jueves, 24 de abril de 2014

Estampado de cerezas

Desde que conoció a su nueva novia mi padre se embrujó. Tan solo hicieron falta un par de meses de relación para que la presentara en casa, a los amigos, vecinos y parientes, como la mujer que ocuparía el sitio de mi madre. La abuela estaba con el alma en un hilo porque no le parecía trigo limpio y, además, le resultaba demasiado rubia; con la devastación que traen ese tipo de mujeres a la vida de las familias honradas. Abuela aún recordaba, como si hubiera sido ayer mismo, cómo el abuelo salió corriendo detrás de una artistucha de medio pelo, rubia como los rayos del sol y fresca como una trucha recién pescada, dejándola desamparada y con un hijo a punto de parir. La abuela, desde entonces, se la tenía jurada a los cabellos dorados.

La novia de mi padre era una mujer cariñosa cuando él estaba en casa, pero cuando salía… se convertía en otra persona: una auténtica bruja. Abuela de esto entendía porque nació en Galicia y allí saben que los asuntos de meigas son complicados. Decía que desde que se instaló en casa las plantas dejaron de florecer; no es que se hubieran secado, no, pero las flores se negaban a brotar. Hasta el pequeño huerto, que era su debilidad, parecía temeroso y había olvidado la producción de tomates, lechugas y pepinos. Hasta los cerdos parecían encanijados. Mi abuela barruntaba que algo no marchaba bien y que el maligno estaba cerca urdiendo su red aniquiladora.

Una tarde escuchamos a la hechicera rubia argumentando a papá la conveniencia de trasladar a la abuela a una residencia, ya que la observaba muy torpona, y de lo bueno que sería para mí ir a estudiar a Inglaterra. ¿A Inglaterra..? Ni hablar, dijo mi abuela. Fue la primera vez que la escuché llorar. Aún me parece estar viéndola con su delantal con estampados de cerezas… Le gustaban esos delantales y los tenía por docenas. Tiempo atrás había comprado varias piezas de retal a un comerciante de Barcelona y se hizo un nuevo ajuar de delantales, paños, manteles, enaguas y batitas de estar por casa con vistosos estampados de cerezas multicolores. Según ella, las cerezas tenían el poder de invocar a las almas puras, refrenando los poderes del diablo, y nos protegerían de los influjos de la bruja rubicunda. A mí me cosió unas enaguas con vivos y volantes, lazos para el pelo, pañuelos, pulseritas, camisetas y algún vestidillo. A papá le hizo un par de calzones para contrarrestar los efluvios malandrines de la novia, pero ella los hizo jirones arrojándolos al cubo de mondas de calabacines; mondas que mi abuela guardaba para echárselas a los cerdos, a ver si engordaban. Frente a nuestra protección, papá estaba completamente desamparado ante las malas artes del demonio.

Esa noche y las siguientes las dos comenzamos a dormir juntas. Abuela no olvidó coser varias piezas del retal estampado a los almohadones, a las sábanas, dentro de las zapatillas, en los camisones, en las toallas... Ella siempre estaba en todo. 

Desde que conocimos los planes de melena dorada teníamos pavor a que nos separaran. Abuela intentó, en varias ocasiones, mantener una charla seria con su hijo acerca de su enamorada, pero papá hacía menos caso a su madre que a un bocadillo de mejillones en escabeche. Cuánto sufrió la pobre durante esos días y qué desgraciada se sentía.

Algunos días, después, la prometida de papá desapareció de repente. No puedo recordar en qué momento dejé de verla, pero una mañana, al levantarme, ya no estaba. Se había marchado sin dejar a mi desconsolado padre ni una triste nota de despedida. La buscaron por todas partes, sin resultado. Parecía que la tierra se la hubiera tragado o que el diablo tenía para ella otra misión. Papá echó en falta algunas joyas de mamá y varios miles de pesetas de la caja fuerte de su despacho, y el pobre se hundió en una pena negra, cerrando definitivamente las puertas al amor. La guardia civil dio pronto cerrojazo al asunto; estaba claro que la fulana había engatusado a mi padre robándole todo lo que pudo. Tras el incidente, las flores surgieron rabiosas de su letargo brotando de nuevo con una explosión de vivos colores y la gran cosecha de pepinos y tomates fue celebrada como una bendición del cielo. También la piara de cerdos pareció que engordaba con desmesura, por lo que la matanza de ese año fue gloriosa.

De eso hace ya mucho tiempo. Poco a poco, todo volvió a la normalidad y los tres hemos vivido juntos hasta hace dos meses en que falleció la abuela. Hoy he tenido fuerzas para recoger sus cosas y preparar unas bolsas de ropa para la parroquia, como a ella le hubiera gustado. Me ha llenado de sorpresa encontrar una pequeña cajita, que no conocía, al fondo de su armario, bajo las sábanas. En su interior, varios paquetitos envueltos en trozos de tela con el famoso estampado de cerezas. He sonreído recordando aquella época en que atiborró toda la casa con cientos de objetos protectores confeccionados en esa tela. Al desenvolver uno he visto la foto del abuelo hecha un canutillo alrededor de tres dientes de ajo, con varios cortes y marcas rojas. Se ve que, aunque no solía hablar de él, nunca lo olvidó. Y en otro, muy bien envuelto, he topado con una pequeña muñequita de trapo de cabellos rubios con varios alfileres pinchados en el rostro y en el pecho… 

Junto a todo esto he descubierto las joyas robadas de mamá y varios miles de las antiguas pesetas...

Por María Martín

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