como yo mismo, nanai de la China, ni ayuditas materiales, ni tarjetas opacas, ni viajes en jet siquiera. ¡Habráse visto! ¿Cómo puede permitirse allá arriba este despropósito?

Que me conforme con la pensión, me dicen sus subalternos ¿Acaso mis décadas de funcionario terrestre no cuentan con una retribución acorde a mi papel en el partido? ¿Cómo pretenden que me gane la lechuga, Señor, a mi edad y cojo de tres cuartos de mis extremidades? ¿Cómo mantengo a punto el Ferrari? ¿Y qué me dice de los caparazones de piel de topo de mi esposa?

Y vengan a decirme que las tortugas somos unas vagas, que pondré el grito en su Cielo, Don. Mi, por lo general, bienoliente señora esposa fue recientemente atropellada de camino al club de campo por un caracol. La pobre sigue aun confusa, todo ocurrió muy deprisa. Evidentemente, se encuentra conmocionada y requiere una baja por depresión, ansiedad y otras penas. Y mis pobres vástagos, créame, si mi hermano no hubiese sido imputado, bien colocados se hallarían los diecisiete en la Administración. Esta humillante zancadilla ha dejado a mis retoños en paro, panzarriba sobre el caparazón, y así no hay quien avance, que la crisis nos trata muy malamente.

Sé de buena tinta de calamar que a los halcones americanos sí se les está soltando pasta gansa. Así que mire, Don Dios, por mis huevos – los que dejó mi esposa en la playa, entiéndase – que yo le pongo una querella, o le denuncio por prevaricación, no se vaya usted a pensar que las tortugas somos menos que cualquier pajarraco. Ay, ay, ay... un mandamás acusado por corrupto, eso no le haría ningún bien en la próxima campaña, ¿verdad?

Espero haya quedado claro mi mensaje, mi querido posible benefactor, prometo guardar a buen recaudo mis informaciones acerca de sus triquiñuelas a cambio de un ligero aumento de mis prestaciones. No exijo mucho, sepa usted que soy austero como el que más, y encima vegetariano.

Sin más dilación, quedo en espera de su respuesta.
Cordiales saludos,

Severiano P. Galápago
Tortuga Ninja Honoraria

PS.:  Le ruego reciba tres padrenuestros y un ave marina.

Lara Iglesias

lunes, 1 de diciembre de 2014

En limusina

Llueve, el tráfico está imposible, los carriles llenos de coches. La parada del autobús es un hervidero de gente que se apretuja, tratando de hacerse hueco para resguardarse de la lluvia mientras quienes tienen paraguas nos miran con cierta superioridad… El autobús aparece ¡por fin! y nos sorprende con las típicas salpicaduras, adorno indeleble para cualquier pantalón…

Hay un movimiento inquieto en el grupo, que se agita como un solo ser. Todos  quere-mos subir y ocupar un espacio que ya no existe. Forcejeos, sutiles empujones, miradas de reojo y, en el colmo del desespero por llegar a casa tras un duro día de trabajo, el intento final: un pequeño impulso y ¡arriba!

¡Pasen al fondo, por favor! Ese disco rayado e inútil sigue sonando… Cierto que el au-tobús es de los articulados pero ¿dónde está el fondo?

Un poco encogida, consciente de que has perdido tu atmósfera protectora y pasado a ser masa humana que murmura, se queja en alto con distintas voces, desprende calor… y no te deja caer cuando el vehículo frena o coge esa curva que siempre te obliga a aferrarte a la barra, poco mas se puede hacer que dejarse llevar…
Antes de que las puertas se sierren, dejando un resto de humanos cabreados en tierra, no sé cómo lo consigue pero una desbordante humanidad en forma de mujer, se abre paso culeteando a uno y otro lado:

-Por favor, por favor, déjenme pasar necesito sentarme.
-Señora, no se puede, está todo lleno.
-Yo veo hueco delante de ti.
-Está ocupado, hay un carrito de bebe y una silla de ruedas.

Es el momento en que el resto de voces va desapareciendo hasta llegar al silencio, la tensión se relaja y unas sonrisitas irónicas, no exentas de complicidad van asomando en algunos rostros. Las dos voces emergentes continúan su diálogo, como si no hubiera nadie más alrededor.   El viaje, a pesar de todo, promete ser ameno.

-Anda majo, inténtalo tú que eres joven y tienes más fuerza.
-No es cuestión de fuerza sino de sitio, que no hay.
-Pues déjame pasar, ya lo intento yo.
-No me puedo mover.
-Claro, con esas botazas no caben más pies en el suelo.
-¿Y qué hago, me descalzo?
-Muévete un poco hombre, que entre la mochila y tu ocupáis medio autobús.
-Eso señora usted a lo suyo, tire pa lante que apenas necesita sitio.
-¡Ay, que pisotón! me has dejado el pie como un gallo platusa y encima me llamas                                              gorda ¡majadero!
-Mire,  no quiero ser maleducado, solo usted y sus bolsas necesitan medio autobús y mis botas y yo el otro medio. ¡Señor  conductor, haga el favor de decir al resto que se baje!
-Señores, hagan el favor de apearse. Ya han oído, el autobús se convierte en limusina.

Mayte Espeja

Fotografía de mi vida

Mi vida está marcada por la fotografía. Todo en mi vida tiene que ver con la fotografía. Mi padre conoció a mi madre por foto. Se casó con ella sin conocerla, sólo por aquella foto. Eligieron la casa por una fotografía muy llamativa. Luego la casa resultó estar llena de averías, resultó ser una ruina.

Cuando yo nací mi padre estaba de viaje y mi madre le mandó una foto mía. Lo que no sabía mi madre, es que  ese viaje de mi padre iba a durar ya para siempre porque se lió con una mujer cuya foto había visto en la portada de una revista y se “enamoró” perdidamente de sus atributos de papel. Así que mi padre sabía de mí a través de fotos mías que mi madre le iba mandando según yo iba creciendo.

Durante la infancia, tuve algunos problemas de salud y el médico siempre me mandaba hacer radiografías, que decía que eran como fotos por dentro.
Mi padre sabía de mí por fotos de mí por fuera y los médicos por fotos de mí por dentro. O sea, que lo importante no eran mis ideas, sentimientos, sensaciones o dolores. Lo importante era salir bien en la foto y si uno salía bien en la foto o mostraba una foto bonita de cualquier cosa, entonces uno estaba bien, podía convencer.

Mi madre era fotófila. Siempre estaba mirando fotos. Se compraba las cosas por catálogo. Si lo que veía en la foto le gustaba, se lo compraba, aunque no se correspondiera con la realidad. Le gustaba mucho la naturaleza y tenía muchas fotos bonitas de paisajes, pero nunca salía. Decía que para qué iba a salir, si con las fotos ya se sentía como si estuviera allí.

Un hombre empezó a cortejar a mi madre. Y a mi madre le gustaba mucho. Estaba enamoradísima. Estaba dispuesta a rehacer su vida. A mí también me gustaba mucho. Me trataba muy bien, no como mi padre que nunca trató tratarme.. Me miraba a los ojos, jugaba conmigo. Teníamos una relación en persona, no por foto.  Un día mi madre le pidió una foto y él dijo que no tenía ninguna que estuviera bien, que no era fotogénico. Entonces mi madre empezó a darle vueltas a la cabeza y a decir que no le gustaba, que algo tendría que ocultar cuando no le quería dar una foto. Decía: “Seguro que en todas las fotos está con otra mujer, como es tan guapo. Seguro que es un mujeriego. No debe quererme lo bastante.” Y le dejó. Le dejó y me quedé sin padre postizo, sin relación en persona, sin juegos.

Después mi  madre conoció a un fotógrafo que le daba muchas fotos: fotos de animales, de paisajes, de gente, de edificios, de cosas, de todo lo imaginable e inimaginable. Decía que era capaz de fotografiar pensamientos. Así que, la fotera de mi madre se casó con él y tuve otro padre por foto. Muchas veces yo iba a contarle cualquier cosa y él me decía: “quédate quieta”, sacaba la NIKON FM 2 y me hacía una foto. Nunca me escuchaba. Sólo me hacía fotos. Mi madre tampoco me escuchaba. Mi madre miraba las fotos de mi segundo padre. De mi primer padre nunca más volví a saber, porque aunque mi madre seguía mandándole fotos mías, él ya no volvió a escribir.

Un día, sin saber porqué, me dio por colocar unas cosas de forma estética y dije: “quedaría bien en una foto”. Mi padre y mi madre dejaron de hacer lo que estuvieran haciendo (haciendo o mirando fotos, seguro) y me prestaron atención. Fue la primera vez, a la edad de 17 años que me escucharon. Ya sabía lo que tenía que hacer para que me hicieran caso. Lo malo era que no querían escuchar otra cosa: ellos nada querían saber de mis sentimientos, mis ideas, mis problemas…de no ser que yo pudiera plasmarlos en una fotografía.

Por aquel entonces, mi tío, que era político, decidió presentarse a las elecciones. Tenía un programa malísimo y bastantes pocas  posibilidades de no hacer el ridículo. Sólo le quedaba una única esperanza: que alguien le hiciese unas buenas fotos para la campaña. Así que decidí hacérselas yo. Con todo lo que había aprendido en casa sobre fotografía no me resultaría difícil. Era una ocasión para fotografiar algo que no existía y  conseguir que la gente viera lo que nunca existió: la honradez de mi tío. Le hice muchas fotos, para lo cual le  estudié y le coloqué muchas veces. Pues bien, mi tío ganó las elecciones. ¿ Cuál fue el motivo? Las fotos. Las fotos eran buenísimas. Consiguieron reflejar incluso algo que no existía.

Yo pensaba: “No importa lo que seas,  importa como salgas en la foto. Si la foto es buena, eres bueno.”

No importan tus ideas si no las sabes fotografiar bien. Una buena idea en una foto mala es mala. Una mala idea en una  foto buena es buena.

Desde entonces no he parado de mirarlo todo y colocarlo para hacer una foto. Si voy en el autobús miro la gorda que tengo enfrente e imagino una buena foto: en ella la gorda se parece a Marilin Monroe. Si quedo con amigos los coloco mil veces para hacerles una foto bonita. Ellos se enfadan y dicen que no van a salir más conmigo. Es algo que no puedo dejar de hacer y que me trae muchos problemas.

No he conseguido tener una relación estable. Todos mis novios se molestan cuando van a darme un beso y yo les digo: “Quieto, espera”, mientras voy a por la cámara.

No he encontrado trabajo de fotógrafo por una razón y media. La media es porque en las entrevistas no puedo escuchar lo que me preguntan porque todo el rato estoy colocando al entrevistador para la foto. El último me echó a gritos cuando yo trataba de subirle encima de la mesa para la foto. Pero la razón entera, la de peso es que como mi padre no es mi padre  es un gran fotógrafo y sabe que soy mejor que él ,no quiere que le haga la competencia, y se encarga de cerrarme todas las puertas, pues conoce a mucha gente dentro de ese mundillo.

Sin embargo yo no puedo dejar de preparar a las cosas y a la gente para foto: es mi manera de ser. No es práctica, lo sé, pero es mi manera de ser.

Conseguí un trabajo de recepcionista en el Ministerio de Defensa, pero me echaron  porque no paraba de colocar a todo el que entraba para la foto y empezaron a decir que yo debía de ser una espía o algo así.

Un día, mientras paseaba por la calle, empecé a colocar a algunas personas para foto. Empezaron a hacerme corrillo y me echaron monedas, pensando que era un teatrillo que yo había montado. Total, que ahora me dedico al teatro y no me va del todo mal, porque siempre hay alguien a quien le gusta ver las rarezas de otro y se va al teatro. Y en el teatro, uno puede ser el más raro de los raros, que cuanto más raro mejor. Y te escuchan porque piensan que lo que les cuentas es mentira, si supieran que es verdad, entonces ya no te escucharían más. De tal manera que en el teatro me siento bien. Puedo ser yo y algunos me  dicen: “Me gusta su papel,  pero debería ensayarlo un poco más. No resulta del todo creíble.” ¿ No resulta creíble la verdad? Sin embargo cuando alguien finje  y dice una mentira a drede, entonces le creen más.

Por eso, querido público, no saben ustedes el bien que me hacen viniendo aquí y escuchándome un poco a mí, que ni la Elena Francis me quiso oir. Claro, que Elena Francis, lo único que tenía de Elena y de Francis era la foto.

Según están ustedes sentados, me he fijado en sus caras y en sus gestos, y según les daba la luz, creánme que algunos de ustedes tenían fotos guapas de verdad. Si ustedes vieran lo que he visto yo, se enamorarían perdidamente de sí mismos. Si ustedes vieran la foto de este teatro como la he visto yo, les aseguro que ya no querrían irse.

Como ven, el teatro muchas veces refleja la verdad. Una verdad que a veces no nos atrevemos a contar por temor al rechazo. El teatro muestra muchas veces lo que somos y la vida real a veces lo oculta. ¿ Qué es verdad, qué es mentira? ¿Por qué no puede ser real la belleza que yo veo en las cosas y en la gente cuando las coloco para foto? ¿ Es todo tan feo o realmente hay algo hermoso en todas las cosas y personas?

Yo creo que lo hay, lo veo, pero no sé cómo decirlo. Por eso, casi desesperadamente, día tras día intento plasmarlo en una foto. Sería como decir: “Me gustas. Te quiero”.  Esas son las palabras que siempre quise decir a mis padres, a mis amigos, a mis novios, pero nunca se las dije. El día que lo consiga quizá deje de colocarlos para foto. Eso es lo que dice mi psicólogo, que también está un poco harto de mí y de mi manía. Dice que voy mejor, porque ahora ya no sólo preparo a la gente para foto, ahora también escucho sonidos y los preparo para canción. Así que, como parte de la terapia, hago canciones, aunque también me trae muchos problemas. Pero eso ya es otro cantar.

Rosa María Velasco