lunes, 27 de mayo de 2013

Déjalo

No se me ocurre nada. Tengo que entregar el artículo esta misma tarde y la arena inunda el desierto de mi inspiración. Enciendo un cigarrillo y miro cómo las volutas danzan ajenas a mi apatía. Sigo lanzado aros al denso espacio de mi habitación y entonces compruebo, perpleja, cómo los anillos de humo se van uniendo y aliándose acaban por formar la palabra “déjalo”. El vocablo está escrito en letras minúsculas y entrelazadas. Pasados unos segundos se fusionan y por fin desaparecen.

“Déjalo”. ¿Dejar a quién, a qué? Lo que me apetece de verdad es dejar el artículo. Eso es. No tenía ganas de escribir, he encendido el cigarrillo y zas… allí estaba la  respuesta: “déjalo”. Pues no lo escribo y punto y final.

Pero no, no puede ser tan fácil.  ¿Y si sólo fuera fruto de la casualidad? El humo es como las nubes que se dejan moldear por la brisa; volubles, adoptan formas caprichosas que nuestra imaginación apadrina. Yo quería dejar de escribir y me he sugestionado y he leído la palabra que quería ver. Ya está, asunto arreglado.

Déjalo…dejar… ¿a él? ¿a ello? A él, dejar a Andrés. Puede ser, nuestra relación está cabeceando y puede acabar un día sin nombre y sin mediar palabra. A veces nos miramos y una sonrisa mecánica es lo único que nos aflora, de cariño, sí, aunque gélida y sin sustancia. Pero no lo voy a abandonar ahora porque el humo caprichoso haya dibujado unas letrillas en el aire.

Voy a encenderme otro, quizás el humo me dicte otra misiva y acabe por completar el enigma. La verdad es que me duele el pecho y cuanto más vacía está mi cabeza y más blanco el papel, más fumo. No entiendo la relación de: “como no se me ocurre nada enciendo un cigarro”. Tal vez la nicotina active mis tristes neuronas y las fustigue con su implacable decadencia.
Lo prendo, y evocando a esa Greta Garbo misteriosa y sensual,  expelo el humo lenta y suavemente, saboreándolo, acariciándolo mientras sale de mi boca entreabierta. El cordón gris asciende y juguetea con los muebles, con la lámpara, con el techo. No hay rastro de vocablo alguno. Vuelvo a inspirar profundamente y esta vez un pinchazo rejonea mi pecho y toso violentamente. La fumada sale despedida y va directamente al trasluz de la ventana. Allí, mágicamente, baila y me muestra otra palabra: “tabaco”.  Me dejo caer en el sillón y mis ojos vidriosos no quieren ver lo que ven, y mis pulmones obturados no quieren sentir lo que sienten y vuelvo a pegarle otra chupada  y ahora es cuando siento que algo se rompe y escupo más que expeler. Un hilillo rojo cae de mi boca sobre mi falda negra.

“Tabaco, déjalo”.  Ahora entiendo el mensaje. Cojo el móvil y llamo al 112.

-Vengan por favor, el tabaco me está matando. Juro que lo dejo.

Por Raquel Ferrero

domingo, 26 de mayo de 2013

San Martín

—¡Cago en to! —maldijo pateando el ladrillo puesto en pie, donde se apoyaba la fiambrera.

En la habitación a medio construir, todos reaccionaron dando un ligero respingo, mientras miraban curiosos cómo rodaba por el suelo la metálica tapa. Atrás, el recipiente medio volcado, dejaba ver en su interior una masa viscosa, aún burbujeante,  coloreada por unos ingredientes de los que se podía deducir, a todas luces, era ensaladilla rusa. Con sus guisantes, sus cuadraditos de patata y zanahoria, las fibras cortas y marrones que en su día pertenecieron a la musculatura de algún atún, y unos cuantos trozos rojos, que bien pudieran ser de pimientos morrones.

Cuando todos repararon en el contenido derramado por el suelo, irrumpieron en un estruendoso júbilo de carcajadas y chascarrillos que propinaron al propietario del malogrado almuerzo. El muchacho, mientras, parecía desconcertado ante su pequeño gran drama. Todo apuntaba a que aquel día sería de ayuno y penitencia.
Aniceto, guardameta inesperado de la tapadera rodante, depositó en ella dos torreznos bien hermosos, con su cantidad justa de magro, tocino, y porción de corteza que, aunque costaba cortar a simple tiro de diente, reconfortaba gustosa el paladar. Sentado cómo estaba sobre su banqueta de ladrillos —uno vertical a modo de pata, y otro horizontal haciendo de asiento—, no se levantó, sino que pasó el improvisado plato a su compañero de al lado, Salustiano, que, con menos miramientos que su paisano, descansaba sus recias posaderas sobre el mismo suelo aún sin pavimentar, protegido por la fina capa de una hoja de periódico, que no se sabía muy bien si era para no manchar de polvo el pantalón viejo de trabajo, o para proteger el sucio suelo de los pegotes de pasta y yeso pegados en la misma prenda.

Salustiano agarró el «plato» con su áspera mano aún manchada de yeso y pinchó, con la punta de la navaja, uno de los chorizos que no hacía muchos días colgaba en un varal del desván de su casa en el pueblo. Junto a ellos, unas ristras de longanizas y otras de morcillas dormían la paz de los inocentes, en la todavía por esas fechas, fresca estancia.

—Toma este poquino, hermoso, que hoy no te vas a quedar tú sin comer.

El joven se acercó hacia el fornido albañil mientras su cara comenzaba a dibujar una sonrisa de  satisfacción,  que intentó disimular  dando explicaciones al grupo  de cómo había puesto a calentar sin mirar el almuerzo; lo que provocó el efecto contrario al buscado, pues de nuevo apareció la chanza hacia tan desafortunado acto.

Él no solía parar a la hora de la comida con aquel grupo de albañiles, pero les pidió permiso aquel día para colocar su fiambrera sobre la parrilla en la que asaban un costillar adobado y media careta de cerdo, aliñada con un unte al aceite de oliva, hierbas, ajo y sal. Era el primer día después de las vacaciones de Semana Santa, y todos ellos habían regresado de sus respectivos pueblos con buena cantidad de viandas procedentes de la matanza que seguían haciendo por allí sus familiares. La contemplación de aquellos ricos manjares le trajo viejos recuerdos de la infancia, de cuando siendo aún bien pequeño acudía con su padre a la aldea de éste y ayudaban, junto a sus tíos, en la matacía en la que se embarcaban todos los inviernos sus abuelos, allá por San Martín.

Lo primero que acudió a su mente fueron aquellos colchones de lana, gordos como vacas, en los que uno amanecía succionado dentro de un pequeño cráter, con las mantas hasta la coronilla, pues fuera de allí,  incluso las ideas se congelaban. Los gallos del corral, aunque todavía a oscuras, llevaban horas llamando a despertar, sabedores, quizá, de que en el drama que se avecinaba, ellos no serían los protagonistas.  Bien temprano se encontraban ya todos desayunados, con café y rebanadas de pan frito. Hasta los pequeños tomaban aquellos días un café aclarado con abundante leche, pues la abuela no tenía ni Cola-Cao ni monsergas de esas —palabra comodín que usaba siempre cuando no quería saber, o hablar, de ciertos asuntos—. En una hoguera en el patio, y en el hogar de leña de la cocina, comenzaba a borbotear el agua caliente que no ha mucho rato habían traído de la fuente las tías y alguno de los primos mayores. Como en los calderos el agua, la sangre comenzaba a bullir por las venas,  conforme se acercaba la hora de la tragedia.

Siempre sucedía igual. Al chillar de los cerdos precedía un momento de calma inusual. Un silencio tenso, audible. En ocasiones, hasta en días lluviosos, la precipitación amainaba por unos instantes, esperando, pausada, el estruendo del degüello.

Casimiro, el hermano mayor de su padre, era el que siempre asestaba bajo la mandíbula derecha el criminal tajo. Los últimos lamentos del animal gorgoteaban ahogados en su propia sangre, que manaba sobre el terrizo. Y la abuela, como ama de la casa, batía y batía el rojizo humor evitando que se cuajara. Alrededor, grandes y pequeños, descargaban la tensión entre vítores y rezos: «Santa Susana, Santa Susana !qué salga la morcilla sana!»

Como caída del cielo, Nemesio, otro de los albañiles, le añadió una estupenda morcilla de cebolla. «Vamos. Come. Que hay comida de sobra» Le conminó al peón. Levantó la mirada y vio un rostro amable, grande y colorado, bien afeitado.

Viajó de nuevo hasta su infancia y contempló al gran marrano dentro del bación. Ayudada de una cazoleta metálica, tía Custodia, lo escaldaba con agua hirviendo, mientras dos de los hombres restregaban enérgicamente con toscas piedras la sonrosada piel de la bestia, que adquiría por momentos tonos limpios y brillantes. Igual que aquella cara que ahora le sonreía. «Muchas gracias, Nemesio», contestó. Y siguió engullendo su particular matanza; y recordando.

Lo que le esperaba ahora al pobre bicho era algo más cruel y menos vistoso. Terminado de rasurar y limpio, se volvía la artesa y se situaba encima al cochino. De nuevo Casimiro entraba en acción. Con un cuchillo algo más corto que el primero, pero más afilado, rajaba la panza del animal de punta a punta. Vísceras y mondongos surgían del interior aún humeante y caliente. El ambiente se volvía pastoso, entre agrio y dulzón. Y en la cabeza y en el estómago de cada cual  se removían las conciencias y otras cosas. A prima Custodita siempre le pasaba igual: se abalanzaba tras el  pozo y vomitaba el claro café matutino. Para cuando regresaba a su ser, jamones, chuletas, lomos, y todo el conjunto, aún sin destajar, colgaba cabeza abajo esperando el tiempo marcado para el oreo.

A la vuelta del trabajo, la mujer de Brígido estaba algo consternada; después de la metedura de pata con la comida de su marido, no las tenía todas consigo.

—Perdona, cariño, me confundí esta mañana. Te puse mi fiambrera en tu bolsa; en vez de la tuya. ¡Habrás comido fatal! Con lo poco que te gusta la ensaladilla...

—No. No importa. Por suerte me di cuenta a la hora del bocadillo y ya me apañé yo pa la comida.

 
Por José A. Sánchez


Angélica

Estimada y lúcida dama de insondables respuestas: disculpa que interrumpa un momento de tu tan arduo trabajo, pero anoche vi una imagen que me ha conmocionado. Como bien sabes, soy bastante curioso y me gusta ver qué se cuece en Facebook; por eso todas las noches entro en mi página antes de acostarme. Te adelanto, no he dormido nada. Tampoco he podido levantarme en mitad de la madrugada como habría necesitado, tenía miedo de despertar a mi mujer y que me encontrara en el estado de inquietud que aún me embarga. La causa de mi desasosiego es algo que no consigo explicar, así que paso a relatarte los hechos. 

Si bien somos buenos amigos, nunca hemos podido intimar lo suficiente para hacernos confidencias de nuestras vidas pretéritas, quizás nunca se dé el caso, pero ahora he de preguntarte algo que considero muy importarte. Ayer curioseé en el enlace de tu última entrevista, pero después de verte y seguir tu mirada hacía el entrevistado, me quedé a mitad de camino porque, desde el otro lado del cristal de la cafetería, vi la figura de un fantasma observándote. Su actitud desinhibida y de descaro, que no iba mucho con ella, me hace suponer que podía ser conocida tuya o alguien de tu equipo, y por ello necesito saber si pudieras darme razón de ella. Incluso te diría más; su imagen es exactamente igual a la de una fotografía, la única que conservo de ella después de que una furia incontenible tras su pérdida me hiciera destruir todo aquello que conservara su imagen, su aroma o su presencia.

Dado mi estado de ánimo, necesito comentarte que esa mujer fue mi primera pareja. La primera mujer que me miró como un hombre, la que me hizo sentir qué era vivir, la que me dio a conocer un antes y un después de su calor, la que me brindó esa entrega total de la persona y del alma. Por ella recorrí medio mundo, o quizás todo él detrás de su sombra, de su verde mirada como ventanales a la campiña inglesa. Fue ella misma la que una vez conseguí reencontrar en la parte más alejada del planeta para verla morir en mis brazos, donde exhaló el último suspiro y la luz de sus ojos se apagó para siempre. Ella me lo dio todo y todo me lo quitó el destino.

Por favor, es perentorio para mí que me des alguna razón de ella. No hay lugar a dudas, es la mujer que te mira tras el ventanal del Café Comercial en la última entrevista que has subido a Facebook.

***

No he tenido tiempo aún de comprobar tus palabras, ahora te contesto a través del móvil, pero no te preocupes, seguro que es un error y tiene alguna explicación racional. En cuanto llegue a la oficina lo veo y te respondo.

***

Estimado Miguel, no puedo comprenderlo, por más que miro y remiro las fotografías de la entrevista, no logro encontrar la imagen que me indicas. Bien es verdad que la realicé hace unos días en el Café Comercial, en una de las mesas que están junto a las cristaleras de la calle, pero en ninguna de ellas, en ninguna, aparece mujer alguna mirando hacia el interior. De hecho, he intentado hablar con el fotógrafo, que no es el habitual, sino un suplente que contratamos pues Rafael lleva unos días sin aparecer por la redacción y tampoco he podido contactar con él. Lo seguiré intentando y en cuanto lo consiga y me mande la relación completa de las imágenes de la entrevista,  me pongo en contacto contigo. No creo que tarde mucho, Gabriel es una persona muy concienzuda y responsable, seguro que nos podrá ayudar a solucionar el misterio.

***

Estimada dama de esperada luz, no creo que haya nada que me pueda desviar de la desazón que me invade. Era Angélica, sin duda. Angélica, estoy seguro. Te tengo que dejar ahora, está sonando el móvil. ¡No puede ser!  ¡Es ella!

Por Luis C. Castilla

viernes, 24 de mayo de 2013

No se te ocurra hacer lo que estás pensando

La cara de estupefacción que debí poner no le pasó inadvertida a Bernal. Cuando la noche comenzaba a ponerse interesante y yo empezaba a encenderme, llegó el mensaje a mi teléfono. Lo saqué del bolsillo derecho del pantalón y leí el texto: “No se te ocurra hacer lo que estás pensando”.

Esa mujer es el mismo diablo. Cada vez que he intentado alguna aventura amorosa ha ocurrido lo mismo. Conseguía que desistiese de mis objetivos. Pero, ¿cómo podría ella saber lo que hacía?

No lo puedo remediar, lo reconozco. Las mujeres me fascinan. Mucho mejor si no superan los treinta. No es complicado conseguir trofeos dentro de la empresa. Es mucho el personal en prácticas y muchos los que, por mantenerse en plantilla, realizarían acciones poco decorosas. A pesar de mis casi cinco décadas de existencia, el físico me acompaña y mantengo intacto  el don de gentes.

Hace tres meses, un martes por la noche, que todo el personal había desaparecido antes de lo previsto, quizás por aquel partido tan importante, quedamos en mi despacho Valverde y yo. Esa minifalda. Aquellas medias negras de rejilla. Su sonrisa insinuante. Mis dedos jugando a las damas entre los rombos de sus piernas. A punto de lanzarme sobre ella… ¡Zas! El mensaje: “No se te ocurra hacer lo que estás pensando”. La pasión se esfumó.

Hará más o menos un año. A la salida del trabajo. González, una niña bien, coleccionista de títulos postgrado, me invitó a una copa en su coqueto apartamento. Después de varios tragos comenzó a calentarse el ambiente. Cuando empezábamos a juguetear y ya estaba a punto de explosionar, de mi bolsillo salieron los pitidos amenazantes. El mismo aviso de siempre. El termómetro se desplomó.

La primera vez que recibí el aviso fue hace dos años, un lunes. Me había costado convencer a Rubio para que tomara una cerveza a la salida. El primer día que apareció por la oficina, con el clásico traje de chaqueta gris, por debajo de las rodillas, sin duda prestado, y esa turbación que iluminaba su bello rostro, me propuse seducirla. Me costó casi los tres meses del periodo de prueba. Después de varias cañas, conseguí que empatizásemos. Buscamos una mesa apartada. Leía las líneas de su mano mientras me aproximaba a ella. Empecé a excitarme como con ninguna, hasta que, desde el bolsillo del pantalón, una vibración me avisaba de lo que no debía hacer.

Odiaba a la madre de mi mujer. Me había calado desde el primer día, al contrario que la ingenua de su hija. Varias veces me había amenazado con desvelar mis propósitos delante de todo el mundo y darme un escarmiento. Siempre he pensado que me había estado espiando y enviándome aquellos persuasivos mensajes. Como cuando empezaba a desatarme con Rubio, Valverde, González y con tantas otras aspirantes a contrato indefinido. Pero ahora algo me ha descabalado del todo, con Bernal, ¿por qué?, si mi suegra llevaba dos meses fallecida.
Por Vicente Briñas

jueves, 23 de mayo de 2013

Es imposible

La llamada que recibió aquella mañana fue el inicio de una serie de despropósitos que iban a alterar la rutinaria vida de Modesto Peláez.  Minutos antes de salir para dirigirse a su trabajo, sonó el teléfono. Pensó que sería una de esas llamadas comerciales que incordian a cualquier hora.

- Buenos días, le llamo del taller, quisiera hablar con D. Saturnino Santos para decirle que ya tiene arreglado el coche -exclamó una voz al otro lado de la línea.

- Se ha equivocado, no vive aquí –contestó.

- Pues el teléfono que tengo anotado es el que estoy marcando. Perdone.

Modesto colgó, molesto por hacerle perder unos minutos cruciales para coger el próximo tren. Llegó a la oficina a la hora exacta, fichó, se sentó en su mesa y se dispuso a encarar un día exactamente igual a los anteriores y posteriores de su tediosa vida. Cuando acabó la jornada, llegó a casa, enchufó la tele y, cuando se disponía a ver su programa favorito, llamaron a la puerta.  Al abrir, un mensajero le indicó que traía un paquete para Saturnino Santos.

Irritado, Modesto le vociferó que allí no vivía ese señor y que la próxima vez tuviesen la delicadeza de comprobar las direcciones. Cerró de un portazo.

No entendía lo que estaba sucediendo. Un error es posible, pero dos son improbables según las leyes de la lógica y la estadística.
Esa noche no durmió bien. Quizá se tratase de una broma urdida por alguno de sus escasos amigos. Eso sí, de mal gusto. O la venganza de algún compañero con el que había tenido algunos enfrentamientos.

Al día siguiente, intentó olvidar lo sucedido. A media mañana, recibió una llamada del banco en la que se solicitaba la presencia inmediata de Saturnino Santos en la sucursal bancaria ya que su cuenta corriente se había quedado sin saldo. Espantado, colgó el teléfono y tras unos minutos de zozobra interior, bajó al cajero de la oficina para comprobar si su cuenta estaba al corriente.

Lo que descubrió le dejó sin habla: varias anotaciones de salidas de fondos habían acabado con los escasos ahorros que iba acumulando para irse de crucero el verano.
Alegando que se encontraba mal, se fue a casa para recoger la documentación y dirigirse al banco.

Al introducir la llave, le extrañó que no estuviera activado el doble anclaje, porque siempre se aseguraba de cerrar bien la puerta, lo que le produjo una incertidumbre que se disipó cuando entró en el salón, y allí un sujeto lo interpeló alarmado.

- ¿Quién es usted? ¿Cómo ha entrado?

– Soy Modesto Peláez, el dueño de la vivienda y quien tiene que preguntarle a usted qué hace en mi casa.

- Me llamo Saturnino Santos y vivo aquí.

Modesto sufrió un desmayo en ese momento y cuando se despertó en la sala de urgencias, encontró una nota sin firma en la almohada que decía la vida no es tan aburrida a veces.

Carmen Alba


miércoles, 22 de mayo de 2013

Espacio, tiempo y narración

El espacio

Corresponde al lugar o los lugares donde transcurren los acontecimientos en un tiempo determinado. No obstante, el espacio narrativo no sólo abarca los lugares físicos en los que transcurre la acción, sino que, también, la atmósfera espiritual que se crea en la obra y el ámbito social en que se desenvuelven los acontecimientos.

Espacio físico o escenario
Es el lugar o los lugares concretos y determinados donde ocurren los hechos. Puede ser un espacio abierto: natural, urbano, rural, marítimo, etc., o por el contrario, un espacio cerrado: el interior de una casa, un cine, un bar, una escuela, etc. Este tipo de escenario se presenta mediante pasajes descriptivos, en los cuales, se detiene la acción narrativa.

Espacio psicológico
Es la atmósfera espiritual que envuelve a los personajes y a toda la acción, según los conflictos que se planteen: amor, violencia, odio, venganza, desilusión, soledad, etc. Por ejemplo, un clima de soledad e incomunicación condiciona el comportamiento de los personajes y define las características del acontecer.
La observación del espacio sicológico o atmósfera que presenta una obra determinada, nos permite apreciar cabalmente el extraordinario poder que posee la palabra literaria.

Espacio social
Se refiere al entorno cultural, religioso, económico, moral o social en el que se desarrolla la acción narrada. Los personajes tienen un nivel intelectual, cultural; pertenecen o se agrupan en sectores sociales y manifiestan determinadas ideas religiosas o políticas.

 
El tiempo

El tiempo adquiere un valor diferente, según se trate de un relato real o imaginario, ya sea realista o fantástico. El tiempo puede referirse a un hecho histórico, al origen en que se cuentan los hechos o bien al tiempo real del lector. El tiempo ficticio es diferente al tiempo real.

El tiempo de la historia
Corresponde a la presentación en un orden lógico y causal de los acontecimientos del relato, en otras palabras, se refiere a la sucesión lineal de los acontecimientos tal como se encadenan en la realidad. Asimismo, se utiliza el término fabula para referirse a esta reproducción cronológica y ordenada de los hechos en el texto narrativo.

Tiempo del relato
Es la disposición estética del acontecer en la narración. El narrador dispone arbitrariamente el orden de los acontecimientos. El narrador organización estética de el tiempo de la historia, instaurando una temporalidad artística. De esta forma, encontramos una serie de técnicas que permiten ordenar estéticamente el relato, las que veremos posteriormente.

El tiempo referencial histórico
Se refiere al tiempo real en que se ubican los hechos narrados. Por ejemplo, en el poema del Cid, sería el siglo XII; época medieval de la monarquía. Por otra parte podría aludir al tiempo del escritor, es decir, al contexto social y cultural en que se produjo la obra.

 
Disposición de los acontecimientos

Se refiere a las alteraciones en la temporalidad de la narración, en otras palabras, nos referimos al tiempo del relato y las técnicas que permiten una presentación estética de los acontecimientos. De esta forma, aparece la anacronía, una ruptura temporal en la narración y aparece cuando el relato se detiene instantáneamente y se introduce un hecho nuevo con una cronología distinta a la que exige la lógica causa – efecto.

Existen dos formas de anacronía:
Analepsis: Es una retrospección. Se vuelve al pasado y se relata un hecho anterior al tiempo del acontecimiento principal.
Prolepsis: llamada también prospección o anticipación, alude a la mirada del narrador hacia el futuro, es decir, se narra un hecho que ocurrirá después del tiempo del relato.

Finalmente, los hechos podrían seguir un orden cronológico o un desarrollo lineal, pues se quiere privilegiar el desenlace y la relación causa – efecto de los acontecimientos, esto es lo que se conoce por ab ovo que significa 'desde el huevo'.

Por otro lado, si un relato comienza por un hecho ubicado en la mitad de la historia para luego retroceder, se denomina in media res que significa 'en la mitad de las cosas'. Por el contrario, si el interés está centrado en el acontecer, se podría empezar por el desenlace in extrema res que significa 'en el final de las cosas'.

lunes, 20 de mayo de 2013

La luz en tus ojos

Luz acaba de recibir un mensaje de texto que reza: “Le ha sido concedido el primer premio de Poesía Ciudad de Almanzora. En breve nos pondremos en contacto con usted para concretar los detalles. Le recordamos que ha ganado tres mil euros. Enhorabuena.”

Luz no entiende qué significa la misiva. Es cierto que ella escribe de tanto en tanto poesía, pero jamás ha compilado sus poemas ni, por supuesto, ha enviado ninguno de ellos a concurso alguno. Con lo cual la perplejidad inicial da paso a la incredulidad y le hace pensar que se le ha enviado por error, y que la agraciada con el premio se ha quedado sin saber la buena noticia.

Acto seguido escribe un mensaje al remitente y le notifica que debe ser una equivocación, que comprueben bien los datos del premiado. A las dos horas le escriben de nuevo:” Sra. Luz Alba de Dios, hemos revisado los datos y nos consta que son correctos, pero aún así, le enviamos algunos de sus poemas por si usted los reconoce”

Sobrevivo sin vivir en mi
Y tantos desahucios veo
Que bebo porque no puedo (+)
-----------
Torbellinos de palabras
Remolinos de ideas
Haced un poema ya
Que todo esto me marea

Efectivamente, Luz reconoce estos poemas y no entiende cómo han podido llegar hasta el concurso. Está claro que alguien los ha mandado por ella. Pero quién. Tiene escasos amigos y, desde que se quedó sin empleo, sin novio y sin casa no le quedan ganas de escribir ni de prodigarse en actos sociales. Vive en una casa compartida con tres chicas más y apenas las ve y mucho menos saben de su afición a la poesía.
Empieza a rebobinar en el tiempo y recuerda que estos dos poemas son de hace tres años, cuando aún vivía en su chalé de Navalcarnero. Ahora cae en la cuenta de que, Jonás, aquel señor mayor que se dedicaba a arreglar los jardines de toda la comunidad, siempre que la veía escribir la arengaba para que le leyera unas estrofas. Ella, complacida porque Jonás le inspiraba ternura, le leía los poemillas y él se regocijaba y la alababa sobremanera.

— ¿Por qué no los publica, señorita Luz?, son muy bonitos -le decía.
—Que no, Jonás, que son tonterías que se me ocurren.
—Debería, señorita, se entienden muy bien, hasta yo sé lo que quieren decir.

Era encantador, pero ella piensa que, aunque Jonás sabía de la existencia de ellos, no había podido copiarlos, pues jamás entraba en el interior de los chalés y no tenía las llaves de ninguna de las casas. También piensa que su exnovio, Javier, pudo duplicarlos y, al cabo del tiempo, haberlos mandado al concurso. Pero Javi ahora estaba en otra relación, esperando un hijo y pagando una superhipoteca, con lo cual no cree que tenga la mente ni el alma ocupada en ayudarla a ella, a la antigua,  a la que le abandonó por la bebida y por un borracho fanfarrón que la arrojó a los suburbios de la dignidad.

Dos días después recibe una llamada de los organizadores del evento notificándole que el acto de recogida del galardón se realizará una semana después, en el parador del bonito pueblo de Almanzora.  La invitan a pasar una noche en él y a la comida posterior a la entrega del premio.

En esta semana trata de averiguar el paradero de Jonás. Tras muchas llamadas fallidas, da con el teléfono de su hermana y puede hablar con ella. Esta le comunica que su hermano ha fallecido hace dos días en la residencia donde desde hace dos años estaba alojado. Le comenta que tenía cáncer y que se fue apagando poco a poco, que lo llevaba con resignación  y que hasta el último momento ha estado lúcido y tranquilo.

Luz, apenada, no sabe qué pensar; tenía el pálpito de que había sido él. Cómo lo habría hecho se le escapaba; pero ahora, después de saber su final, duda de su intuición.
Por fin llega el esperado día y todo transcurre según el programa. Recibe el librito con sus poemas elegantemente encuadernados, el cheque, los aplausos, los halagos y por último un bonito ramo de flores silvestres con una nota. La responsable de la organización le dice con la mirada que no son ellos los que se lo envían. Luz lee la nota y las lágrimas le ahogan:

Querida  niña, yo sabía que tus versos valían la pena, por eso los memoricé y anoté. Siento  no  poder estar allí para  ver la  luz  en  tus ojos. Jonás

Por Raquel Ferrero

Los invisibles

Los invisibles
Hijo estudia, no dejes de estudiar
Nadie  te  ve  cuando estás abajo
Nadie te mira cuando no eres nadie
Pero si llegas a ser alguien
No mires hacia arriba
Inclina tu cuello agradecido
Contempla a los invisibles
Obsérvalos, escúchalos
Tienen historias increíbles que contar
Regálales una sonrisa
Una palabra amable y sentida
Ellos reconocen lo auténtico
Pero si aún así no eres nadie,
Canta
Que la música conoce el camino
De vuelta
Te conduce al núcleo
De donde vinimos
Donde todos éramos polvo
De la misma estrella
Canta, canta, porque tampoco
Te oyen
Estudia, hijo, XD, y si no
Canta, no dejes de
cantar

Por Raquel Ferrero

A los poetas de la rima y la cocina

La cocina se aparece como el colmo de lo fino.
He mirado en la despensa, hay lentejas y comino;
de beber no queda nada, solo un tinto y viejo vino.
Volveré a mirar despacio en armarios y alacenas,
por si hubiera algún tocino…
Hoy la cena se compone de lentejas y buen vino,
disculpen los comensales si no pongo aperitivo,
ya mañana en el colmado buscaré como es debido.
Si repetimos la cena a Luis Car yo se lo digo,
él tendrá una solución ¡y a cenar como es debido!
En cocina nos metemos, esto sí que es un lio.
Todos tienen en la mano la cuchara y el cacito,
en la mesa el plato ponen mientras se hace un cocidito;
los garbanzos en remojo a Vicente se los pido,
Esther en su nueva casa con las vistas ya ha comido,
los demás ya ni se asustan, es terreno conocido. 
Si en la cocina se juntan,  ¡diantre! , ése si  será un buen lío,
discutiendo de recetas no hay que darse por vencido.
No se puede descubrir quién ha aliñado la sopa
con sabor y olor tan fino, pues todos  se desentienden
y responden no haber sido.
¡Insensatos! Que todos nos conocemos y se espera un desatino.
En verdad no se produce, si que hay risas y buen vino.
Yo, señores ,no les dejo, solo digo ¡me he perdido!           

Por Mayte Espeja

Una noche

Te he soñado esta madrugada,
Sierpe teñida de calamar,
pautada ...

Bon Jovi, Guns’n’roses, Scorpions, Supertramp
Nick Kershow, Tom Waits, Peter Frampton, Prince
Spandau Ballet, The Human League, Dire Straights
Camel,  Caravan, Gwendal, Caldera.
The killers, Abba, Aha, Hoobastank.
Maroon 5, Slade, Sweet, Metallica.
The Script, The Fry, Snow Patrol, Duran Duran
Los Secretos, Nacha Pop, Rebeldes, Fangoria
The Cars, The Boomtown Rats, Inxs, Fleetwood Mac
The Water Boys, Earth, Wind and Fire.
La Unión, La Oreja de Van Gogh, la Frontera
En Tierra de Nadie

He visto amanecer y nubes que danzan,
Bailé tu silueta, tu piel tibia, dulce, clara.
Escuché…
Por Luis C. Castilla

Volver

Quise volver al lugar donde se forjó mi infancia
Aspirar el mismo aire que entonces respiraba
Recorrer viejos campos preñados de nostalgia
Atravesar laberintos de calles empedradas

Quise cegar mis ojos por la luz de las fachadas
Arrullar mis oídos con el ritmo del agua
Acariciar las flores sin dañarlas
Saborear unas moras en su punto arrancadas

Tan sólo encontré yermos páramos
Y cauces sin agua
Colmenas de adosados en vez de casas encaladas
No hallé vetustas piedras, sino calles asfaltadas

Me alejé del lugar sin volver la mirada
Si el pasado no vuelve, pero sí la añoranza
Es mejor mantener la memoria intacta.

Por Carmen Alba

Deseo de salchichas frescas

Una  cebollita roja,
esa,
pocha tierna y transparente.
Májame ese diente de ajo
con esa ramita verde,
para luego.
Ahora toca nuestro turno.
Corta,
córta en trozos de a pulgada
y haznos danzar en la olla
patinando en la pochada,
con salero.
Unas patatas gallegas,
blancas,
uniformes y redondas,
no las cortes, rómpelas,
y que bailen con nosotras
sobre el fuego.
Aplica caldo hasta cubrir.
Sal,
pimentón, laurel, pimienta,
una pizca de azafrán,
remuévelo con cariño
a fuego de no exagerar,
y al coleto.
Por Vicente Briñas

Encuentro en la ermita

Estimado lector, después de la precipitada salida de los Madriles, regresé a mi refugio de juventud, lugar donde soy conocido por mi nombre de pila y no por un pseudónimo como es el caso de la capital.

Aconteció que, sumido en cavilaciones de los  últimos y azarosos días, y sin vislumbrar los hechos que iban a acaecer entonces, caminaba por el prado de Melquiades, cuyas frisonas dan la mejor leche de todo el valle, cuando  me encontré con un espectro en forma de mujer. No quiero decir que aquel ser de aspecto tan saludable acabara de regresar del averno, y mucho menos con aquellas mejillas tan sonrojadas, sino que era la viva imagen de Sisenanda, mi amor de juventud, a quien tuve la desgracia de acompañar en su último viaje al camposanto. Escapé de su sonrisa espantando vacas y libélulas hasta el recodo del árbol tronchado donde empieza el camino de la ermita.

Sólo la contemplación del valle con su centón de tonalidades verdosas consiguió que el sosiego se me implantase en el alma y amilanase mi taquicardia. Extendidas por prados las lenguas de colores, vislumbré la paz, el sosiego y la vieja iglesia consagrada a la virgen, patrona del valle, Ntra. Sra. de Valvanuz.

Antigua, de oscura piedra y fervorosas campanas, emergía sobre la hierba como un bajel que se desplazase sobre las olas. Rodeé su muros y, sobre ellos, el silencio roto por el viento que refrescaba sus piedras. Al llegar junto a sus macizas puertas de roble, me percaté de que los pájaros habían dejado de gorjear en la algarabía de sus trinos.  Nada escuché entonces salvo la resistencia de las bisagras al empujar la puerta. Quedó ante mí franca la entrada, y el interior, oscuro por la contundencia de sus sillares, se iluminó tenuemente a la vez que proyectaba mi alargada sombra hasta el atrio. Avancé unos pasos hasta situarme frente al altar.

La puerta se cerró de golpe y ahora sí, aislado del exterior, pude escuchar unos gemidos al fondo, tras el retablo. Caminé decidido pero con la discreción de estar en lugar sagrado, midiendo los pasos y el ruido que ellos provocaban. Frente a mí, en el suelo, pude ver como tres personas realizaban un juego amatorio que no sé si soy capaz de describir. Sobre una manta extendida en el suelo, un cuerpo desnudo formado por tres pares piernas y de brazos conformaban una extraña bestia de deforme aspecto y placenteros sonidos.

Espantado por aquella visión, salí de allí presuroso y me dirigí a casa de mi amigo Expedito Raudez, el cual nunca llegó a emigrar a la ciudad, dando yo por descontando el disgusto que había de darle.

–¿Qué te pasa, Ampuloso? Parece que acabaras de ver un fantasma. Bueno, respira. Siéntate un momento que te voy a traer un vaso de agua y ahora me cuentas.
–¡No te vas a creer lo que he visto! En la Ermita, detrás del altar, en el suelo, desnudos, creo que eran tres.

–Ah, bueno, no te preocupes por eso, el párroco de antes era un flojeras, pero éste está hecho un toro. ¡Hay que ver la salud que tiene! Vamos que se lo rifan.

 Aquella respuesta acrecentó aún más mi desconcierto, las palabras me faltaban y no sabía qué pensar. Al final, después de un largo silencio de ambos, acerté a decir:
–Hay que ver, Expedito, cómo ha cambiado el campo.
 
Por Luis C. Castilla

domingo, 19 de mayo de 2013

Habemus Papam

La party en casa de los Ybarra finalizó bien entrada la noche. Lázaro Santana bebió más de la cuenta y fueron su esposa, Eva, y el joven Judas Ybarra los que –en volandas, puesto que no se mantenía en pie– le introdujeron en el coche.

–Le ha trastornado lo de la dimisión del Papa –se excusaba la mujer ante los asistentes.
–No sé lo que me ha pasado –repetía una y otra vez el contrariado marido.

Lázaro era un hombre pío, tranquilo, poco interesante para su esposa, ferviente católico y admirador a muerte del Papa Benedicto. Por eso, tras la renuncia del Sumo Pontífice, a nadie le extrañó que –consternado como estaba– hubiera empinado el codo con desmesura. Es más, supieron excusarle.

Una vez en casa, Eva lo desvistió y lo metió en la cama, mientras Lázaro se hacía de cruces disculpándose una y otra vez por el monumental curda que se había pillado. En pocos segundos quedó atrapado por un profundo sueño.

A la mañana siguiente le despertó un inmenso dolor de cabeza. Estiró el brazo buscando el cuerpo de su esposa sin encontrarlo. Estará en la ducha, pensó. Se giró hacia el despertador y comprobó con estupor la hora…

–¡Dios..! ¡Dios..! Las doce y media. Esto no puede ser… ¡Eva! ¿Cómo no me has despertado antes?.. ¡Diooooos!.. ¡La reunión con Ybarra!

Lázaro se levantó de la cama a toda prisa y cuando quiso dirigirse al baño, dos hombres –ataviados con yelmos–  le cerraron el paso al compás marcial de sus alabardas.

–No puede salir, señor. La Curia está deliberando.
–¿Cómo que la Curia? ¿Qué hacen ustedes aquí? ¿Qué está pasando?.. ¡Evaaaa!

El hombre pío achacó la situación al exceso de cavas y a la no metabolización de los mismos por su organismo. Se tendió en la cama, tapó sus ojos con ambas manos y tomó aire profundamente; no en vano era un hombre tranquilo. Dejó pasar unos minutos y, desde esa misma posición, comenzó a retirar las manos lentamente de sus ojos. Creyó que se había vuelto loco cuando advirtió, en el techo de su habitación, los frescos de la Capilla Sixtina. ¿Dónde estoy, Dios mío?, pensaba. En ese momento empezó a escudriñar con más atención la habitación en la que se encontraba. No era la suya; bueno, sí lo era pero estaba diferente. Había cuadros de cardenales colgando de todas las paredes. Algunos rostros le resultaron conocidos. También su vista se topó con sendos tapices de San Pedro y de San Pablo; se santiguó dos veces con fervor católico. Las cortinas eran oscuras, de terciopelo carmesí y, a través de la ventana, contempló como una chimenea de cobre expelía un humo negro, tan negro como la pez. Permaneció inmóvil intentando hacer uso de su razón.

En el lugar donde minutos antes había dos alabarderos yelmados con plumas rojas, ahora se encontraban cuatro y ataviados con el uniforme de la guardia vaticana. El ferviente católico intentó zafarse de los cuatro pero resultó inútil. Comprobó que estaban bien entrenados porque a cada movimiento sospechoso de éste procedían a cuadrarse, juntando sus lanzas y a cerrarle el paso. Y así una y otra vez.

En la mesita de noche había una tetera de plata vieja, desconocida para él, junto a su taza de desayuno; la que se trajo de su luna de miel en Cancún. Se sirvió una infusión y se la tomó de un trago. Invadido por un tremendo sopor decidió tumbarse. Entre sueños vio pasar, alrededor de su cama, a decenas de cardenales –vestidos de color púrpura– caminando en parejas y conversando en latín. El admirador a muerte del Papa Benedicto se abandonó a Morfeo con la confianza de que todo se tratase de una alucinación, producto de su trastorno por la dimisión de su querido Papa unido a una grave intoxicación etílica.

Amaneció. La luz del nuevo día se coló entre los cortinones. El hombre tranquilo abrió  los ojos y comprobó que, frente a su cama, ahora eran ocho los lanceros con los mismos yelmos pero con plumas blancas y rojas. Lázaro, presa del pánico, comenzó a reírse como un endemoniado. Se subió en la cama intentando zafarse de la guardia por un hueco; le cerraron el paso. Se dirigió a la ventana para abrirla y pedir auxilio y se lo volvieron a impedir. Se metió debajo de la cama y dos guardias, uno de cada brazo, lo sacaron de muy malos modos.

Se incorporó y se lanzó al cuello de uno gritando como un poseso. El compañero de éste abrió la mano y le estampó la bofetada del siglo. Lázaro cayó hacia atrás inconsciente quedando de nuevo derrumbado en el lecho.

Algunos días más tarde, Lázaro Santana dejó de preguntarse por qué el Vaticano en pleno se había colado en su habitación; bien lo sabía. Mantuvo conversaciones con varios guardias y con el propio Camarlengo, que hasta le escuchó en confesión, y volvió a ser el hombre pío y tranquilo de siempre que pasa las horas mirando, a través de su ventana, el humo negruzco de la fumata. Se ha acostumbrado al té.
La guardia suiza y la cohorte de cardenales se han ido retirando poco a poco. Lázaro lo entiende perfectamente; tendrán otros menesteres que cumplir. Los despide, uno a uno, con una bendición. En la habitación tan sólo queda ya una persona con él, el último alabardero, que acaba de echarse la mano al bolsillo del pantalón y coge su móvil.

–¿Doña Eva? Todo listo. Ya se marcharon los últimos actores… Falta desmontar las cortinas, despegar los techos sixtinos, los tapices, los cuadros, la chimenea y me voy… Sí, señora, sí, aquí está el pobre mirando por la ventana… Todas las tisanas, sí, sí, sin rechistar… Con las veinticinco gotitas, como me dijo don Judas… Hoy se ha vestido de blanco y se ha colgado al cuello un crucifijo, que le pidió a un cardenal. Ha dicho que hoy puede ser el gran día… Ahora está muy callado, creo que reza el Rosario… Sí, sí, señora, pasa las horas sentado en la cama o arrodillado; no da problemas… No creo yo, doña Eva, que eso esté bien… ¡Ah, bueno!  Si lo dice el señorito Ybarra, no hay objeción por mi parte… Llamo a mi compañero y ahora mismo le cambiamos el color del humo; le añadimos un audio de aplausos y vítores y asunto resuelto… Entonces, ¿llamo al SamuSocial?... ¡Vale!, que ya se hace cargo usted… Perdón, se me olvidaba, ha habido algunos gastos extras en la preparación del atrezo que… Ok. De acuerdo, lo incremento y le envío la nueva factura a don Judas Ybarra… Un placer trabajar con ustedes y cuando quiera ya sabe donde estamos… Buenos días, señora.

El humo comienza a blanquear y el clima de silencio se ve roto por enfervorecidos gritos y aplausos. Lázaro Santana abandona sus plegarias. Acaba de ver la fumata blanca. Se incorpora con los brazos abiertos mostrando sus palmas, gira su cara, rebosante de lágrimas, hacia el último alabardero suizo y –mientras se dirige a abrir la ventana– con un hilo de voz, apenas perceptible por la emoción, comienza a repetir: “Habemus Papam, Habemus Papam”.
Por María S. Martínez

sábado, 18 de mayo de 2013

El sastre del Vaticano

Adamo Pianezza vio la luz en 1944, en la pequeña ciudad de Rívole, en las proximidades de Turín.  Su padre, miembro de una logia masónica, poseía una pequeña sastrería en dicha localidad piamontesa. Al poco de superarse la mitad del siglo, se trasladó la familia a Roma, donde, con los ahorros de mucho trabajo, se establecieron en la calle Marco Polo, muy cerca de la Puerta de San Paolo.

Transcurrió su edad escolar en el Colegio Romano de la Santa Cruz, perteneciente al Opus Dei, imponiéndose la voluntad de su madre sobre la negativa de su esposo, no muy cercano a esta organización. Simultáneamente ayudaba en la sastrería, donde pronto desempeñaría con destreza el oficio paterno.

Adamo era un muchacho taciturno y receloso, al que siempre le costó conservar la confianza de otros compañeros. Los chicos, que al principio se burlaban de él, empezaron a esquivarle, evitando su inquietante mirada.

Terminado el bachillerato, y tras una fuerte disputa con su padre, que pretendía que continuase con el negocio familiar, cursó Teología en el Seminario Romano Mayor. Después formó parte de la nómina de sacerdotes del Vaticano.

Conocida su destreza con la costura, enseguida pasó a colaborar con los sastres de prestigio que confeccionaban los hábitos a los más importantes miembros de la Santa Sede. Pronto se convirtió en alfayate oficial, dedicándose al mantenimiento de la vestimenta de los miembros del Colegio Cardenalicio.

Los años no hicieron cambiar la personalidad de Adamo, que, por el contrario,  acentuó su carácter reservado, siendo evitado por la mayoría de los miembros de la curia.

Comentaban en los corrillos de la Città que algunos cardenales, en la mayoría miembros de la Compañía de Jesús, que habían contado con los servicios del piamontés, acabaron abandonando el Sacro Colegio, volviendo a sus países de origen o cesando en las funciones que les fueron asignadas.

No fueron pocos, entre ellos el diácono canadiense Albert Newton, los que prefirieron costearse un nuevo hábito coral antes de que Pianezza los visitara en sus aposentos. Aunque en este caso sirvió para poco, ya que el jesuita no tardó mucho en regresar a Toronto, como ayudante de párroco.

Estos episodios ocurrieron durante el reinado del papa polaco, cuya animadversión por la orden fundada por San Ignacio latía en la ciudad. Las tornas se volvieron con la llegada al trono del cardenal alemán, que devolvió la influencia a la Compañía de Jesús. Suceso que desagradó en demasía al sacerdote italiano.

Pasado el verano de 2012, se le encomendó al sastre el servicio exclusivo al Obispo de Roma. El papa germano, poseedor de un importante vestuario, le facilitó suficiente trabajo como para que estuviera ocupado los últimos meses antes de su jubilación.

El Sumo Pontífice, sabedor de la negativa fama del clérigo, intentó darle confianza, procurándole conversación para conocerle en mayor profundidad, con el objeto de sacarle del oscurantismo en que vivía. Llegaron a mantener profundas discusiones dogmáticas, en las que, en la mayor parte de las veces, el subordinado acababa sumiendo en la duda al jefe de los católicos.

Una semana antes de anunciar públicamente su renuncia, aduciendo falta de fuerzas e incapacidad para ejercer bien el ministerio que se le había encomendado, el Papa lo comentó con Pianezza. Éste, tras responderle: “Vuestra eminencia es sabia y todo lo que hace es designio divino”, volvió la mirada hacia los bajos de una sotana, dibujándose en su rostro algo parecido a una sonrisa.

El catorce de marzo de 2013, un día después de que un jesuita argentino fuera nombrado nuevo Papa, apareció muerto en su habitación, tras cortarse las venas con unas tijeras de costura, el cura sastre del Vaticano.


Por Vicente Briñas

viernes, 17 de mayo de 2013

Pensamiento crítico

— Los animales son felices porque no razonan ni tienen pensamiento crítico.

Se ríen los tres amigos, celebrando las palabras de Juan José, quien había observado al gatito enroscado en un rincón del sofá.

— Pero nosotros, sí. Por eso es preocupante el declive de las humanidades en la universidad.

— Cierto. Esto quita recursos para el pensamiento crítico que mencionaste —remata Gema.
 
Sus ojos de un azul claro, enmarcados por los aros oscuros de sus gafas, miran alternativamente a los dos hombres.

Juan José, Ulises y ella misma discurrían, así, en su casa. Sentados alrededor de una mesa redonda de cálida madera, ante una taza de café, manifestaban su preocupación por los cambios de valores en la actualidad. El primero, escritor; profesor de historia el segundo y periodista la dueña de casa.

— Lo peor (expresa el profesor) es que también hay ausencia del discurso humanístico en la política; me parece una especie de barbarie.

— Es que ya estamos instalados en una forma de barbarie, al querer reducir todas las necesidades humanas solamente a ganar dinero.

Gema, tras escuchar la última intervención de Juan José, se dirigió a la cocina trayendo otra cafetera humeante; su aroma ya se había expandido por el comedor. El cálido recipiente pasó a ser el centro de la mesa y de atención, dejando a un lado el frutero repleto de colores.

Fue en ese momento, al sentarse, cuando su gata se acomodó en su regazo. Acarició su lomo atigrado, sin dejar de escuchar a sus colegas. Disfrutaba de estas reflexiones, intentando que no fuesen solo teoría.

— Es fundamental que las ciencias y las humanidades vayan juntas. ¿No os parece?

— Cierto. Lo científico es bueno cuando está contaminado de lo humanístico— acotó Ulises.

— Me pregunto a qué se debe este declive, el de las humanidades, digo.

La interrogación del escritor quedó flotando en el aire.

De pronto Gema notó en sus piernas una presión de las garras de su minina, y oyó que ésta le decía: “Se debe a la idea, que se ha impuesto, de que todo debiera gestionarse como si fuese una empresa.” Tres segundos de estupor y  escuchó su propia voz repitiendo lo que le había dicho la felina. ¡Le pareció un razonamiento excelente! Pero… ¿la voz era del animal o, acaso, fruto de su propio pensamiento?

— Es así, Gema; pero lo que no se puede hacer, nunca, es gestionar la educación como si fuera una empresa.

También el profesor estuvo de acuerdo con ambas intervenciones. 

Era evidente que ninguno de los dos había escuchado a la gata. Entonces, ¿había sido una alucinación?

Para su sorpresa, la felina habló nuevamente y Gema, sin capacidad de raciocinio, reprodujo sus palabras: “Actualmente se quiere imponer la idea de que las humanidades no sirven para nada;  solamente es útil lo que se puede cuantificar.”

Se revolvió en su silla Juan José y manifestó: “Es que no se puede cuantificar por qué soy más sabio después de leer a Shakespeare o de admirar una catedral gótica.”

La conversación seguía el curso normal para los dos hombres; no así para la mujer, que hacía un enorme esfuerzo por seguirla, sin que se notara su perturbación.
— Incluso se ha llegado a cuestionar el estudio de la historia medieval, aduciendo que ese período no aporta nada— continuó el escritor.

— Sí;  de hecho, hay menos alumnos que se matriculan a esta asignatura en mis clases.

Los tres (el profesor, el periodista y la gata) coincidieron en que es un mecanismo político tratar de acabar con el pensamiento histórico: “Si se pierden la historia y la filosofía, se pierde la memoria”.

— Y con ello seremos más manejables— concluyó Gema, con palabras de su mascota.

La mujer observaba los gestos de sus amigos, pero nada indicaba que estuviesen alterados por algo que no fuese la propia discusión. Miró a su alrededor buscando algún elemento raro en la estancia. La atiborrada estantería de libros seguía en su sitio, así como las lámparas, los cuadros y el sofá.

La sacó del ensimismamiento Juan José.

— Me apena dejar esto, cuando estamos llegando al meollo de la cuestión; es que tengo una charla con un grupo del 15-M de Madrid. 

Después de mirar la hora, todos se pusieron de pie, barajando fechas para el próximo encuentro. Se despidieron los dos amigos; Gema se quedó sola.

 Volvió al comedor con inquietud; se enfrentó a su gata.

— ¿Desde cuándo hablas, Morronga? ¡Qué sofocón al escucharte!

La gatita la miró y parpadeó, sin abrir la boca. “¡Dime algo ahora, anda!”. “Háblame como hace un rato”. El animal abrió aún más sus grandes ojos amarillos y lanzó un “¡miauuu!”.

Después de insistir sin obtener resultados, Gema se fue al cuarto de baño. Allí se miró al espejo para comprobar que era la misma persona. Se lavó la cara con agua fría y, secándosela con la toalla, salió al pasillo. Empezó a caminar, recorriéndolo de un extremo al otro. Retorcía la toalla, se rascaba la cabeza, se detenía con la mirada perdida y volvía a andar.

Bruscamente, se asomó al comedor, gritando a la minina: “¡Morronga, tú me hablaste, no estoy loca!”

Se volvió, llevando la toalla retorcida entre sus manos. A sus espaldas oyó: “yo no he dicho nada”.

Elsa Velasco

Amada Amanda o la Restittutio in integrum

Cuando doña Amanda Martínez de Bolaños salió de tomar el té del exclusivo Mario’s Tea, no sabía que sería la última infusión que habría de tomarse en su vida. En la acera le esperaba su fiel chófer junto a su flamante Rolls Royce. Éste le abrió la puerta y, en tanto que ella se acomodaba en el interior, él hacía tiempo colocándose el pasador de la corbata. Una vez cerrada la puerta, corrió a apostarse en su sitio frente al volante mientras echaba una ojeada por el retrovisor a la parte trasera.
–¿Doña Amanda?..

–Cuando quiera, Germán. ¿Podría subir la mampara? –preguntó amablemente la señora.
Dicho y hecho: el conductor cerró el cristal y arrancó el vehículo.
Doña Amanda estaba tan ensimismada mirando por la ventanilla que no se dio cuenta de que alguien había subido al coche, y ahora se encontraba sentado a su lado.
–¿Quién es usted y qué es lo que hace aquí? –preguntó contrariada la dama mientras intentaba abrir el cristal tintado que dividía el habitáculo.
–Poco importa que le diga quién soy… Lo que debe saber es que vengo del sitio que, por ley, le corresponde y que usted está ocupando una plaza que es mía, –le respondió una voz femenina y joven.
Doña Amanda no entendía la retórica de su acompañante y comenzó a sentir cierta inquietud. Encendió la lucecita del techo del Rolls y dedicó unos segundos a observar a la mujer. Era hermosa y algunas decenas de años más joven que ella. Tenía unos preciosos ojos del color de la miel hervida y, pálida, sus labios eran de un saludable rosa afresado. Vestía ropas elegantes, aunque ya pasadas algunos lustros de moda. El hecho de contemplar todos estos detalles de la anatomía y ropas de su compañera de viaje, le hicieron sentirse más tranquila y segura.
–¿Y bien? ¿Cómo puedo, sin conocerle de nada, estar en un lugar que es el suyo? –preguntó doña Amanda.

–Todo es fruto de un gravísimo error. Una injusticia que llevo años intentando que reparen. Hoy, por fin, el Tribunal ha fallado a mi favor. Aquí le traigo la sentencia que me otorga la razón ante Dios y ante los hombres, –dijo la mujer más joven, al tiempo que desdoblaba unos papeles con numerosas firmas y sellos oficiales.
Ambas se miraron profundamente. A tientas, doña Amanda cogió unos pequeños lentes de su bolso que se colocó, con toda la calma de que era capaz, y se dispuso a estudiar los documentos que se presentaban ante sus ojos.
–Curioso… Su nombre y el mío son prácticamente iguales… Amada Martín Bolaño y Amanda Martínez de Bolaños…–sonrió doña Amanda por la curiosidad.
–Por culpa de esa coincidencia, que a la señora tanto le divierte, llevo años pleiteando –sentenció la joven con evidente malestar.
–Disculpe si le molesté, no era esa mi intención, –agregó doña Amanda.
Al finalizar de leer la mujer quedó muy callada, girando su vista hacia la calle. Fue Amada quien retomó la palabra rompiendo el sepulcral silencio y haciéndole volver la cara.
–¿Entiende ahora el porqué de mi lucha? –preguntó la joven esperando un gesto de aprobación.
–Perfectamente, querida Amada, y bien que siento los pesares que ha debido ocasionarle tamaño error –balbució la vieja dama con voz apesadumbrada y asintiendo con la cabeza.

–Usted acaba de leer la sentencia que, para su información, es inapelable y que será firme dentro de apenas una hora. El juez ha  dictaminado, por derecho, que como desagravio a tanto daño procede la restitutio in integrum… –concluyó mientras echaba una ojeada a su anticuado reloj.

– Es de justicia… Pero no entiendo por qué nadie me notificó… –agregó doña Amanda con el latinajo aún dando vueltas en círculos por su cabeza.

–Ya sabe usted cómo funciona la justicia; es demasiado lenta… No sé si tiene usted alguna pregunta que hacerme… Quizá preferiría estar sóla en su última hora o tal vez… –Amada miraba a la anciana con cierta ternura.

–No, no, prefiero pasar un poco más de tiempo con usted, si no le importa. Y cuénteme, si le es posible, ¿cómo es el más allá? –interrumpió la anciana, que ya estaba hecha a la idea.
–Bueno, poco le puedo decir porque apenas he tenido tiempo de disfrutar de un día tranquilo. Entre jueces, fiscales y abogados ya se puede imaginar. Y todo porque un funcionario mortis, malnacido y de la peor de las estirpes, confundió nuestros nombres y vino con la papela a recogerme, cuando a la que le tocaba morirse era a usted…
–concluyó con rabia Amada.

–No se azore hija. Aún es joven y tendrá tiempo suficiente. Discúlpeme que sea tan descortés pero ahora sí preferiría estar sóla; dar un paseo y aprovechar los últimos minutos que me queden. Ha sido un verdadero placer conocerla. –remató doña Amanda.
El Rolls Royce se detuvo y doña Amanda Martínez de Bolaños abrió por última vez la puerta de su ya ex-flamante coche y descendiendo al asfalto. Una vez en la acera, toqueteó el cristal con los nudillos para que la ocupante del vehículo bajara la ventanilla y así poder despedirse. Ambas mujeres se cogieron de las manos.

–Se quedará usted en mi casa, como dicta en justicia la sentencia, pero ¿y yo? ¿Dónde está mi lugar? –inquirió con cierta curiosidad doña Amanda.

–Ah, sí, disculpe, ¡qué bruta soy!.. Le he traído una foto de mi parcela en el cementerio de Villarrobledo. Es amplia y está orientada al Norte. Mis padres no escatimaron los cuartos y es una de las mejores; ya lo verá. Además no habrá que hacer mucho gasto en la lápida puesto que nuestros nombres son prácticamente iguales –concluyó Amada mientras le entregaba una vieja fotografía, en blanco y negro, en la que se veía una bonita losa de mármol.

Por María S. Martínez

Cuento costumbrista

Tendencia o género literario que se caracteriza por el retrato e interpretación de las costumbres y tipos del país en cuestión. La descripción que resulta es conocida como "cuadro de costumbres" si retrata una escena típica, o "artículo de costumbres" si describe con tono humorístico y satírico algún aspecto de la vida.

Se tiende a hablar del costumbrismo referido sobre todo a autores a partir del siglo XIX, cuando la burguesía, tras el estallido romántico o incluso dentro de él, siente la melancolía de sus perdidos orígenes campesinos y ve que con la Revolución Industrial y el éxodo del campo a la ciudad ciertas costumbres y valores tradicionales empiezan a perderse o transformarse, pero también para diferenciarse y distinguirse claramente de ellas.

El costumbrismo, a diferencia del Realismo, con el que se halla estrechamente relacionado, no realiza un análisis de esos usos y costumbres que relata y por tanto se queda en un mero retrato o reflejo sin opinión de dichas costumbres, motivo por el que a menudo se habla de cuadros costumbristas o de género para referirse a cualquiera de estas manifestaciones, no sólo a las pictóricas. Por otra parte, el género literario del libro de viajes se muestra, cuando no aparece analizado y crítico, sino meramente impresionista, la misma desviación superficial o defecto que cabe denominar Pintoresquismo.

Como género literario específico, el costumbrismo es un género que conoce su apogeo en el siglo XIX, aunque sus antecedentes, como siempre, habría que buscarlos en ciertos autores del s. XVII (Santos, Zabaleta, etc.) y del s. XVIII (Torres Villarroel, Clavijo, Cadalso, Mercadal) o en aquellos autores dramáticos de este tiempo que, como Ramón de la Cruz  o González del Castillo (17631800).

El costumbrismo, en cualquier caso, procede del movimiento romántico, en lo que éste tuvo de exaltación de lo típico (nacionalismo). La estructura del ‘cuadro de costumbres’ es, como dice Correa Calderón, “de una extraordinaria elasticidad y variedad”. Muchos de estos cuadros y escenas podrían considerarse reportajes e incluso encuestas de tipo folclórico, pero en todas ellas hay intencionalidad, afán de sorprender, de captar algo que se tiene conciencia de que es cambiable y efímero, todo ello dentro del vasto panorama del siglo pasado.

El costumbrismo realiza dos aportaciones fundamentales. La primera documental e histórica: los costumbristas presentan fragmentos de vida urbana o rural española del siglo XIX, sobre todo en su contextura social, tan cambiante en esta centuria. La segunda, artística y de enorme valor. Porque, desde dentro del costumbrismo se asiste al nacimiento de otro género de más amplitud, la novela moderna, cuyo vestíbulo, como ha señalado la crítica, es el realismo, que deriva del costumbrismo.

Costumbristas mayoresAlgunos autores consideran el más antiguo costumbrista del XIX a Sebastián Miñano y Bedoya (1779-1845), por sus ‘Lamentos de un pobrecito holgazán’, ‘Cartas del madrileño’. En los periódicos de las primeras décadas de ese mismo siglo se encuentran los primeros artículos de costumbres. Así en La Minerva (1817), El Correo Literario y Mercantil (182333) o en El Censor (182023), ingenios oscuros intentaron el bosquejo de la sociedad contemporánea, utilizando apropiados seudónimos (El Observador, El Mirón) o anónimos. En estos autores destacan un espíritu de curiosidad acogedor y benévolo, que busca cierta trascendencia. Lo extranjero prevalece sobre lo nacional y despunta el interés por Madrid.

Los considerados universalmente como costumbristas mayores son Serafín Estébanez Calderón (1799-1867), Ramón de Mesonero Romanos y Mariano José de Larra. El primero, vuelto hacia lo pasado, a la España genuina y pintoresca, preferentemente regional. Cronista el segundo de su Madrid natal, su atención no se dirige a una clase social, sino que abarca todas, aunque principalmente la suya, la clase media.

Escenas andaluzas. Estébanez es, por muchos motivos, un escritor extravagante. La vida de sociedad (alta y baja) de su Málaga natal y sus estancias en Sevilla fueron su mejor escuela de costumbrista. ‘El solitario’. Publicó algunas poesías con el seudónimo de E. Sefinaris que recogió en Poesías (1831). En julio de 1831 fundó junto a Ramón Mesonero Romanos la revista literaria Cartas Españolas, donde publicaría numerosos poemas. Barroco.

Mesonero Romanos, El Curioso Parlante. Escenas matritenses. Su Proyecto de mejoras generales, leído en la sesión de la Corporación municipal el día 23 de mayo de 1846, supone una auténtica remodelación del Madrid de la época. Años más tarde redactó nuevas Ordenanzas municipales que rigieron largo tiempo. Después inició una intensa actividad literaria: hizo ediciones de los dramaturgos contemporáneos y posteriores a Lope de Vega y Rojas Zorrilla para la Biblioteca de Autores Españoles, y fue cronista oficial a partir del 15 de julio de 1864. También colaboró en El Indicador de las Novedades, El Correo Literario y Mercantil, Cartas Españolas, Revista Española, Diario de Madrid, Semanario Pintoresco Español. También promovió y fundó el Ateneo y el Liceo. Ingresó en la Real Academia el 3 de mayo de 1838 como académico honorario y el 25 de febrero de 1847 figuraría como miembro de número. Bibliotecario perpetuo de la villa de Madrid, el Ayuntamiento le compró su biblioteca en la cantidad de 70.000 reales. Poco a poco fue moderando su inicial liberalismo para terminar siendo un firme conservador. En su ancianidad redactó una buena autobiografía, sus Memorias de un setentón.

Mariano José de Larra. El primer artículo de Fígaro, El duende y el librero, hace su aparición en el periódico El Duende Satírico del Día (enero o febrero de 1828). El contraste de Larra con los otros dos es grande: aborrece la sociedad que a los otros enamora. Su ideal es la sociedad extranjera, hija de la Revolución, hasta la cual quiere llevar a la sociedad española.

Mesonero Romanos
Costumbristas menoresDespués del trío Mesonero, Estébanez y Larra, hemos de llamar costumbristas menores a todos los cultivadores del género, aunque algunos hayan destacado en otros aspectos de las letras españolas. Las vinculaciones a los periódicos y revistas continúan. Así, Antonio María Segovia (1808-74), El Estudiante, y Santos López Pelegrín (180146), Abenámar. Antonio Neira de Mosquera , el Doctor Malatesta (autor de Las ferias de Madrid, 1845), y Clemente Díaz, ruralista, con escenas muy próximas al cuento, alternan con Vicente de la Fuente (181789), con sus ambientes estudiantiles retrospectivos y librescos, o con José Giménez Serrano, que vuelve a la Andalucía romántica.

Costumbrismo literario en la literatura españolaUna de las características del arte español, especialmente en su literatura, es su tendencia al Realismo, que empieza a perfilarse ya incluso en el primer texto escrito conservado de su literatura narrativa, el Cantar de Mio Cid, y se prolonga a través del elemento popular que impregna el Libro de Buen Amor, La Celestina, el Lazarillo o el mismo Don Quijote.

Como uno de los elementos que constituyen este complejo rasgo, el costumbrismo empieza a desarrollarse en España sobre todo en el siglo XVII a causa de las directrices popularizantes que vienen desde el Concilio de Trento y la Contrarreforma y el cierre de fronteras culturales decretado por Felipe II. Vemos así a pintores como Caravaggio tomar como modelos a personas y ambientes populares nada presuntuosos que permiten al pueblo identificarse con un tipo de religiosidad más cercana. Vemos tipos populares en cuadros de Diego Velázquez y Bartolomé Esteban Murillo, y el costumbrismo se convierte en uno de los elementos que forman géneros literarios satíricos como la novela picaresca y cómicos como el entremés; se considera, por lo general, que son Juan de Zabaleta, Francisco Santos, Antonio Liñán y Verdugo y Bautista Remiro de Navarra los primeros escritores barrocos costumbristas que se especializaron en este tipo de temas.

El entremés se transforma en sainete en el siglo XVIII, con autores tan importantes como Ramón de la Cruz, especializado en un cierto madrileñismo, y Juan Ignacio González del Castillo, quien reproduce tipos y costumbres gaditanas. En el setecientos algunos pintores empiezan a fijarse en costumbres y tipos populares a través de modas como el majismo, y Francisco de Goya en sus cartones para tapices o en sus grabados sobre tauromaquia y la familia Bécquer, con sus escenas populares sevillanas, llegan a crear toda una escuela de pintura consagrada a las costumbres andaluzas, formada por José Domínguez Bécquer (1805–1841), padre del famoso poeta y del pintor Valeriano Bécquer (1833–1870), cuyo primo fue también pintor costumbrista: Joaquín Domínguez Bécquer (1817–1879). Por otra parte en los ambientes culturales se contraponía al cosmopolitismo y el afrancesamiento de la Ilustración el Casticismo, una tendencia a fijar un patrón nacional, natural y popular para el estilo literario con fundamento en la tradición autóctona.

Estébanez Calderón
En el siglo XIX ese elemento adquiere independencia por medio del elemento subjetivo que impregna el Romanticismo, haciendo que se renueve el interés por la identidad colectiva o volkgeist (carácter nacional o popular) por medio del Nacionalismo y el Regionalismo, plasmándose en géneros a propósito como el artículo o cuadro de costumbres, cultivado en la prensa y luego recogido en colecciones individuales o colectivas por autores como Sebastián Miñano y Bedoya, Mariano José de Larra, Ramón de Mesonero Romanos y Serafín Estébanez Calderón, entre muchos otros, y la novela de costumbres, pero también en el teatro a través del género chico, y aparece como elemento no despreciable en las novelas del Realismo (Fernán Caballero, José María de Pereda, Benito Pérez Galdós, Emilia Pardo Bazán y Juan Valera. En el Naturalismo destaca por sus novelas de ambientación valenciana Vicente Blasco Ibáñez, quien halla correlato en las vistosas y deslumbrantes pinturas valencianas de Joaquín Sorolla. Otro género literario, el libro de viajes, cultivado tanto por autores nacionales como extranjeros, es también hijo de la curiosidad que siente la época por todo lo relacionado con las costumbres pintorescas.

Ya en el siglo XX destacan por sus comedias costumbristas andaluzas los hermanos Quintero y por sus piezas madrileñas Carlos Arniches; el elemento costumbrista aparece como primordial en el pintor y escritor expresionista José Gutiérrez Solana, uno de los pocos escritores costumbristas que no ensalza lo popular y se muestra crudamente crítico en, por ejemplo, su La España negra (1920), contra las pinturas complacientes de Julio Romero de Torres (sin embargo, de fondos expresionistas) o más equilibradas de Ignacio Zuloaga; sin embargo, a partir de la Guerra Civil, este costumbrismo involuciona identificándose con el superficial y acrítico pintoresquismo de los viajeros europeos a España del siglo XIX y con un empobrecedor reduccionismo andalucista que venía bien a la necesidad económica de fomentar el Turismo, especialmente en el cine, donde se llegó a denominar este tipo de productos como españoladas. Se salvan, sin embargo, algunos autores de preguerra y de posguerra, que siguen la tradición dedimonónica del cuadro de costumbres, un grupo de los cuales, encabezado por Ramón Gómez de la Serna (Elucidario de Madrid, El Rastro) gira en torno al llamado madrileñismo, como Eusebio Blasco (1844-1903), Pedro de Répide (1882-1947), Emiliano Ramírez Ángel (1883-1928), Luis Bello o, ya en la posguerra, Federico Carlos Sainz de Robles. En cuanto al andalucismo, la caudalosa vena decimonónica se renueva con escritores como José Nogales (1860-1908), Salvador Rueda (1857-1933), Arturo Reyes (1864-1913) y otros. Más valor y tintes sombríos posee el costumbrismo de la llamada Generación del 98, que busca en sus viajes la España real frente a la España oficial: Miguel de Unamuno escribe De mi país (1903), Pío Baroja su Vitrina pintoresca (1935), acogiendo en sus trilogías vascas costumbres de esa comarca, al igual que en sus aguafuertes y literatura su hermano Ricardo Baroja; Azorín se asoma al paisaje castellano y andaluz (Los pueblos, Alma española, Madrid. Guía sentimental...). Posteriormente, sólo parecen haber contado con el elemento costumbrista autores como Camilo José Cela, creador de un nuevo tipo de cuadro de costumbres, el esbozo carpetovetónico, cercano al esperpento, y autores como Francisco Candel, Ramón Ayerra o Francisco Umbral, autor este último de un cierto tipo de costumbrismo antiburgués de esplendoroso estilo.

Todos estos autores contribuyen a la vigencia del género. Para muchos de ellos ha servido de iniciación literaria, de exaltación o de recuerdo de la patria chica, de visión del Madrid político, social, centralizador, testigo siempre del material y de los artistas que, en el romanticismo, iniciaron el género. Y casi todos llenan los módulos costumbristas de su personalidad.