martes, 29 de abril de 2014

El abrazo de Morfeo

Subió al vagón número ocho, dejó su bolso de viaje en la parte superior y se acomodó en su asiento, el  siete A, ventanilla. Le había tocado una de esas butacas que van enfrentadas dos a dos. Hubiese preferido las otras, pero, con un poco de suerte, no vendría nadie más.

Daniel estaba deseando ponerse cómodo, repantigarse y, así, poder dormir durante todo el viaje. La juerga de la noche anterior había durado hasta la mañana y, después de dos cafés, había venido directamente a la estación de trenes. Con las gafas oscuras y la música de su iphone tendría suficiente para aislarse. Se puso los auriculares.

Mientras se acomodaba, se sentó a su lado un hombre, que consideró mayor, tal vez maduro. A sus veinticuatro años, llamaba mayor a quien pasase de los cuarenta y cinco. Tras responder a los “buenos días”, reclinó el respaldo y se estiró cuanto pudo.

A los pocos minutos estaba deslizándose por el tobogán que lo conduciría al sueño, cuando, de pronto, un empujón a sus pies y una voz lo devolvieron a la realidad.

—Me permite, por favor.

No fueron las palabras, sino el modo como salieron de la boca: el tono bajo, profundo, pronunciadas con lentitud, arrastrando cada palabra, con indolencia.

Desprevenido, encogió, mecánicamente, las piernas. Abrió los ojos y vio a la mujer. “Gracias”, dijo, y se sentó frente a él. Entre la somnolencia y la sorpresa, no contestó.

La observó. Tendría más de treinta, seguro. Algo rellenita (no le gustaban las escuálidas), vestía una blusa blanca ceñida y pantalones. La blusa, abotonada adelante, tenía una puntilla en todo el borde. Este adorno intentaba ocultar sus encantos, lo que fue un acicate para su curiosidad.

Al ponerse de pie, para colocar una bolsa en el maletero de arriba, pudo contemplar sus hermosas caderas, su cintura fina, que hacían destacar los pechos redondeados y generosos. Cuando volvió a sentarse, notó que se le había desabrochado otro botón de la blusa. Este afortunado accidente, dejaba ver el dulce valle entre los montículos. 

Tan absorto estaba Daniel en la contemplación, que no fue capaz de contestarle nada. “¡Benditas gafas oscuras que no delatan mi golosa mirada!”. 

Al fin habló.

¿Le molestan mis piernas así? - y las estiró recostándolas a la pared del tren.
Así está bien, gracias. 

“¡Dios, esa voz! Me encanta. Es pastosa, algo ronca, pero llena de matices prometedores”.

Deleitándose con cada centímetro de su escote, se durmió. Y soñó.

Iba escalando una montaña enorme. Lo extraño es que era blanca y suave. Le costaba avanzar pues a cada rato resbalaba y volvía al punto de partida. Al fin pudo llegar a una zona donde una vegetación exuberante, le permitió descansar. El lugar exhalaba un aroma intenso, muy agradable, que le resultaba familiar. Después de reposar un buen rato, recostado sobre la hierba, continuó el ascenso. 

Le esperaba realizar un gran esfuerzo porque había dos elevados picos, que eran su meta. Decidió ir hasta el valle que separaba los montes. Desde allí, con mucho esfuerzo comenzó el ascenso. Era tan liso el terreno que no tenía dónde asirse. Pero ese subir un poco y caerse continuamente, no le  molestaba. Al contrario, disfrutaba con ello porque le producía una sensación de placer en todo el cuerpo.

No controlaba el tiempo transcurrido; al fin hizo cumbre. Le llamó la atención la forma oscura de una pequeña meseta, redondeada en su cima. Se encaramó a ella y allí se tendió para descansar, recostando su cara a esa superficie. Olía muy bien. Su forma y su color le recordaban un gran pastel de navidad; así que le dieron ganas de lamerlo.

—¡Mmmmm! ¡Ah! ¡Mmmmm!

—Muchacho, hemos llegado. Despierta. –Lo sacudió suavemente el viajero que iba a su lado.
Daniel, sobresaltado y tragando toda la saliva que le llenaba la boca, miró a su alrededor.  Agradeció al hombre con un leve movimiento de cabeza.

Buscó con la mirada a su vecina de enfrente, que ya había llegado a la puerta del vagón. Se quitó los auriculares, cogió el jersey que reposaba sobre sus piernas, con intención de ponérselo. Pero al levantarlo, rápidamente decidió volver a dejarlo donde estaba. Esperaría a que se bajaran todos. 

A través del cristal de la ventanilla observó cómo se alejaba la mujer de la blusa blanca con encaje. Ver su movimiento de caderas no le ayudaba en nada, lo alteró más aún. De pronto, ella giró la cabeza y lo miró. Una sonrisa, que no supo descifrar, tal vez burlona, distendió sus labios.

Por Elsa Velasco

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