jueves, 24 de abril de 2014

¡Ay, los padres!

—Cuando nací, mis padres ya no se querían -me dijo Marta, con voz entrecortada. El descubrimiento le había afectado mucho. 

Ella sabía que yo vivía solo con mi madre. Pero nunca hablamos del asunto. Le había dicho que estaba divorciada y nada más. “¡Si yo te contara, Marta!”, pensé. 

Mi padre se fue cuando mi madre estaba embarazada de mí; yo era un embrión de cinco meses. “¿Te parece que se querían entonces?”, me dieron ganas de decirle a mi amiga.

Claro, lo supe cuando empecé a observar que mis primos tenían mamá y papá; también mis amiguitos del parque. También llamaba a todos papá. Tal vez creía que a los hombres se les decía así. Cuando las niñas me corrigieron algo mosqueadas: “no es tu papá, es el mío”, empecé a preguntar: “¿Y el mío, cuál es?” Tal vez pensaba que estaba en otro rincón del parque. Pero no.

Ahí vino la explicación por parte de mi madre. No lo entendí hasta unos años más tarde y no me gustó nada esa situación. Una vez ella preguntó si quería conocer a mi papá. Parece que levanté los hombros mirándola sin entender. No lo recuerdo porque aún era pequeña.

Me ha dicho mi abuela que un día él vino a buscarme a casa, pero no entró; me recogió en la puerta y salimos. Me trajo regalos. Estuvo viniendo una vez al mes, y paseábamos por el parque y a merendar. A veces, al zoo. Un día -tendría yo seis o siete años- fue a recogerme a la salida del colegio. Mi señorita lo saludó y habló con él. Todos mis compañeros me preguntaban “¿es tu papá?”. Me pegué a él y asentí con la cabeza. Me sentí orgullosa de ese hombre alto y guapo que me cogía de la mano. Es el recuerdo más bonito que guardo en relación a mi padre.

Luego vinieron las vacaciones compartidas, la mitad con mi madre y la otra con él, en su casa de Jávea. Allí vivía. Al principio me iba contenta. La verdad es que me daba todos los caprichos. Pocas veces me reñía. Pero, con el tiempo, me costaba cambiar de casa: o no quería ir, o no quería volver. Hasta que mi padre dejó de venir a buscarme. Nos veíamos una o dos veces al año, y luego ni eso. A mí no me importó mucho. Tampoco eran buenos los comentarios que escuchaba en casa sobre él. 

El año pasado, cuando tenía 14 años, mi madre lo llamó para hablarle de mí: “que no podía conmigo, que él asumiera su parte de responsabilidad, que si seguía así me pondría interna en un colegio, bla, bla, bla.” Todo este follón porque mi habitación no está como quiere ella, sino como me resulta más cómodo a mí: ropa, zapatos, mochilas, todo a la vista. Así no tengo que andar buscando; mis cosas están ahí, al alcance de la mano. Para ella es un desorden, un caos. También nos peleamos porque cuando los domingos recojo la cocina no lo hago inmediatamente, cuando se le antoja a ella, también por mis vaqueros rotos, por la pintura de mis ojos… 

Mi padre vino y los dos hablaron mucho; acordaron que, en quince días, cuando acabaran las clases, me iría con él por dos meses. Todo esto sin consultarme. No tuve más remedio que ir, no podía enfrentarme a los dos juntos. Una vez allí, mi padre no paró de darme la brasa con sus charlas y consejos. ¡Qué rollo los padres y las madres! ¡No entienden a sus hijos!

Ahora mi padre viene a menudo, desde lo del año pasado. Hablan mucho los dos. A veces salen, para que no me entere. Noto que han cambiado. Antes se decían lo justo y estaban muy serios; ahora tienen buena onda, charlan bastante y se ríen. La semana que viene cumplo los quince y me han dicho que me tienen una sorpresa.

—¿Me escuchas, Natalia? -dice Marta interrumpiendo mis pensamientos. Te estoy contando lo que me tiene tan mal y no me dices nada. Que mis padres guardan las apariencias, pero que no se quieren. Cuando nací ya no se querían. 

Miro a mi amiga, tan desesperada, e intento animarla.

—No sufras, Marta; los mayores son así. No hay quien los entienda: se quieren con locura, dejan de quererse y en cualquier momento están otra vez como novios. Para que veas que digo la verdad, mi padre ha vuelto después de quince años y, a partir de la semana que viene, vuelven a vivir juntos. 

Por Elsa Velasco

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