lunes, 26 de marzo de 2012

Ha llegado la hora

El señor Lavander está muy nervioso. No puede dejar quieta la pierna derecha y los ojos saltan de una parte  a otra del salón como si quisieran recordar todo tal y como está en ese momento. Siente como si un reguero de hormigas le recorriese la espalda de forma implacable, como un soplidito detrás de la oreja que le recuerda constantemente que el minutero se acerca la maldita hora.

En la casa el ambiente es espeso. Es algo así como un puré de patata que se pega a la piel y que apenas permite respirar. Los niños juguetean en el salón a cámara lenta, como sin energía, y Mamá Luoise está llorando en la cocina porque no quiere que el señor Lavander haga ese condenado  viaje que tanto tiempo lleva programado. El aire es denso y cada vez que el señor Lavander respira levanta el gaznate como para que pueda pasar con más facilidad por su faringe.
En el fondo, ninguno confía en que Lavander regrese de su aventura.
Las dos maletas descansan junto a la puerta de la casa, dormida la una junto a la otra, las dos similares en dimensión y color, repletas con todo lo necesario para un viaje de esas características, sin que nadie les preste la más mínima atención, pero con todos los ojos de la casa puestos constantemente sobre ellas.
Tocan al telefonillo y el tiempo se detiene en el interior del piso. Lavander se incorpora de un salto y dirige una mirada a sus dos hijos,  ahora paralizados a pocos metros de él. Los hipitos del llanto de mamá Louise llegan a saltos hasta los pies de todos ellos y les rescata de la pesadilla que les mantiene atenazados.
- Ha llegado la hora.

El señor Lavander se recompone, se coloca el cuello de la camisa, se lleva la mano derecha a los labios y, tras depositar un beso en ella, lo lanza a sus dos niñitos a modo de despedida.
Recorre el pasillo a pequeños pasos, arrastrando los pies como un fantasma; descuelga el telefonillo para abrir el portal, y se coloca entre las dos maletas con la cara del color de la cera. Está asustado y el corazón presto a romper la jaula y desbordarse.
Tocan al timbre y el señor Lavander respira hondo. Justo en el momento en que agarra las asas de sus maletas, mamá Louise sale disparada de la cocina cubierta de lágrimas con la intención de fundirse en un abrazo con él.
- ¡No abras, no abras, por lo que más quieras!
Lavander levanta su mano y la detiene en seco con ese simple movimiento. Acto seguido dirige esa misma mano hacia su boca, y con el dedo índice sobre los labios, la manda guardar silencio. Como un ritual aprendido, se da la vuelta y abre lentamente la puerta que da al portal del edificio.
Y ahí le están esperando.
Una figura alta, de unos dos metros y medio, completamente cubierto con una enorme capa negra está del otro lado de la puerta.
- ¿Señor Lavander?- la voz de ultratumba que surge de aquella montaña negra inunda todos los rincones del portal.
El señor Lavander afirma con un simple movimiento de la cabeza.
La figura negra apoya la guadaña contra la pared, echa hacia atrás la capucha que cubre su rostro cadavérico, extiende la mano derecha hacia el señor Lavander, y un puñado de gusanos cae del interior de la manga hacia el suelo en el momento en que ambos se dan la mano.
- ¿Está usted preparado?- la voz recuerda a la oscuridad. Señor Lavander, creo que le ha llegado su hora…
Emilio José Isidro

En el profundo océano

Me llamo Anxo. Anxo Caldeira y soy marino. Desde bien chico llevo faenando en los caladeros de este mar bastardo y terrible que es el Mar del Norte. Veinte años luchando un día sí y otro también, apelando a la buena suerte y a todos los santos que me son conocidos.

Fue un golpe de mar. El barco se inclinó violentamente sobre un costado. Cada uno se agarró donde pudo. Yo me lancé, desesperado, hacia uno de los cabos de la red de arrastre. Fallé. Caí al mar y al momento supe que estaba perdido si mis compañeros nos se habían percatado de mi caída. 

Grité, agite los brazos; continúe gritando no sé durante cuánto tiempo, hasta que el pesquero se convirtió  en un pequeño bote en la lejanía. El frío se dió prisa para morderme todo el cuerpo. Pronto llegaría el final. Cerré los ojos y me deje llevar por las olas. Me subían y me bajaban como en un tobogán diabólico. Subir, bajar... bajar, bajar. Me hundía lentamente. Notaba como el agua encharcaba mis pulmones. Cómo me costaba respirar cada vez más. El roce de algo me hizo abrir los ojos. En la negrura de aquellas aguas abisales me vi reflejado
–mi rostro de tiza congestionado, mis ojos enormes de espanto-  en una criatura translúcida que irradiaba una luz irreal impropia de aquellas profundidades. La criatura, o lo que fuera, se adhirió a mí, y de inmediato dejé de jadear, de dar bocanadas de ahogado. Mi boca y mi nariz se acostumbraron al agua marina y empecé a respirar con normalidad. La normalidad de respirar como los peces. 
No tuve tiempo de asimilar mi nuevo estado, el extraño ser empezó a moverse. Más bien se entregaba al albur de la corriente. Y yo con él. De forma natural, como algo aprendido hacía mucho tiempo, avanzaba por el mar profundo teniendo como guía la luminiscencia del ente que me salvó la vida.
Perdí la noción del tiempo surcando aquellas aguas, hasta que llegamos a una enorme grieta. Como un tajo mortal dividía una colosal masa de piedra que se elevaba amenazante delante de nosotros. En su interior, la criatura me abandonó. Se desprendió de mí, dejándome sobre una plataforma de dura roca. La oscuridad era total. Yo seguía sereno y tranquilo, a gusto con mi nuevo estado. Poco a poco, una tenue luz empezó a adueñarse del recinto y mis ojos se fueron acostumbrando a la claridad recién venida.
Era una gruta monumental. Una inmensa bóveda se elevaba hacia las alturas labrada en roca viva. Miré a mi alrededor. No estaba solo. Estaba rodeado de gente, seres humanos como yo. En grupo, por parejas, solos. Todos atareadas, haciendo diversas labores. Fui avanzando, incrédulo. Me sonreían cuando se fijaban en mí. Con asombro reconocía a algunas de aquellas personas...
Allí estaba el viejo Celso, sentado en un rincón, tallaba primorosa pipas de espuma de mar. El viejo y terco Celso. Salió un día con su pequeña barca, a pesar de la galerna que se cernía amenazadora. Reparando unas redes reconocí a Lucía, “la loca de Muxía”. Una mañana fría de marzo se metió en el mar hasta que la cubrieron las olas. A su lado, tensando los hilos de la urdimbre, estaba Martiño, el “percebeiro” de Paio. Desapareció una tormentosa madrugada entre las rocas negras de percebes. 
Han pasado días, semanas, meses. El tiempo transcurre tranquilo, casi monótono. Ahora me dedico a tallar grandes mascarones de proa. Madera no me falta. Restos de naufragios hay por toda la gruta.
Solo cuando allá arriba, en tierra, los días son brumosos y el mar se confunde con la costa, podemos subir y pasear por el litoral o caminar al interior en busca de algún pueblo o aldea. A veces, también, vamos en procesión con la “Santa Compaña”.

                                                                         Andrés Orellana

viernes, 23 de marzo de 2012

El mendigo de las manos azules

El menudo y tímido Eusebio es uno de los muchos limosneros que se procura la subsistencia en un acceso a uno de los numerosos centros comerciales de la ciudad. Desde hace varios años, salpicados con algún periodo de absentismo debido a empeoramientos de su frágil salud, se sitúa, durante las horas más benévolas del día, en la entrada más oriental del que hay situado frente al parlamento regional.

El hombre no molesta. Se sienta a tres milímetros del suelo, la medida del grosor del cartón, y desmenuza artículos y noticias de todo periódico, da igual de que fecha, que caiga en sus manos.

La gente que tiene a bien ofrecerle alguna ayuda, ya pecuniaria, alimenticia o de otra índole, recibe, por este orden, una mirada, que se eleva mansamente desde la lectura hasta el generoso prójimo, una tierna sonrisa y un agradecimiento apenas audible. Unos depositan su altruismo en una gastada gorra, antaño colorida, y otros, los menos, directamente en su mano. Los hay que lo hacen en silencio y los que le dedican alguna palabra, aunque en rara ocasión mantiene una conversación.

Eusebio, hasta que aquella terrible depresión le relegó a la miseria, era una persona considerada, con un sólido cimiento cultural y un meritorio trabajo. Lo que ignoraba, y aún lo sigue haciendo, es su poder de transmisión de sensibilidades ajenas.

Las palmas de sus manos proyectan el negativo de una noche estrellada, infinitos puntos azules sobre un pálido fondo. Estas puntadas se corresponden con unas sobrenaturales terminaciones nerviosas, culpables de dicho tránsito.

Carmela es una mujer más joven de lo que aparenta. Suele llenar su nevera en las ofertas del centro comercial. Encierra en su interior un corazón inabarcable; la humildad y ella son íntimas amigas. Ayuda, dentro de sus mínimas posibilidades, a todo aquél que lo necesita.  Aportó tres hijos a la sociedad y ésta se los llevo, en una edad pensada para ser feliz, de mano de la droga. Su marido no pudo soportar tanta pena y corrió tras ellos. Siempre que le es posible, ofrece a Eusebio una moneda o alguna pieza de fruta. Cree que éste vive en tal penuria  por el uso de las mismas sustancias que envenenaron a sus hijos.

Cortázar es diputado regional. Hombre elegante, cercano a la cincuentena, mesurado y religioso. Procura cumplir con los preceptos de caridad cristiana, por lo que siempre tiene a mano monedas sueltas.

Esta tarde se celebra en la cámara un importante plebiscito, donde se espera una votación muy ajustada. Cualquier apoyo es importante para el resultado final. Cortázar recuerda que debe comprar un regalo a su hija, que viene reclamándole, hasta el hartazgo,  desde hace semanas. Cuenta con apenas veinte minutos para acercarse a la perfumería que está en la entrada del centro, muy cerca del puesto de trabajo de Eusebio. Cruza ligero la avenida, mientras busca alguna moneda en el bolsillo. Observa como una anciana, a la sazón la buena de Carmela, deposita algo en la mano del pobre y se introduce en el local. Al llegar al sitio del indigente, no encuentra la gorra donde depositar el dinero, lo que le hace titubear. El hombrecillo, posado en su alfombra, extiende la mano, mientras eleva la sonrisa hasta el político, produciéndose el roce de las palmas, que hace que caigan las monedas sobre la moqueta de cartón. El edil se apresura en busca del perfume.

Un par de horas después acaecerá un hecho importante, que cambiará el devenir de nuestros protagonistas.
En el momento de la votación parlamentaria, se producirá el trasvase de un sufragio, que modificará el resultado previsto. Cortázar, en contra de las órdenes de su partido, votará a favor de una ley de ayuda a la población marginal, que contemplará, entre otras medidas, indemnizaciones a las víctimas de la droga y a sus familiares.

El político sufrirá los reproches y presiones del estamento al que representaba, lo que le sumirá en una gran depresión, que le conducirá a abandonar la vida política, social y familiar. Acabará limosneando en unos jardines al noroeste de la ciudad.

Pasado un tiempo, el elegante señor será muy celebrado por los visitantes del parque donde fijará su residencia, en el que será conocido como el mendigo de las manos azules.


viernes, 16 de marzo de 2012

Cartas de amor (IX)

Hola, Ainhoa. Tú no me conoces, yo sí. Mucho. Muchísimo. La primera vez que te ví ya lo supe. Me dije: ésta es, la única, la mía. Y no es porque seas guapa, que lo eres, sino porque a tu mirada le falta la mía. Tienes unos ojos tristes, lindos, pero tristes.  Y estoy seguro de que, si tú te fijaras en mí, eso cambiaría. Parece que miras pero que no ves, que no me ves. Y yo me alegro de que esté ahí todos los días, y de que seas fiel a tu cita, pero siempre es lo mismo y creo que esto debe cambiar. Cuando recibas esta carta tus ojos han de brillar y yo lo notaré.

Te mando una foto mía para que te sea más fácil verme, no es muy reciente, pero estaba recordándote cuando me la hice. Sólo piensa en mí y siente que te quiero, que te quiero todos los días, que te voy a hacer feliz, lo juro, y que da igual la diferencia de edad, eso se pasa. Cuando me veas tócate despacio la mejilla.

Firmado: Carlitos
  
* * *

Hola, Carlitos.
Me he alegrado mucho al recibir tu carta. En la foto estás muy guapo. Yo te mando una mía dedicada. Gracias por los elogios, no los merezco. Y sí, tienes razón, tengo la mirada triste. Y ¿sabes por qué? porque me falta la luz de unos ojos, pero siento decirte que no son los tuyos. Hace apenas dos años que perdí a mi niño y le echo tanto de menos que no me extraña que se me note. Pero no te preocupes por mí, estoy bien.

El día 18 estate atento, cuando finalice el telediario, al despedirme, me tocaré con suavidad la mejilla. Será por ti.

Sigue así, luchando por lo que deseas. Un beso muy fuerte.
                                                                                                      Ainhoa
Por Raquel Ferrero

Cartas de amor (VIII)

…Es por tu olor. O por tu mirada envuelta en pétalos rojos intentando agarrarlo todo como las raíces de un árbol viejo. Es por la manera en que te mueves, como de arroyo, saltando de una roca a otra, arrastrando la espuma rubia que sueles recoger en una coleta para dejar al descubierto las facciones de tu rostro. No, definitivamente es por tu manera suave de hablar, por tu sonrisa de cuarto menguante, o por tus besos estrella-fugaz, esos que aparecen y desaparecen en cuestión de una milésima de segundo…
Sinceramente,  hoy por hoy, aún no he conseguido adivinar con certeza cuál es el verdadero motivo por el que mi bolígrafo no es capaz de garabatear otra cosa que no sean las cuatro iniciales de tu nombre.

* * *

制成品志玲北京2月29日
29-2 -2012

 亲爱的客户:的原因,我们将与您在提到要求提交日期与2月14日,2012年。
我们已实际上不可能将该案文,我们被送往,所以请把我们的另一个新命令(这次是在英文如果可能)尽快与。
亲爱的客户:的原因,我们将与您在提到要求提交日期与我们已实际上不可能将该案文,我们被送往,所以请把我们的另一个新命令
制成品志玲北京2月29日


(MANUFACTURAS CHI-LING
 ekin 29 feberero 29-2-2012

Estimado cliente:

Nos ponemos  en contacto con usted en referencia al pedido remitido con fecha 14 de febrero de 2012. Nos ha sido materialmente imposible traducir el texto que nos envió, por lo que le rogamos nos dirija otro nuevo pedido (esta vez en inglés, si es posible) con la mayor brevedad posible.

Para evitar demoras innecesarias le facilito el número de  FAX de recepción de pedidos, que a pesar del inconveniente de ser un número internacional, el envío de la mercancía se aceleraría considerablemente.

Lamentando mucho no haber podido intuir lo que deseaba,
Reciba un saludo cordial de
MANUFACTURAS CHI-LING)
Por Emilio José Isidro

Cartas de amor (VII)

Obsesión platónica

Mi  amado desconocido:

Te observo cada día de lunes a viernes, de ocho y media a nueve menos cuarto, minuto más minuto menos. Los dos subimos juntos al vagón donde, desde que te descubrieron mis ojos hace ya dos meses, te busco y te espero, Cuando tú te retrasas, yo, que bajo al andén con antelación para no perderte,  llego tarde al trabajo. Tú desciendes y yo continuo contenta y triste las tres últimas estaciones. El resto de la jornada vivo obsesionada contigo, me distraigo en el trabajo, me vuelvo loca cuando regreso buscándote por los diferentes vagones. Dos días, nada más terminar mi media jornada fui a la estación en que te bajas y aguardé tu aparición horas y horas y nada, sólo el consuelo de encontrarte al día siguiente.

Me gusta todo de ti, el pelo rubio y los ojos claros, el gesto seguro de tu cara cuando observas y el gesto relajado si cierras los ojos escuchando la música, ¡Qué daría yo por saber qué canciones resuenan en tus auriculares! Miro cómo andas y como te mueves y me pareces perfecto. No entiendo cómo no te das cuenta del deseo que acumulo y corres hacia mí para abrazarme y besarme y … no quiero ni pensarlo. ¡Te deseo tanto!

* * *
Nadie ha dicho que esté prohibido soñar

Odaliscas imposibles han poblado mi cabeza desde que leí tu carta verde, en sobre verde: ¿esperanza, relajo, frío? Cómo adivinar tus pensamientos y cómo saber en qué momento se coló, pájaro en busca de nido, en el bolsillo de mi cazadora.

 Sugerentes y delicadas odaliscas reposan y se muestran sobre divanes. Gozosos ojos de Fortuny, Ingres… que las contemplaron. Manos expertas que trasladaron su voluptuosidad al lienzo.

Tu carta ha despertado recuerdos ya dormidos, anhelos de inexperta juventud. Yo descubrí y amé el arte a través de estas semidiosas que tú has convocado. Demasiados sueños, disparatada imaginación la mía. ¿Eres tú, quizás, la odalisca que el destino me tiene reservada?
Tu correo electrónico me parece un puente. Crucémoslo. Espero impaciente tu respuesta.

Olimpia Benito
 

Cartas de amor (VII)

Estimada señora: la amo. Perdone mi atrevimiento, pero en estas dos palabras se encierra toda la verdad del mundo. No hay más.

Es imposible no enamorarse de usted. Imposible resolver el jeroglífico de su mirada, alcanzar a comprender el indescifrable pulso de su corazón. Lleva consigo un enigma aún por descubrir. En su interior se esconde una ecuación mil veces resuelta y mil veces distinta.
Señora, la amo. Es usted mi desconocida habitual. Su presencia ocupa todos mis días turbando mis sentimientos. El misterio la rodea arropándola, no dejando ver su verdadera naturaleza y el desconocimiento de su auténtico ser es lo que obnubila mi pensamiento, dejándome rendido y exánime a sus pies.
             
                                                       Este que la ama, suyo afectísimo
                                                       Enrique Cifuentes, su marido
                                                       (ése al que usted llama “mi osito”) 

                                                       
 * * *

 A mi osito

Te quiero. Qué cosas me escribes. Siempre has sido un romántico empedernido. ¿Todavía soy un misterio para ti? Me alegro. Tú, en cambio, siempre me has resultado diáfano y transparente. Te has mostrado como el más bello de los poemas, sin dobleces ni significados ocultos. Un poema claro y directo. Directo a este corazón que me tienes secuestrado. Y que no quiero liberar. Quiero vivir siempre con este “síndrome de Estocolmo”, añorar tus besos, tus caricias, cuando no estas a mi lado.

                                                                            ¡Osito, te amo!
                                                                            Tu osa, raptada de amor.

                                                                             Andrés Orellana

Cartas de amor (VI)

Para la luz de mi sombra

Etérea luz que flotas en el ámbar de su mirada,
sensual figura que trasmuta movimiento en deseo,
espíritu ardiente que fascina al aire con su contacto soñado.

Esquiva esperanza en la miel de tus ojos
confluye en el abandono de mi esencia.

Responde, desconocida amada, a mi solícita desdicha,
pues tan fuerte es el lazo que a ti me empuja
que con el ánimo de tu anhelo cualquier otro rompería,
si no fuera porque no hay placer más dulce que estar preso de tu esencia.

Abrásame, venerada desconocida, que de tanta congoja regada en rojo flama,
y con tu ausencia sentida, enterraré mi dicha y, víctima de ávida pasión,
moriré en la bruma de tu soledad errada, pues estando a tu lado,
exhalaré el ardiente aroma de tu helado corazón,
que desconoce mi ansia de por tí ser amado.
 
* * *

Respuesta a un carroza

Pasa, tronco, ¿Me estás vacilando? ¿Pero de qué vas, carroza? ¡Vaya golpetazo que tas dao en la chola! Todas las words revueltas, que si anhelo, que si congoja y aroma. Pero tío, qué dicha ni desdicha, si te contara lo que dice el Rober…

No sé quién eres, pero por la lengua tiés que ser mazo friki hasta arriba de garrafón. Seguro que eres más estirao que la lengua de un camaleón y tienes más años que Cervantes. Abre bien las orejas que no te lo voy a repetir más: contigo tío, ni a la puerta del ‘tuto. Solo una vez más y se lo cuento a mi novio, el Rober, el quebrantahuesos.
 

Luis C. Castilla

Carta de amor (V)

Querida Ángela:

 si supieras cómo te admiro cada día que tomamos café y nos reímos con el grupo, aunque sólo esté pendiente de ti... En esos momentos, en el pasillo, cuando me enseñas con prisas los informes y luego los estudio en el despacho porque sólo he escuchado tus palabras y observado tus ojos... Si pudiera apartar a un lado la costumbre de vernos como amigos en el desayuno, compañeros de trabajo en la oficina y volver a empezar desde el día que entraste por la puerta de mi vida... Te ofrecería la luna, el sol, las estrellas, te contaría mil historias en las que se habla de un héroe que es capaz de luchar contra dragones para rescatar a su princesa. Porque, desde entonces, estar a tu lado es lo que me anima a seguir tus pasos por el duro trabajo. Espero y deseo compartir la persona que me quieras ofrecer y que no estés dispuesta a dar a nadie más. Me conoces bien; soy como me ves, no te puedo engañar; lo que aparento soy y lo que soy te ofrezco. Dame una oportunidad para demostrarte que nuestra rutina será diferente a la de cualquier ser humano.

Por Tomás Alegre

Cartas de amor (IV)

Por favor, continúe con la vista fija en el papel y, aún, no me dirija la mirada, evitando así que la brasa de mis mejillas me delate.

Como en otras ocasiones, le entrego la lista con el género que necesito. Pero esta vez, lo que le pido es una pieza muy especial, única, intrínseca, que sólo usted puede proporcionarme.

Desde la primera vez en que le contemplé, sublime, detrás de ese mostrador, rodeado de lustrosas carnes, deseosas de ser manipuladas por sus ágiles y largos dedos,  leyendo a Neruda, a la espera del primer cliente vespertino, mis cuerdas vocales se desvanecen al verle.
Esta osadía sería imposible de no haber vislumbrado, en el interior de esa profunda mirada, atisbos de deseo hacia ésta, su adoradora.

Le ruego que esa pieza que le pido, sin duda jugosa, tersa, bella… la entregue esta noche. Permítame que, como única moneda, le ofrezca lo mejor de mí.

* * *

Querida señora de los ojos de miel,
nunca sentí tanta honra.
Honrado, pero mi valor sólo llega
hasta su buzón,
el buzón de su alma.

De veras que mucho siento
no ser el típico hombre,
perdiéndome así el disfrute
de su belleza,
de su perfecta hermosura.

Aunque sólo sea esta noche
odio mi sino cambiado.
La vida va a castigarme,
me niega,
de los héroes el manjar.

No obstante, señora mía,
siempre será bienvenida
en la mi casa, la suya,
con su trono,
en su trono de reina.

Por Vicente Briñas

Carta de amor (III)

AMOR ASTRAL

Quisiera poder alcanzar la luna con estos dedos
y allí poder dibujar todo mi amor y mi anhelo.

Quisiera llegar al sol para robarle sus rayos
y así dar resplandor a este amor que siento.

Quisiera también hablar con las estrellas del cielo
y poderles indicar cuánto amor tengo yo dentro.

Quisiera, amor de mi vida, ser una estrella fugaz,
para escribir con mi sombra que este amor es de verdad.

Quisiera como un planeta sentirme yo en esta vida
diciendo a sus habitantes el amor que me atosiga.

Quisiera también estar como satélite errante
sintiendo que nuestro amor nunca, nunca es aberrante.

Quisiera cometa yo ser para indicar, con mi estela,
que el amor es posesión y de dos seres tutela.

Quisiera ser asteroide vagando en el firmamento
para así estar acorde con todo lo que yo siento.

Quisiera como aerolito caer deprisa del cielo
para repetir a gritos lo mucho que yo te quiero.

Quisiera también sentirme como una constelación
y en el cielo contemplar este loco corazón.

Quisiera cual nebulosa estar también en tus sueños
y decirte, niña hermosa, eres dueña de mi amor.

Quisiera como un lucero brillar hasta amanecer
e indicar que te quiero viendo este amor crecer.

Quisiera ser amo yo del universo
y gritar con desafío que este amor es solo nuestro.

Quisiera como un eclipse cubrir todo resplandor
al ver que el amor existe con puro y limpio candor.

Quisiera,¡hay! Qué quisiera… Quisiera verte mi amor,
tenerte entre mis brazos, y entregarte el corazón.

Jesús Llamas

Cartas de amor (II)

Me gusta estar cerca de ti, todos los días espero que llegue el silencio de la noche para acurrucarme a tu vera y sentir tu calor. Hoy también me he levantado pensándote, atrapado por tu olor, por tu sonrisa, por la flexibilidad de tu cuerpo. Me gusta mirarte, ver cómo te mueves, me gusta que me busques con tu mirada, me gusta sorprenderte, seducirte y cautivarte. ¡Cómo disfruto sabiéndote ahí!

* * *

A mí me gusta que no te separes de mí.  Todos los días, al llegar la noche, me escondo en el palpitar de mi soledad y ansío que me encuentres y lleves junto a ti. Hoy también me he levantado pensando que sin tu amor no sabría dónde refugiarme ni quien podría encontrarme y ofrecerme su calor, su ternura y su protección. Me eriza mirarte, me desvanezco cuando siento que te acercas y pones tu mano sobre mi pecho, me quiebro cuando me acuno entre tus brazos.  No dejes nunca de seducirme, de encantarme con tu halo de príncipe lejano, de acercarte sigilosamente y sorprenderme con tu sonrisa, con tu mirada, con tu tacto tierno y firme. Hoy seguiré esperándote donde siempre.   


Por Boni Pedraza

Cartas de amor (I)

Estimada Adela:

Se sorprenderá al recibir esta carta. Soy Matías, su consuegro. Usted dirá que por qué  no la llamo, teniendo su teléfono. Lo que pasa es que tal vez me vea como muy decidido y hablador, cuando coincidimos algunos domingos en casa de nuestros hijos. Pero a veces soy tímido y no me atrevo a decirle, cara a cara, lo que siento.

No sé si se habrá dado cuenta de que he cambiado, no sólo por fuera; ahora me preocupo por ir bien vestido. Pero ¿se ha dado cuenta de que la miro diferente?

Sabe usted, desde que enviudé, hace casi un año, me he vuelto más callado y más observador. Ahora miro con más interés a las personas que me rodean. Debe ser porque estoy muchas horas solo y me da por pensar.

Adela, usted siempre me ha parecido una mujer atractiva y simpática, pero ahora la veo más guapa y alegre. También más moderna. Eso me llamó la atención. Y le diré una cosa: pienso mucho en usted en la soledad de mi casa. Usted también está sola. Y digo yo: ¿no podríamos vivir mejor si estuviéramos juntos?

Aunque ya no cumpliremos los 65, estamos sanos y tenemos muchos años por delante. Yo estoy fuerte y puedo cumplir en la intimidad sin pasar vergüenza. Perdone mi atrevimiento, pero prefiero ser sincero.

Con nuestras pensiones podríamos disfrutar la vida y darnos los gustos que nos apetezcan.
A veces, sueño que estamos los dos en mi casa -es más grande que la suya- y mientras usted está en la cocina, yo pongo la mesa. Luego nos sentamos en el sofá a ver una película o algún programa, como “El Intermedio“, que a usted tanto le gusta. 
Adela, no tome a mal esta carta y piense en lo que le propongo.

A sus órdenes, para lo que usted guste. Su rendido admirador,
Matías.

* * *

Matías:

Contesto su carta porque soy educada; y espero que sea la primera y última que me escriba.

Ha observado bien mi cambio, pero le ha faltado vista para notar el más importante: el interior. No soy la misma de los últimos años. He recuperado mi personalidad, mi libertad, el entusiasmo por las cosas que me interesan. Hago lo que quiero, cuando me da la gana. No estoy atada a horarios ni a obligaciones, como cuando estaba casada. Dejé de ser la cocinera, la lavandera, la contable, la enfermera, la psicóloga. Porque eso esperaba  mi marido de mí y fui educada para complacerle. Como ocurre con la mayoría de los matrimonios de nuestra generación.

¡Pero se acabó! Ahora soy yo, Adela. Disfruto cada día de lo que quiero hacer: cantar, bailar, ir al cine o al teatro, merendar en el centro con mis amigas. Hasta soy una mujer más culta. Sí. Asisto a un taller de literatura y he recuperado el placer de leer. ¡Ni se imagina lo que se aprende con los buenos libros!

¿Se cree que voy a cambiar esto por lo que usted ofrece?

Lo que está buscando es una chacha. ¡Contrátela! Hay muchas mujeres inmigrantes que no tienen más remedio que hacer este trabajo por un escaso sueldo. Llame a una y trátela bien, por favor.

Adiós.
Adela

P.D. Y eso de que va bien vestido... ¡Por favor! Su ropa es horrible. ¡Modernícese, hombre! Por fuera y por dentro.
Por Elsa Fías