domingo, 20 de abril de 2014

El nuevo traje del emperador

Hace muchos años había un emperador presumido que vivía en un reino lejano. Gastaba todo su dinero en trajes y telas carísimas…

Un día llegaron a la ciudad dos farsantes que se hacían pasar por sastres…

Su presencia no paso desapercibida y pronto fueron llamados por su majestad para que confeccionase uno de aquellos modelos que publicitaban.

El monarca ordenó que les fueran entregadas dos bolsas de oro como pago adelantado por su trabajo. 

Pocas semanas después, los presuntos y habilidosos sastres se presentaron con el traje que habían confeccionado.  

Mis queridos sastres imperiales –les dijo el emperador- hoy es el gran día para mi corte.
Entonces los dos sastres se acercaron a uno de los muebles y levantando los brazos en el aire como si sostuvieran alguna prenda exquisita le dijeron al emperador: 

-Aquí está su traje majestad. Estos son los pantalones. Esta la casaca. Aquí tiene el manto…  Señor, las prendas son tan finas y ligereras que parecerá que no lleva nada puesto.

Para completar aquella comedia, los dos rufianes le preguntaron al emperador: 

-Majestad, ¿Sería tan amable de quitarse la ropa para que podamos vestirlo con el traje nuevo?
…¡Oh, qué bien le sienta el traje majestad! Decían los consejeros reales, a pesar de que no veían nada.

Poco después el emperador pidió a su esposa e hijo que entrasen en su aposento  para que viesen su nuevo traje y le diesen su opinión  antes de salir a lucirlo a la calle ante su pueblo. 

Al entrar en el aposento de su majestad su hijo pequeño, de apenas una decena de años,  dijo a su padre: 

- ¡Pero papa que haces desnudo!

Al instante el Rey comprendió que su hijo le había salvado de hacer el ridículo ante los súbditos de su corte y que  había sido víctima de un engaño por parte de aquellos dos truhanes. 

Algunas personas que dicen conocer la historia comentan que pudieron apreciarse como por las mejillas del Rey resbalaron dos lágrimas de arrepentimiento. 

Después se sentó en el sillón, estuvo varios días sólo en el sillón del trono meditando sobre su proceder durante los últimos años hasta que llegó a comprender  que había mantenido un espíritu presuntuoso y materialista previsiblemente lo había alejado del pueblo. 

El Rey abrazó a su hijo, agradeció su espontaneidad y franqueza, lamentó su comportamiento y  prometió que nunca más se volvería a producir. Destituyo a todos sus consejeros a los que mandó cortar la cabeza. 

Después, mandó incautar todos los bienes a los supuestos sastres y los repartió entre su pueblo y ordenó que los encerrasen en  la mazmorra más fría del reino durante diez años.

El monarca prometió  que nunca más volvería a derrochar los fondos de los súbditos en asuntos banales. 

Más tarde  se puso su traje más modesto y usado y salió a pasear por las calles de la villa. Los vasallos al contemplar la nueva actitud del monarca lo vitoreó con orgullo.

Hay quién dice que aquel pueblo vivió en paz y progresó durante cien años. Y, que si aún hoy quienes logran  llegar a él y preguntan por aquel monarca se comenta que se le recuerda con cariño.  

Por Jesús Ramírez

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