miércoles, 16 de abril de 2014

El payaso

Andrés Bascuñana cruzó la frontera de noche conduciendo un flamante BMW. Llovía. Llevaba horas lloviendo, igual que lo hacía aquella mañana de hace ya… demasiados años. Cómo ha cambiado el paisaje desde entonces –piensa–, la flora, las carreteras. Detiene el vehículo en un mirador que no recordaba, y se llena los pulmones del olor a tierra, su tierra. Ya está en casa. Bajo sus pies un embalse nuevo refleja un cielo azul suave y unas menudas nubes que lo acompañan.

Aún le amargan en la boca el llanto de su madre, atendiendo el pequeño huerto, el día de su partida y la desilusión del padre cuando le dijo que colgaba los estudios, que no quería ser abogado y que soñaba con ser payaso. Resuenan como nuevas las palabras paternas maldiciendo la hora en que nació; le hieren los esfuerzos para ahorrar unas perras y darle una educación y el desengaño tatuado en su rostro. Vivencias que creía enterradas, y que han vuelto nítidas a su mente mientras se encendía un cigarrillo. Un hombre menudo se ha acercado a pedirle fuego. Saca su paquete de Ducados observando con detenimiento su imponente coche. Le ha preguntado si es extranjero. Andrés niega con la cabeza. Hace mucho que no habla su lengua materna y no sabe cómo deben sonar ahora las palabras de sus labios. Prefiere reservar ese momento para sus padres. Un poco más abajo está el pueblo, según el GPS a cuatro kilómetros en sentido izquierda, aunque él lo ubicaba en el lado derecho de la montaña… Si se da prisa aún podrá llegar a la hora del almuerzo. 

El día en que salió lo hizo con los ahorros arañados durante años para poder costear su carrera. Se los entregó su madre junto a un trozo de manteca, una tortilla envuelta en papel de estraza y una hogaza de pan. Le prometió que se los devolvería y que al hacerlo sería ya como un hombre rico, en un gran automóvil. «Volveré siendo un gran payaso y conduciendo el mejor de los coches, madre, se sentirán orgullosos de mí». 

El ansiado encuentro le emocionaba más que cualquier otra cosa imaginada. Tantos años sin verse, sin saber nada el uno de los otros… ni tan siquiera unas pocas letras escritas en una carta. Albergaba deseos de estrecharles entre sus brazos y de charlar. No les iba a contar lo dura que había sido su vida, ni los trabajos realizados para subsistir. No quería hablarles de los feriantes con los que salió del pueblo y que lo abandonaron tras adueñarse de lo poco que llevaba; ni del hambre ni de las noches de frío durmiendo al calor de las jaulas de los leones; ni de la soledad a pie de pista intentando aprender de los grandes maestros; ni del miedo atravesando territorios inhóspitos. No quería decir nada del único amor que conoció, ni de la pequeña –esa nieta de la que hubieran estado tan orgullosos–, precipitándose al vacío mientras realizaba un mortal; ni del destino de destrucción que eligió su esposa, ni de que él la acompañó buena parte de ese camino… Fue su madre, el recuerdo de ella arreglando el huerto, el que le hizo abandonar esa caída desenfrenada hacia el infierno. 

Les diría que nada más llegar al circo vieron su alma de payaso, el mejor payaso del Circo Wonderland, el más famoso del mundo. También que fue feliz, que había cumplido su sueño, que era un gran payaso, que hizo fortuna, que ahora -ya cansado de esa vida- dejaba paso a otros y que regresaba para siempre.

Volvió a subir al auto. Apenas unos kilómetros les separaban. Paró en la plaza. No reconocía el lugar. Era un pueblo diferente, que conservaba el mismo nombre, sí, pero distinto. Pensó en que quizá la presa hubiera tenido algo que ver en el cambio del paisaje… Entró en un bar donde un joven troceaba una tortilla de patatas recién salida de la sartén. Se llenó de ese aroma tan extraño y de las voces, las risas, el humo del tabaco, el cartel taurino y los chorizos colgando de las paredes… Se aclaró la voz y preguntó por la casa de Andrés Bascuñana. Las palabras brotaron temblorosas como con miedo a errar su pronunciación. El camarero llamó a su padre, un anciano que jugaba al dominó. Era el tío Antolín; buen amigo de su familia. Lo reconoció al instante, aunque no se atrevió a decirle nada. Cuando el hombre le tuvo enfrente se ajustó los lentes y le observó con fijeza como intentando reconocer un rostro que no le resultaba ajeno. Se acercó al joven Andrés, le susurró algo al oído y ambos se sentaron en una mesa alejada de la barra.

Hablaron durante mucho rato y, al despedirse, ambos se enredaron en un abrazo largo como si lo necesitasen, como si lo hubieran esperado toda una vida.

El viejo se volvió hacia su hijo limpiándose las lágrimas que le caían de sus ojos cansados y le dijo que acababa de romper el corazón al hijo de su mejor amigo. 

El tío Antolín explicó a Andrés que su madre falleció al poco tiempo de él marcharse. Unas malas fiebres, según el médico, aunque en el pueblo siempre se rumoreó que fue de pena. Le habló de su padre, el viejo Andrés, de cómo no consintió en que la llevaran al camposanto y la enterró frente a su casa, en el huerto al que ella dedicaba la mayor parte de su tiempo. Le narró la construcción de la presa hacía nueve años y el traslado de todos los vecinos a la ladera izquierda, al pueblo nuevo. Le habló con inmenso cariño de su padre, y de cómo se negó a abandonar su casa y a su esposa, que no atendió a razones de nadie y que decidió atrincherarse en su hogar y esperar allí a que llegaran las aguas. Nadie pudo hacer nada por evitarlo porque, a pesar de que el alguacil lo encerró alguna noche en el cuartelillo del sótano del nuevo ayuntamiento, él los burló a todos y volvió al lugar al que sentía que pertenecía. También se emocionó al referirle que Bascuñana supo de su triunfo, que guardaba siempre todos los recortes de periódico en los que se hablaba de él; el mayor payaso de todos los tiempos: su hijo. Que convirtió el que fuera su cuarto en un altar lleno de fotos y noticias, y de lo orgulloso que siempre estuvo aunque nunca tuvo la ocasión de decírselo…

Andrés acababa de tomar su coche dirigiéndose de nuevo a la salida del pueblo. Por segunda vez se detuvo junto al mirador y observó las aguas bajo las que estaba sepultado su pueblo. Sonrió recordando la terquedad de su padre, referida en el encuentro con el tío Antolín, persiguiendo lo que creía de justicia. Apenas habían transcurrido dos horas desde su primera visita y en ese tiempo el paisaje le parecía que había adquirido colores más intensos. Un nudo como de estropajo se fijó en su garganta… Abrió el capó, se quitó la ropa que llevaba y se vistió con otra de colores chillones, el traje de clown utilizado el día de su última actuación. Pintó su cara de blanco y se dibujó una inmensa sonrisa de payaso. Era hora de volver a casa. Arrancó el motor de su flamante BMW, como un día prometió a su madre, aceleró y se entregó lleno de paz a las aguas. 

Por María Martín

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