martes, 22 de abril de 2014

La otra vida

Era una maravillosa noche estrellada de verano, de esas en las que los madrileños aprovechan para pasear porque en los pisos no se puede soportar el calor. El bullicio de la calle me distraía y quedaba maravillado, como en tantas otras ocasiones, con la majestuosidad de la fachada iluminada del Palacio Real, un acordeón amenizaba el paseo de parejas que andaban acompasadas y los niños, con sus careras y sus risas, completaban la escena.          

—¡Cómo me alegra saber disfrutar de todo esto!— Me decía a mí mismo. Conseguí reunir unas monedas y me permití uno de mis grandes placeres, un gran helado de arroz con leche cubierto por un grueso manto de canela en polvo. Siempre esperaba a la última hora de la noche, cuando la heladería estaba a punto de echar el cierre y eran más generosos al despachar. No podía pedir más a la vida. Tenía cierta salud, incluso mental, unas vistas privilegiadas, unos vecinos de portal, que en invierno se deshacían en parabienes, y un montón de recuerdos con los que alegrar esos momentos de melancolía que en ocasiones me invadían. Paseé por un lateral de la plaza de Oriente hacia arriba y hacia abajo, me relamí del helado y contemplé cómo las terrazas se iban quedando mudas. Decidí ampliar mi recorrido y, entrada ya la madrugada, me dirigí al Viaducto de Segovia. De la otra parte de esa mampara que separan a los viandantes de los suicidas, escuché unos gemidos casi inaudibles. Detuve mis pasos y quedé quieto intentando encontrar el lugar del que procedían los sollozos. La sombra lo invadía todo, pero no lo suficiente como para ser cómplice de un cuerpo robusto y agazapado que se plegaba sobre sí mismo.

Me acerqué con precaución, no quería asustarle y me dispuse a hablarle sosegadamente.

 —¿Te puedo ayudar?— pregunté sin recibir respuesta. 
—No quiero incomodarte, pero estás en un lugar en el que yo también estuve en una ocasión. Desde esa esquina todos tenemos la misma perspectiva de desaliento, desesperanza, tristeza, dolor... No te quiero convencer de nada pero lo cierto es que las penas compartidas son más llevaderas.

Le dije sin mucha esperanza de recibir respuestas. Me quedé un rato y decidí pasar al otro lado de la mampara.

—¡Vete de aquí!—gritó alzando repentinamente la voz. 
—No te preocupes, no me moveré, sólo quiero tener un poco de compañía esta noche. Creo, como Sócrates, que el diálogo atempera el alma.

Bajó un poco la guardia, levantó su rostro con la mirada perdida y el cuerpo tembloroso. Aguardé para que no ser yo quien marcara los tiempos y aproveché para recordar esa perspectiva de entonces..

—He pasado mis últimos sesenta años salvando vidas, vidas que me las tomaba tan en serio que en ocasiones somatizaba sus síntomas. Aprendí que la muerte era el último capítulo de nuestra vida, sin él no estaría acabada nuestra historia. Logré comunicar a los familiares de mis pacientes que uno de sus seres queridos había dejado de sufrir, que se había ido en paz, con una sonrisa dibujada en su rostro…¡Mentira, nadie se muere con una sonrisa! Pero el destino, que es cruel, me ha pagado toda esa farsa con una bofetada de realidad. Sufro un cáncer letal, no tiene cura, lo sé, y no puedo engañarme a mí mismo infundiéndome ánimos para afrontar tratamientos, que yo mejor que nadie sé que no valdrán para nada —dijo del tirón como si lo estuviera vomitando. 

— Son tus razones y por eso no son banales, pero no eres un cuerpo azotado por el mal de la enfermedad en toda su crueldad, aún puedes tener momentos felices, no más que momentos, pero que revitalizan el espíritu. Ven, levanta y mira ese cielo estrellado, cada una de ellas me dijeron cuando siendo muy niño murió mi padre, es alguien que te quiere y que desde allí arriba te cuida… Imagínate qué pensarán esos pacientes que desde allí te ven, les defraudarás… Y mañana, cuando salga tu caso en la prensa qué pensarán los familiares a los que acompañaste en este duro trance… Yo pasé por ese mismo estado en el que te encuentras y otro mendigo, como hoy lo soy yo, se acercó, me acompañó y me dijo algo que hoy quiero compartir contigo: “Para morir siempre hay tiempo. Date otra oportunidad, aprende a vivir de una nueva forma, eres un enfermo, no eres el vitalista de antaño, pero los enfermos y moribundo también tenemos vida”.

Me marché cuando el sueño le venció y desde aquel día, no falta una noche de verano estrellada en la que ambos coincidamos como nuestros respectivos males que nos consumen, para aprender  a vivir esa otra vida que tarde o temprano a todos nos llegará.

Por Parapeto

No hay comentarios:

Publicar un comentario