martes, 15 de abril de 2014

Los aerodinámicos

Caminaban a buena marcha entre las palmeras de la Explanada de España, al compás de las ondas marinas dibujadas en el mosaico del suelo. Pierna derecha adelante, muleta izquierda también. Pierna derecha adelante, muleta izquierda después. Sus cuerpos bailaban al ritmo de una samba desbaratada en un costado. Habían decidido hacer turismo en Alicante ese fin de semana.

Se conocieron hace poco más de un año, en aquel dramático suceso. Ahora era difícil separarlos. Manolo se había instalado en casa de Ramón. Éste le consiguió empleo vendiendo cupones, a cien metros de donde lo hacía él. Habían llegado a un grado de compenetración y sincronización asombroso. Incluso habían empezado a cortejar, juntos, a dos compañeras de trabajo. En los bares les servían dos bebidas iguales, siempre saludaban al unísono y nunca perdían el paso ligero. En el vecindario se los conocía como los aerodinámicos. 

Este nexo se solidificó el día en que Manolo, tras recibir el alta en el hospital, acudió a la entrega de la medalla al mérito ciudadano que el ayuntamiento le había concedido a Ramón. A partir de entonces  compartieron tantas experiencias y recuerdos, y se creó tal afinidad, que decidieron alinear su día a día.

Ramón acudía, como cada mañana, a su puesto de trabajo en la entrada de un edificio de oficinas en Ciudad Lineal. Descendió, asido a sus inseparables muletas, hasta el andén de la estación de Urgel. Había pocos viajeros en ese momento, por lo que no tuvo problemas para conseguir una de las sillas naranjas. De pie quedaban un par de adolescentes, tres o cuatro mujeres maduras, dos señores trajeados, una madre con carrito y un borracho, al que, entre gimoteos, se le escuchaba: “Mi piso. Joputas los del banco”.

Ramón era un hombre solitario, infeliz, al que tuvieron que amputar el pie izquierdo tras recibir el disparo que se le escapó a un compañero medio lerdo en el cuartel donde realizó el servicio militar. Tantos años usando los soportes para moverse habían favorecido el desarrollo de un pecho y unos brazos agorilados.

El beodo se balanceaba sobre la línea amarilla de peligro, mientras farfullaba: “mi piso. Joputas los del banco”, hasta que sus piernas se zancadillearon y cayó a las vías.
“¡Oh, ¡socorro!, ¡llamen a seguridad!”, gritaban todos. Se miraban unos a otros, pero ninguno hacía nada por ayudarle.

Ramón se acercó al borde y gritó: “¿Pero nadie va a saltar a salvar a ese pobre hombre? ¿Voy a tener que hacerlo yo, que estoy impedido?”. “Sí, salte usted”, le decían. Pensó que su vida tampoco merecía tanto la pena y se dejó escurrir por el borde. Cogió sus muletas y se acercó al borracho, al que el golpe y la melopea no le habían despojado de la consciencia, aunque no hacía nada por levantarse.

Agarró al de la cogorza por los brazos, apoyó su pierna derecha, la buena, sobre el riel para hacer fuerza y tiró con todas sus ganas, pero el otro parecía pesado como un toro.

—Colabore usted, hombre —apremiaba Ramón—, no ve que soy paticojo y me cuesta apoyarme.

A lo que el mamado contestó:

—Mi piso. Joputas los del banco.

Se acercaban trenes por ambos lados. Los otros viajeros seguían diciendo: “¡Oh, ¡socorro!, ¡llamen a seguridad!”. El convoy que venía en sentido contrario logró frenar a tiempo. Ramón se esforzó todo lo que pudo y consiguió sacar el etílico cuerpo de las vías, menos el pie izquierdo. El terrible grito de Manolo, el borracho, fue ahogado por el chirrido del ferrocarril intentando, en vano, parar a tiempo. 

Aquel día la línea verde del metro de Madrid estuvo paralizada durante varias horas y las fotos de Manolo y Ramón colapsaron las redes sociales. Pero una de las chispas que saltaron en la catenaria los estaba esperando para llenar de luz su lóbrega existencia. 

Por Vicente Briñas

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