sábado, 26 de abril de 2014

Granizadas

Una granizada de arroz cae sobre los recién casados. Todo el mundo se pregunta por qué Gonzalo ha tardado tanto en casarse, con lo guapo y buen chico que es. 

Paloma, la radiante novia, también se lo pregunta y aún no ha encontrado la respuesta. 

Julián está feliz porque por fin su hermano ha sentado la cabeza y cree que ha hecho una buena elección. Paloma es una chica mona, sencilla, joven y responsable, y está muy enamorada de Gonzalo. Aunque no sabe por qué, además, tiene una sensación como de sosiego, como si la espada de Damocles por fin no le  apuntara amenazante. Aparta ese nubarrón que  quiere  instalarse en su cerebro y busca a Irene, su mujer. 

Hace una barrida con la mirada buscándola. Todo el mundo está feliz,  unos sonríen, otros gritan viva los novios, otros se besan, otros se saludan en la distancia y allí en una esquina del patio de la Iglesia, ve a Irene. Está mirando fijamente la feliz escena, pero no sonríe, más bien llora, pero no con lágrimas, sino por dentro. Él la conoce bien y es ahora, al ver su cara, cuando comprende  todo.

Recuerda el día que se conocieron en el Retiro, hace ya quince años. Ella leía al borde del estanque, y él pasaba con su piragua cuando una ráfaga de aire le voló el alegre sombrerito que llevaba y cayó al agua. Julián lo recogió y ella le dio las gracias. Cuando se lo iba a entregar él retiró la mano y le dijo: “Te lo doy si aceptas tomarte un granizado conmigo, qué dices”. Ella se ruborizó en un instante y aceptó.

Julián entonces era un chaval de veintidós años, deportista y guapetón que había dejado la carrera para poner una tienda de deportes con la ayuda de sus padres. Conquistarla no fue difícil, intuyó todo lo que ella anhelaba y necesitaba, y con precisión de relojero fue colmando todas sus expectativas. Por aquel entonces, Gonzalo estaba en Londres trabajando y estudiando  pues quería poner en Madrid una academia de inglés. Irene lo conoció un año más tarde cuando ya había decidido casarse con Julián. Desde el primer momento los dos se llevaron fenomenal para satisfacción de Julián, pues su hermano, además de amigo, era muy especial para él. No se parecían en nada. Gonzalo era feliz entre libros, películas y viajes al campo, Julián gozaba con el deporte, la comida y las reuniones con colegas. Aunque Julián sólo era un año mayor siempre le había protegido y mimado, pues desde pequeño fue un niño tímido y con salud quebradiza.

Ahora recordaba lo cambiado que vino de Londres, lo bien que lo pasaron los tres yendo a conciertos, compartiendo vacaciones, noches de juergas y borracheras. También cae en la cuenta ahora de que toda aquella armonía y compadreo se quebró poco antes de la boda. De hecho, Gonzalo se fue a Inglaterra unas semanas antes de que se casaran. Entonces le molestó y le escamó que su hermano se fuera pero las dudas se desvanecieron cuando le hicieron socio de una escuela de idiomas en Londres.

Ahora ve a su mujer y el nubarrón se hace tormenta y la espada le abre en dos la cabeza y comprende todo. Se dirige hacia donde está ella y en ese momento se mezcla con los invitados y la pierde de vista. Se fija en su hermano y dirige su mirada hacia lo que él está observando. Es Irene que entra en el templo. Gonzalo se deshace del gentío y va tras ella y él tras ellos.

Se agazapa tras una columna y los ve mirarse a los ojos como a él le gustaría que le miraran, ella llora y él la abraza con ternura. Ella deshace el nudo de su abrazo y se dirige justo adonde está Julián escondido.

–Te estaba buscando, ¿estás bien?-dice Julián de la manera más neutra que puede, pero sus ojos son como fuego y le gustaría que ella no lo notara.
–Sí, cariño, perdona, es que me he emocionado y no quería que nadie me viera llorar- y de manera inconsciente mira hacia donde  ha dejado a Gonzalo, pero ya no está.

Julián sí lo sabe. Está escondido, detrás de sus sentimientos, detrás de una columna, huyendo de la evidencia, de la verdad.

–Vámonos a la calle, aquí parece que falta aire -dice Irene mirándole a los ojos y sintiendo que él lo sabe, que lo acaba de descubrir, y su cabeza parece un panal lleno de abejas zumbando y zumbando, y por un momento sus pies pierden apoyo, y siente como los brazos fuertes de su marido la sostienen sin decir nada.

Ella se aferra a esos brazos  como si fueran su columna vertebral sin la que su vida no sería posible.

Por Raquel Ferrero

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