lunes, 17 de marzo de 2014

Aguardando

Tañen las campanas. La boca de la alcantarilla exhala un vaho denso y amenazador. Contra una esquina de la calle negra y solitaria, un perro cojitranco se rasca la sarna. De repente se para, desorbita sus ojos y corre como perseguido por Belcebú. Su marcha dispar deja huellas irregulares sobre el asfalto mojado. El silencio se apodera de la vía y un portazo sordo lo quiebra.

Águeda va envuelta en un abrigo largo y grueso. El pelo suelto revolotea por su cara. Mira a ambos lados del portal y con paso ligero se dirige hacia la estación de tren. No se cruza con nadie, sus tacones golpean la tarde vencida y el eco la acompaña, toc, toc, toc… Le incomoda su ruido y tiene la sensación de estar poniendo sobre aviso a alguien que llevara dormido siglos. De pronto un frío que no es de otoño se instala dentro de su cuerpo. Se detiene, se ciñe el abrigo, se sube el cuello y mira en derredor como queriendo descubrir la corriente invisible que le ha invadido.

El viento gélido apaga los ojos de las farolas y se alía con el negro plomizo. Águeda apura el paso, aunque las formas a su alrededor se han desdibujado y la tarde se ha vuelto noche y el toctoc de sus zapatos acompaña al bumbum de su corazón. “No debiste hacerlo, no debiste hacerlo.” Una voz ha resonado detrás de su nuca, ¿una voz o su conciencia? se pregunta mientras corre a trompicones sin esperar la respuesta.

El toctoc, el bumbum, la voz y su respiración agitada, son coreadas ahora por las campanas: dong, dong, dong… El campanario de la iglesia se yergue sin fervor en medio de su agitación, pero aún así, para ella, es como el madero para el náufrago. La reja está cerrada pero cede y le permite llegar hasta la puerta. Empuja su pesada hoja, y una cálida luz enciende su rostro níveo y desencajado. Cierra la puerta, y detrás de esta, algo se agita y la golpea. Ella, sin mirar atrás, corre a sentarse frente al altar. 

No hay nadie en la iglesia, las ocho campanadas ya han cesado, los cirios titilan y parecen observarla desde su quietud. Un Jesús crucificado llora sangre sin consuelo. Inconscientemente, reza un padre nuestro; después, el salve maría. Quisiera recordar el credo y rezar y rezar y rezar… 

Mira el reloj y el tiempo se ha plegado y ha pasado sin darse cuenta. Se agita en su asiento, de repente el silencio se le hace incómodo, irreal, no entiende qué hace allí, y su miedo le parece ahora infantil y vano. 

Recorre el pasillo en dirección a la puerta, moja su mano en el agua bendita y se persigna mirando al Cristo. Se decide a salir. En un instante eterno, su intuición y su razón pugnan por asir, o no, el pomo de la puerta. Con la mano húmeda acaricia el tirador preguntándose qué debe hacer. Afuera no se oye nada, pero sabe que algo le espera. Retira su mano y la oculta detrás de su cuerpo como si no se fiara de ella y retrocede unos pasos.

Ahora recuerda qué día es hoy, qué noche. Noche de difuntos, de ánimas errantes y atormentadas. Como un fogonazo aquella tarde fatal estalla en su memoria. También entonces sonaban campanas, y después sirenas de policía, de ambulancias. Su cerebro se ceba con el olor de aquella sangre roja negra que se escapaba de la gabardina con que taparon su cuerpo. Su cuerpo, al que había amado, adorado, enloquecido. 

Había pasado veinte años sepultando todo aquello bajo el maquillaje de esposa modélica del arquitecto con el que le engañó. Pobre Rafael, no pudo soportarlo. Se arrojó al tren, delante de ella, cuando le confesó que amaba a otro. 

Asió el pomo y fue como cavar  su propia tumba. Un hálito cruel le azotó el rostro y le heló el alma. Corrió trastornada hacia la estación. Varias sombras humanas rumiaban su soledad a lo largo del andén. De nuevo la voz sopló su cuello, esta vez con calidez: “Aún te estoy esperando”.

Cuando vio aparecer al tren, se dejó caer. Los brazos de Rafael la estaban aguardando.

jueves, 13 de marzo de 2014

La orilla derecha del paseo del Prado

Álvaro curioseaba entre los volúmenes amontonados en la mesa de una de las librerías de la Cuesta Moyano. A su derecha aparecieron las manos blancas y cuidadas de un hombre mayor, con aspecto distinguido, que destilaba un fresco aroma floral en armonía con esa mañana nublada y cálida de finales de abril.

El joven se giró y reconoció a su antiguo vecino.

Después de saludarse afectuosamente, siguió cada uno ojeando por su lado, hasta que empezó a lloviznar y los libreros echaron las lonas sobre los expositores.

Gustavo buscó a Álvaro con la mirada. Como este no venía cubierto, y la lluvia arreciaba, se acercó a él con  el paraguas abierto.

—Tenía pensado caminar hasta la Biblioteca Nacional y coger allí el tren. Me gusta mucho pasear por la orilla derecha del paseo del Prado. Si quieres, puedes meterte, que, aunque es pequeño, creo que cabremos los dos.
—He quedado con Lola, mi novia, en Manuel Becerra, pero hasta la hora de comer queda tiempo. Lo acompañaré —aceptó el joven.
—Si me llamas de usted, me vas a hacer más viejo aún. Acabo de jubilarme.
—¿Ya? Si estás estupendo. Pues no te queda nada por disfrutar. Te conservas mucho mejor que mi padre. Con el buen aspecto que tienes no te faltará buena compañía —a punto estuvo Álvaro de hablar de mujeres, pero se contuvo intuitivamente.

Anduvieron despacio –acompañados por los esporádicos goterones que, acumulados en las hojas de los árboles, repicaban sobre el paraguas- observando, a través del enrejado, las heterogéneas especies del Real Jardín Botánico de Madrid. Gustavo, gran amante de las plantas, comentaba, con gran pasión, sobre muchas de ellas. Sentir la respiración, la cercanía y la lozanía de Álvaro le insuflaba una energía que hacía tiempo que no percibía.

Siguieron en paralelo al jardín, camino del Museo del Prado. Aunque el cielo se tornaba marengo, dejo de llover y Gustavo, en contra de sus deseos, cerró el paraguas. Sonriente, rememoraba tiempos pasados, antes de cambiar de piso, cuando vivía en el mismo bloque que el muchacho.

—Te recuerdo con ese amigo con el que siempre ibas, el de ricitos. Vuestro uniforme del colegio, los dos muy arregladitos y repeinados, con el nudo de la corbata siempre en su sitio. Alguna vez merendasteis en casa. También tendrá novia, como tú, si es que no se ha casado. El tiempo vuela.
—Ese es Claudio, al que le fascinaban esas fotografías antiguas de actores de Holywood que había en tu despacho. A él, la verdad, no le gustaban mucho las chicas. Ahora vive con su novio.
—¡Vaya! La vida es una caja de sorpresas— Añadió Gustavo, soltando una leve carcajada.
—¿Y tú? ¿Sigues soltero? Mis padres se reían, porque siempre había alguna vecina tonteando contigo. Creo recordar un tiempo en que compartiste el piso con un compañero de trabajo, muy guapo, decía mi madre, que había venido de no sé donde.
—La verdad, no era compañero de trabajo. Fueron unos meses. Pero cuando te acostumbras a vivir solo, se hace difícil la convivencia con otras personas. No me atreví a hacerlo cuando era como tú y después ya era tarde. Prefiero seguir siendo un solterón —rió el hombre.

La lluvia apareció de nuevo, con más fuerza. El viento dispersaba el agua por debajo del paraguas. Apenas se cubrían los dos cuerpos, por lo que tendían a acercarse. Gustavo llevaba su mano izquierda pegada al pecho mojado de Álvaro. Esto le hacía sentir un placer casi olvidado. El chico, lejos de sentirse azorado, buscaba la cercanía.

Dejaron a un lado el hotel Ritz, la Bolsa y el Museo Naval, llegando empapados a Cibeles, refugiándose en el Palacio de Comunicaciones.

—Si tienes tiempo, antes de encontrarte con tu novia, podríamos tomar algo en la cafetería. Hay unas vistas estupendas.
—Siempre me toca esperar a mí —respondió Álvaro, sonriente—. Hoy esperará ella. 


Por Vicente Briñas

miércoles, 12 de marzo de 2014

Noche de paz

Estoy harta de Antonio, ya está borracho y solo son las diez, yo paso, que se embolingue cuanto antes, que se vaya al sofá y se duerma, mejor para todos. Lo malo es como le dé por hablar y no parar, que  siempre dice lo mismo. Yo voy a coger la linde de los langostinos y de ahí no me voy a salir. Aunque no sé si cambiar de rumbo e intentar algo con el amigo de mi sobrino, no para de mirarme y de relamerse los labios; yo pensé que eran pareja, porque Esteban siempre ha tirao un poco a femenino y traérselo a la cena da que pensar, pero es que no me quita ojo. No está nada mal, aunque es un poco bizco, pero eso a mí me da igual, siempre me han dado mucha ternura la gente discapacitada, sino de qué iba yo a estar con el subnormal de mi marido.

No sé qué hago aquí, mira que le dije a Esteban que no quería venir, pero es que le conozco y si no vengo se enfurruña una semana entera, estoy un poco desencantado, la verdad, me gustan los hombres un poco más…hombres, que para nenaza ya estoy yo, en fin, la vida sigue y el primito está de vicio, un poco joven pero eso se cura con el tiempo, y tiene unos labios carnosos que me están poniendo nervioso y sin darme cuenta me estoy mordiendo los míos y no paro de mirarlo y creo que Esteban se ha levantado de la mesa por eso y hace ya más de diez minutos y no vuelve. Y lo que no sé es lo que le pasa a su tía que no deja de mirarme y de guiñarme los ojos.

Otra vez con las pijaditas de todos los años, mira que se lo digo a mi hijo, que tu mujer se lía mucho, que con un poco de fiambre del bueno, unas migas que se las hago yo si quiere, que me salen de rechupete, una buena sopa, los langostinos cocidos y los postres, nos ponemos hasta arriba, que lo importante es reunirnos y ya está, pero esta chica siempre igual, venga a comprarse revistas y a hacer unas cosas rarísimas, que a veces le salen bien pero otras… Pobre, con lo que se afana. Yo por si acaso me voy a tomar una copita de vino, a fumar mi purito y voy a estrenar los cascos que me ha comprao el niño, con la Concha Piquer, que me quita to los males.

Ya no puedo más, la última vez que hago la cena yo, la última vez.  Y total para qué, se  lo zampan sin sentido y ni un hay que ver lo bueno que estaba, lo que te has esforzado ni na. Soy una desgraciada, todos en el comedor tan ricamente y yo encerrada en la cocina como una cenicienta con el delantal y la bayeta y mi marido tan feliz, sin enterarse de nada, a su rollo, quedando bien con la familia, con la suya, porque a la mía cuanto más lejos mejor, que viven muy lejos, ya lo sé, pero algún año podíamos cambiar, digo yo. Huele a quemao,  ay Dios, ¡la cena!

Yo creo que esta peluca me sienta fenomenal. Se han quedao todos un poco flipaos cuando me he puesto también la minifalda de lentejuelas, pero me da igual, llevo semanas ensayando;  estoy nervioso y todo, como si fuera a salir a escena, o del armario…no sé, lo mío es puro travestismo, no tiene nada que ver con lo otro, que a mí siempre me han tirao más dos tetas que dos carretas. Manoli ya no me pone, pero es que el matrimonio es mu malo, con lo que me gustaría a mí interpretar en la cama y que ella se vistiera de tío y yo con la minifalda y la peluca… Uy, que ya empieza la canción: “Explota, explótame, expló…”

-Tia lo flipo mi padre con peluca y minifalda y bailando como un loco
-No jds tia hazle un vídeo y wasapealo
-Q no tía q luego s entera tol barrio y no mola
-Jo pues una foto y solo m la enseñas a mi
-Vale jessi pero a cambio m tienes q dejar las botas de cuello alto
-D eso na m las voy a poner yo t dejo las d plataforma azul 
-Jo tía no m pegan con na q t jdn paso
-Bueno ok pero no s t olvide eso que si no…

Joder, lo sabía, no sé por qué le he traído, soy gilipollas. Mi primo está buenísimo y yo creo que entiende el mariconazo este. Y Javier no para de mirarlo y de darle conversación. ¡Me suicido, lo juro, como les vea una miradita más me los cargo y luego me corto las venas! ¡Lo amo, lo amo con toda mi alma! ¡Me quiero morir, me quiero morir! ¡Joder, se me han enrojecido los ojos con tanto lagrimón, y ahora cómo salgo y que les digo y que hago, aggghhh!

Dios, este vestido cada vez me aprieta más, claro que  ya llevo con el siete u ocho navidades, y el caso es que estoy igual que siempre, no lo entiendo, es que estoy hinchada, esta limonada solo tiene gaseosa y mira que se lo he dicho a Manoli, pero nada, ella ni caso, que un poquito más de casera que si no me emborracho. Y qué más da, joder, mejor estar borracha para aguantar todo esto; me voy a inflar de cortezas y de sangría y a morir por dios. ¿Y a este perro qué le pasa?  No para de saltar y de querer morderme, el muy cabrón, me voy a tirar un cuesco a ver si se afloja la presión y, de paso con la peste, se pira el chucho de los cojones. 

No llevo las gafas pero yo creo que el amigo bizco de mi primo no para de mirarme, por lo menos con un ojo, y debe tener los labios cortados porque no para de mordérselos Y que farragoso es, no deja de hablar del gimnasio y de ropitas y de no sé qué ambiente, y yo lo que quiero es irme a casa, a terminar la última poesía de mi primer libro, que me está quedando inmejorable, y describir con hilos de tinta tanta miseria humana que circunda mi vida y escapar de esta familia monocorde y sin brillo.

Este vino está de puta madre, lo voy a esconder debajo de la silla y no me lo quita ni dios, cuanto antes me emborrache antes pierdo el sentido, que joder con la Nochebuena, noche de los cojones, hasta los mismos estoy de los pesaos de mis suegros, de la histérica de mi cuñá, del loco de mi cuñao, del sarasa de mi sobrino y de su amiguito, de la petarda de mi mujer, de la choni de mi sobrina y del puto perro. ¿Y el niño del exorcista?  ¿Qué coño está haciendo? Que niño más raro.

Esta cena va a superar a todas las demás. Mi tío Antonio ha escondido la botella del vino caro debajo de su silla y le ha escrito su nombre. Su mujer le ha guiñado un ojo al amigo de mi hermano porque no sabe que es gay. Mi padre se ha comparado una peluca rubia y una minifalda brillante y ha puesto a Rafaela Carrá. Por debajo de la puerta  de la cocina sale humo y mi madre grita que se quiere morir. A la abuela Carmen se le ha roto el vestido de terciopelo que se pone todos los años y Tobi quiere morderle el michelín porque cree que es una salchicha. Mi hermano Esteban está llorando en el baño, ha pillado a su novio haciéndole caritas al aburrido de mi primo. Mi hermana lleva cuarenta y cinco minutos con el móvil y solo se ha movido para enchufar el cargador. El abuelo es el único que parece feliz, tiene los cascos puestos, los ojos cerrados y fuma un puro más grande que su mano. Yo me lo estoy pasando fenomenal hartándome de chocolate  en un rincón del salón, nadie me hace ni caso, solo mi tío ha dicho hace un rato: “Que niño más raro”, pero nadie le ha escuchado. 

Por Raquel Ferrero

sábado, 8 de marzo de 2014

El regalo

I

Cada semana se repite la misma historia.

Elena entra a la cafetería, escoge una mesa junto al ventanal y espera a su hermana. El lugar es tranquilo, suele haber gente variopinta y preparan un café riquísimo. No se puede pedir más.

Mientras espera a Sofía observa a las personas que la rodean. Parejas que acarician y se comunican con sus teléfonos, separadas entre sí por un muro de silencio; chicos absortos y embobados ante una pequeña pantalla; funcionarios, en la barra, discutiendo sobre fútbol; y, más allá, el hombre que siempre está a estas horas y que la mira con insistencia. Ahora levanta su copa a modo de saludo. Ella esboza una sonrisa y baja la cabeza. Es alto y atractivo y… ¡qué mirada tiene el condenado! 

Entra Sofía con paso vivo y boca sonriente; se saludan y piden los cafés. 

Mientras lo van bebiendo, sorbo a sorbo, disfrutando su sabor y del aroma que las envuelve, Sofía va desgranando sus novedades. Han de ser muy diversas, porque pasan de la seriedad a la sonrisa e incluso a la carcajada. Para Elena es un gozo vivir estas tardes que considera las mejores de la semana. Su hermana, tan joven y  espontánea, es su polo opuesto.  

Y tú, ¿qué me cuentas? Te noto rara.
Elena, entonces, saca una hoja de periódico de su bolso y pide otro café. 
Traigo el anuncio de una cosa increíble que quiero comentar contigo. 
Lo dice con tono serio, grave. Sofía pone cara de extrañeza y lee.

LA ÚLTIMA REVOLUCIÓN EN TELEFONÍA MÓVIL PARA PERSONAS IMPORTANTES
LLEVE EL TELÉFONO EN SU PROPIO CUERPO. Teléfono móvil-chip: se introduce bajo la piel y está activo las 24 horas. 6 mm de largo y 2,5 mm de diámetro. Testado clínicamente, sin efectos nocivos para el organismo. Múltiples prestaciones, incorporando las tecnologías más sofisticadas para un resultado óptimo. Actualización permanente. Referencias de su alto rendimiento. ¡Y lo más importante!: funciona como dos teléfonos porque tiene dos números distintos.

Empresa, teléfono, fax, correo electrónico. Entrega en 36 horas. ¿Eso existe? ¡Es increíble!  
Mi jefe me ha dicho que conoce a gente que ya lo tiene. 
No le comenta a su hermana que algunos han dado problemas a las personas que lo portaban.
Hay un breve silencio. Sofía permanece con la boca abierta. 
Elena, ¿no estarás pensando..?
Sí. Creo que es el mejor regalo de Navidad que le puedo hacer a Ernesto. — “Que tal vez sea la última con él”, piensa.
Ernesto, su marido, directivo de una gran empresa, usa tres teléfonos móviles, además de los dos fijos de la casa.
Tal vez este invento pueda sustituir todos los que lleva encima.
Su hermana calla; la observa con preocupación. Un punto de reproche en su mirada.
Sofía, no podemos tener una conversación sin interrupciones, una cena tranquila, incluso en la cama…
Elena está harta de su vida conyugal; no ha tenido valor para tomar una decisión drástica, pero ya no puede más.
No creí que llegara a ese extremo.  
Se miran en silencio; Sofía le acaricia la mano con ternura.
También le tengo preparado otro regalo sorpresa para Reyes. Ya te lo diré en su  momento. 

II

Llega la fiesta, que suele organizar Ernesto, la noche de fin de año. Se convierte en el centro de la reunión. Encantado con su regalo, presume ante familiares y amigos.

¿No te molesta eso ahí metido? ¿No te altera el sueño? ¿Cómo lo oyes?— Son algunas de las muchas preguntas que contesta satisfecho.
¿Veis este pequeñísimo pendiente en mi oreja? Es el auricular. Y este anillo tan bonito es el control remoto, desde donde puedo pedir agenda, escoger contacto, marcar…

El corro de curiosos, reacciona de distintas maneras: algunos con incredulidad, otros con admiración, y no falta el envidioso.

El día de Reyes, cuando Elena le anuncia la separación, no reacciona (tal vez no se lo cree), ocupado como está en sus asuntos.

La marcha de su mujer, unos días después, lo trae a la realidad. No puede localizarla ni con su alta tecnología en comunicación.

III

Hace un mes que está solo. En este tiempo, le han caído encima muchas complicaciones y situaciones adversas. Una detrás de otra.

De pronto, algo ocurre con el “teléfono-chip” que empieza a generarle graves problemas: un fallo en el sistema hace que algunas llamadas suenen y suenen durante varios minutos sin parar. A cualquier hora. Y va en aumento. La última vez que vino el técnico le dijo que se lo cambiarían por otro. Eso fue hace una semana y no ha vuelto a dar señales de vida.

Ayer se ha enterado de que esa empresa de telefonía ha desaparecido, se ha esfumado.
Y ahí va el hombre de aquí para allá, sonando y sonando, buscando algún modo de que le saquen ese aparato infernal.

Por su parte, Elena, que se había marchado de su casa después de Reyes, se ha ido de viaje. Quiere tomar distancia de las emociones y de los conflictos recientemente sufridos. Una pausa, antes de enfrentarse al futuro para el que aún no tiene planes. 

Está recorriendo las islas griegas. En este momento, saborea un aromático café en una terraza acristalada frente al mar. La acompaña un hombre alto, atractivo y… ¡qué mirada tiene el condenado!    

Por Elsa Velasco

Tirando a café con leche

Carla y Lloro estudiaban Derecho. Además de compartir facultad, aula y sentarse en el mismo banco, tenían los mismos gustos y les movían idénticos intereses. Desde que se conocieron, ambos sabían que querían compartir sus vidas. Sin embargo, éstas eran muy diferentes. Carla era una chica acomodada a la que sus padres costeaban los estudios y los caprichos y cuyo futuro laboral estaba asegurado en el bufete de su padre. Además, la nívea piel de Carla contrastaba con el tono oscuro que  el sol de África le había regalado a Lloro. Pero él, que nació en la misma patera en la murieron sus  padres  en el viaje a un mundo mejor, no consideraba que el color pudiera separarles. Había pasado su vida en un centro estatal de acogida, destacando en los estudios, lo que le había llevado a la Universidad. Ante él se abría un porvenir muy diferente al que en principio le estaba destinado. 

Su amor era sólido como los muros de una iglesia románica, pero tan vulnerable como una mariposa, ya que la madre de Carla, Palmira, que se atiborraba desde la mañana de pastillas y prejuicios, no estaba dispuesta a aprobar una relación tan disparatada. Ese negro lo único que buscaba era vivir de su niña.  

Carla, que no entendía esa oposición en pleno siglo del conocimiento, consiguió por fin que sus padres conocieran a Lloro. Palmira se negó a recibirle en casa y quedaron en un restaurante de lujo, para poder ridiculizar y atacar a Lloro. El padre de Carla, Antonio, era más comprensivo, quería la felicidad de su hija, pero temía las reacciones neuróticas de su mujer e intentaba soportarla.

Durante la comida, el chico fue sometido a feroces ataques verbales y humillaciones por parte de Palmira, pero él se defendió con éxito y salió victorioso de la prueba. Antonio le felicitó por su coraje y le ofreció todo su apoyo. 

Sin embargo, la madre de Carla seguía insistiendo en que su hija no se casaría con un descendiente de esclavos, ¡Si al menos tuviera un color negro claro!

Carla y Lloro siguieron estudiando, encontraron trabajo y alquilaron un piso, alejados de los choques familiares. Antonio se ofreció a ayudarles y se enfrentó a su mujer, separándose al poco tiempo. 

Un día, Palmira recibió una llamada de una amiga de su hija, anunciando que había tenido un nieto. Su reacción fue la esperada: no quería saber nada de niños con genes africanos. Pero, quizá debido a la soledad, quizá a los remordimientos, lo pensó y aceptó conocerlo. Cuando lo tuvo en sus brazos, reconoció los ojos de su hija y, sonriendo por vez primera tras mucho tiempo, dijo en voz baja, como dirigiéndose a sí misma: bueno, no es tan oscuro, tiene un color tirando a café con leche. Puede que  con el tiempo se aclare. Aunque este pelo  áspero…

Por Carmen Alba



viernes, 7 de marzo de 2014

El psiquiátrico

El especialista pidió al familiar que se introdujese en una pequeña y oscura sala con altas ventanas enrejadas y después comenzó a hablar de forma pausada y blanda.

No se asuste, no se asuste, al ver al enfermo si observa el rostro triste, la mirada perdida, la boca cerrada… ahora el paciente ya está mucho mejor.

Como sabe –continuó- el enfermo ingresó por voluntad propia para someterse a nuestras recetas, en aquellos momentos sufría de fuertes ataques de locura decía, a voz en grito, que todos los hombres eran iguales, que tenían derecho a recibir buena educación, medicinas, tener una vivienda; Decía que ¡figúrense! Tenía derecho a un trabajo digno y a que se respetasen sus derechos y más cosas raras, extrañas que ahora no recuerdo. Debió sufrir un severo ataque de ilusión… Muy malito, muy malito debía estar para ser el mismo quien pidió ingresar en nuestro centro de forma voluntaria deseoso de recibir electroshock. 

Pero esté tranquilo ha sido tratado con una fuerte dosis de Realidadina y hora descansa tranquilo, está sedado, atado por unas fuertes cadenas,… todo lo pensamos por su bien.

Créanme el paciente está mucho mejor así, ya no pide medicinas, ni calefacción, ni educación, ni vivienda, ni servicios sociales, ni un trabajo digno, ni libertad ni… nada de todas esas menudencias y locuras. Balbucea, de vez en cuando, y parece querer recobrar alguno de sus antiguos sueños pero es momentáneo. Continuamos aplicándole un severo tratamiento que le hará sumiso. Y pronto todo volverá a la normalidad él estará ya sin sueños.

La lobotomía practicada está resultando un éxito. 

El familiar se quedó mirando al especialista y sólo se atrevió a decirle: “Esto no era lo que nos prometió el director”. 

Por Jesús Ramírez

jueves, 6 de marzo de 2014

En honor del quijotesco Vicente

Una sonriente Olga acaricia la rodilla del  adormilado Juan, su marido. Con la mano izquierda mantiene la dirección del vehículo. A cada rato dirige la mirada al espejo retrovisor, a través del cual contempla el placentero sueño del pequeño Diego.

Por razones profesionales, está acostumbrada a visitar los más exóticos cementerios, algo habitual en los corresponsales de guerra. A veces lo hace por fines artísticos o culturales, pero no suele hacerlo por motivos familiares. No le gusta. Pero hoy acudirá al de la ciudad donde nacieron sus antepasados, la capital de provincia de las quijotescas tierras de Calatrava. Allí se reunirá con sus padres, sus hermanos, sus tíos y sus primos, a los que desde hace años no ve.

Mientras escucha un disco de una melódica cantante persa, que conoció en uno de sus viajes de trabajo, rememora todo lo que ha tenido que luchar, junto a otros paisanos, para llegar a este momento. Meses de investigación histórica, de búsqueda de documentación. El trabajo antropológico, los análisis genéticos. Los portazos de las administraciones, las trabas judiciales, el resquemor de la gente. Pero mereció la pena.

Vicente era un ferroviario bien considerado que, igual que desarrollaba su oficio, formaba chavales para trabajar en el ferrocarril. Debido a su carácter cordial y a su despejada mentalidad, codiciosa de justicia, era respetado por gran parte de los vecinos de la pequeña ciudad donde vio la luz y encontraría las tinieblas. A partir de la modesta instrucción que recibió en la escuela, supo almacenar conocimientos que fue adquiriendo por su gran curiosidad y afán por aprender, que se engrandecieron  por su disposición a compartirlos. 
Al poco de terminar el servicio militar contrajo matrimonio y, en no muchos años, tres criaturas jugueteaban por el patio con peculiares artilugios elaborados por las hábiles manos de Vicente. Aunque sin excesos, la familia mantenía un día a día desahogado, gracias a las ocupaciones del padre, permitiendo, a menudo, sacar de un apuro a amigos y vecinos.

Pero a un país que se resiste a prosperar acaban llegando tiempos revueltos, en donde los amigos reniegan de ti y los que te suplicaron ayuda desenfundan su dedo acusador. Terminó la guerra fraticida y Vicente, que no era del agrado de los vencedores, fue fusilado, junto con otros ciento sesenta, en las tapias del camposanto, siendo inhumados en varias fosas comunes.

Tras aquella hecatombe, una mujer señalada y aturdida, junto a sus tres pequeños, deambulaban por las calles, víctimas del escarnio, en busca de caridad cristiana, implorando ayuda a los antiguos amigos. Transcurrieron largos y tristes años hasta que la pubertad de los niños les permitió ganarse un sustento que dignificó la vida familiar, aunque ya fuera de su real villa.

Hoy Olga, como otros miles de familiares que reponen flores en las tumbas y nichos de sus difuntos, acudirá al cementerio, y rendirá homenaje al quijotesco Vicente, su abuelo. Se juntará con sus hermanos, padres, tíos y primos y con los de los otros cientos sesenta ejecutados como colofón a una catastrófica victoria. Este mediodía, por fin,  se va a inaugurar, en una de las entradas a la necrópolis municipal, un monumento en honor a los hombres y mujeres a los que segaron el mañana, a través de una mirilla, por haber defendido sus ideales democráticos.

Por Vicente Briñas

miércoles, 5 de marzo de 2014

Estaba contento, por fin había conseguido un nuevo destino en la empresa. Después de tres años, en los que el trabajo le había obligado a continuos viajes a otros países, a la vuelta, se quedaría en Madrid y sólo en contadas ocasiones tendría que trasladarse a otras provincias. Esto le permitiría reorganizar su vida, había hecho un montón de planes.

Sin embargo, en los últimos días todo había salido mal; la dificultad para solucionar los asuntos de trabajo, problemas en las fechas de viaje y, para remate, la llamada de su primo para darle la noticia de la muerte de “mami”. Ni siquiera pudo llegar a tiempo de darle un último adiós y devolverle uno de los muchos besos que ella le había regalado.

Mientras sus dedos dibujan el contorno de las letras, que se hunden en la áspera piedra, deja volar sus pensamientos a un pasado ya lejano. Por sus mejillas, arreboladas por el frio viento, resbalan silenciosas las lágrimas; sus ojos enrojecidos por el llanto, buscan un lugar en el que encontrarse con la vida y se pierden en el horizonte de nubes grises. 

Cuando perdió a sus padres en aquel funesto viaje, el único en el que él no les acompaño, sintió rencor hacia ella. De no haber sido porque lo dejaron a su cuidado hubiera ido con ellos, como siempre, y tal vez hubiera corrido su misma suerte. Pero era demasiado pequeño para guardar tan tristes momentos, apenas seis años. Poco a poco sin darse cuenta la hizo un hueco en su corazón. No olvidó a sus padres, simplemente se fueron difuminando con el tiempo. Tan solo eran la imagen borrosa de las fotografías guardadas en los álbumes, o en cajas almacenadas en cajones que casi nunca se abrían.

Han pasado los años, ya es un adulto que, a los treinta años  peina canas, pero en su corazón y en su memoria permanece la figura menuda de su tía Paqui. Esos ojos azules de mirada traviesa, su pelo rubio y ensortijado, y esas pequeñas manos que se mueven como mariposas. Entre sus propios hijos él paso a ser uno más, consentido y castigado sin discriminación, o quizá un poco sí…Fue su cómplice silenciosa en sus primeros amores adolescentes, en sus desengaños y logros. Callada en su tristeza, parlanchina en su alegría. 

Con ella había compartido sus planes para la vuelta, su deseo de estar cerca de ellos: “tengo que buscarme una casa, un coche,… estoy harto de hoteles”. Mientras “mami Paqui” le miraba sonriente, él iba desgranando poco a poco todo aquello que bullía en su mente. ¡Qué irreal le parece todo frente a esa losa de piedra fría y silenciosa! 

Abandona el cementerio y se dirige a su coche recién estrenado, acomodándose en  su interior se pone en marcha hacia la casa familiar. Sabe que, aunque ella ya no está allí aún permanece ese calor que su presencia emanaba.

No tiene prisa para entrar y mirando en derredor, aún acomodado en el sillón de su flamante auto, deja que sigan fluyendo los recuerdos, salen del rincón de su memoria, desterrando el vacío que oprime su corazón. La conocida voz  se eleva en un susurro transmitiendo un dulce calor que le invade, piensa en sus tiernos abrazos, en sus juegos de niño, en sus sueños de hombre. El sol de primavera cálido y luminoso hace brillar el color de las plantas. Le invade una lluvia de imágenes que le hacen recordar cada momento de aquellas tardes veraniegas, sentados en el borde de la tapia que circunda la azalea aun en flor…

Tras el rencuentro con su tío y sus primos, en la sobremesa después de la cena, su primo Miguel comenta: he visto que has venido en coche, mami dijo que tenía que decirte que comprarás otra marca. Por cierto, me parece que lo apunto en su cuaderno de “cosas para recordar”, voy a buscarlo.

Miguel regreso con el cuaderno abierto y le mostró la página en que se leía: “decir a Paco que el Audi tiene mal fario”. Al lado podía verse una indicación sobre publicidad.

Buscaron en internet y encontraron el Audi, que en la contra propaganda, entre Audi y Mercedes, mostraba al vicepresidente (su doble) de Audi-Volkswagen empuñando la guadaña de la Parca acomodado en uno de sus modelos.


Por Mayte Espeja

martes, 4 de marzo de 2014

El imprevisto

Había nacido en un pequeño pueblo del interior. La iglesia componía el total de su conjunto arquitectónico, sus casas planas y la carencia de cuestas le proporcionaba cierto encanto, una maravillosa sierra de pino le otorgaba frescura y personalidad.

Allí pasó su infancia, correteando entre sus estrechas callejuelas. Todo el mundo se conocía; de carácter vivaracho y alegre iba saludando a todos cuando su madre la mandaba a por pan a la tahona.

Al crecer todo lo que hasta entonces había sido su mundo le había dejado de sorprender. Tenía sed de nuevos horizontes. La entrada en la universidad vino a rescatarla y la llevó a un mundo totalmente diferente  de lo que había vivido hasta entonces.

Cuando terminó  la carrera de filología inglesa, decidió quedarse en aquella ciudad.

Encontró trabajo como traductora en una editorial, donde conoció a su marido y padre de su hija. Nunca podría olvidar la primera vez que le vio, andando hacía ella seguro y decidido. Por un breve espacio de tiempo el mundo se paró y todo se desvaneció a su alrededor, excepto ellos dos. 

Tuvieron un corto noviazgo y comenzaron una vida en común, todo transcurría con normalidad, eran razonablemente felices, no les faltaba el dinero, gozaba de buena salud e iban solventando las dificultades que la vida pone en el camino.

Hasta que un día decidió ir a buscarle al trabajo sin avisar y se lo encontró susurrándole palabras a unos oídos que no eran los suyos. Un mudo escalofrío le recorrió todo el cuerpo para dejarle un dolor helado como una noche de invierno. Giró sobre sí misma y salió de allí tal y como había llegado, apenas sin hacer ruido. Nadie se había percatado de su presencia.
Esther, a sus 53 años, sintió cómo el mundo que había creado a su alrededor ya no le parecía tan lógico y real. En cuestión de minutos sus sentimientos se habían mudado a otro lugar. No sabía muy bien dónde estaba, cómo se encontraba.

Llegó a su casa y se dejó caer lánguidamente sobre el sofá. Su hija en ese momento estaba con unos amigos. No encendió ni una luz y se quedó allí presa del aturdimiento, mientras su mente visitaba los distintos estadios de su vida y repasaba todo su matrimonio. Se le hacía difícil comprender lo que  le estaba pasando. Pudo oír el girar de la llave en la cerradura; era Miriam, que regresaba a su casa. Cuando vio en ese estado a su madre se quedó sorprendida. 

– ¿Te ocurre algo mamá? -le preguntó en tono cauteloso:
–No, cariño, solo estaba meditando, no te preocupes -se levantó del sofá y se dirigió a su cuarto. En ese tiempo había barajado algunas posibilidades, de todos los pensamientos que habían pasado  por su mente, solo veía dos  caminos a seguir, los dos completamente distintos.

Por un lado podía hacer como si no hubiese visto nada, como si aquello no hubiese sucedido, de esta manera, mantendría su status social, su matrimonio y su vida continuarían inalterables o por el contrario pondría el cartel de: “Se vende“, dando la espalda a toda su relación y comenzaría, junto con su hija,  una nueva vida en cualquier otro lugar. Ninguna de las dos opciones era fácil. En una de ellas tendría  que vivir a la sombra de la mentira y en la otra le harían falta todas sus fuerzas para comenzar de cero.

Estaba allí, en ese abismo que a veces abre la vida, aprendiendo la más dura de las lecciones. Es que no se debe dar nada por hecho. Toda su realidad, su día a día se transformó en una décima de  segundo sin aviso y sin marcha atrás.

Cuando aquella noche su marido llegó a casa, ella acababa de tomar su decisión, la suerte estaba echada. 

Ahora era él quien no sabía a lo que se iba a enfrentar.


Por Esther Gómez

lunes, 3 de marzo de 2014

Tanta, tanta ropa

Sesenta y dos camisas, cincuenta pantalones, veintidós chaquetas, sesenta corbatas, treinta pares de zapatos, diez metros cuadrados de envoltura de marca perfectamente ordenada y clasificada en un vestidor contiguo a su habitación. Juan abre las puertas de semejante derroche e inesperadamente se abruma. Las sienes le estallan, la boca se le seca, su corazón se arrebata. Se gira y ve su figura en el espejo que ocupa toda una pared del ingente armario. Es solo un hombre barrigudo en calzoncillos y su reflejo le es tan ajeno que siente miedo. Se mira a los ojos, un profundo túnel lleno de cosas pero todas hueras y sin alma, sin asiento. Algunas arrugas se vislumbran bajo los alógenos empotrados en la pared, unas incipientes bolsas debajo de los ojos le hacen ver que algo está pasando en su vida, y piensa que lo que pasa es el tiempo, y con él su vida se repliega y va dejando paso a la edad, a esa edad que crees que nunca llegará y se da cuenta de que ya está ahí, y le ha pillado de improvisto, allí, desnudo frente al espejo, rodeado de todo el ajuar que ha ido acumulando a base de reuniones soporíferas y estresantes,  de viajes y de renuncias, a costa de dejar la moral y la ética aparcados en un recodo de su cerebro del que ahora salen y le acechan y le dejan totalmente fuera de contexto.

En un acto reflejo mira la palma de sus manos, como si ahí se encontrara la respuesta o la pregunta de la que parte todo y nunca se ha atrevido a pronunciar. Esas mismas palmas agarran su cara como las de una madre cuando consuela a su hijo. Se toca y se siente, sabe que algo ha cambiado porque sus entrañas le gritan sin palabras lo que nunca le hubiera gustado escuchar: “No eres nadie”. Y es tan grande la certeza que las lágrimas surcan su rostro y las ve navegar suave en dirección al vacío. 

Ahora recuerda su cara juvenil, su pelo largo y rizado, sus pantalones de Sepu, su camisa a cuadros del rastro, sus botas camperas compradas con su primer sueldo. Aquellos sueños de libertad, de igualdad, de solidaridad y de comunión con todo, su sentido de la justicia, sus ansias de cambiarlo todo y de que todo fuera más limpio y más amable. Derrotado, siente como su espalda se encorva en un acto de contrición y de culpa. Ha cometido un crimen consigo mismo, se ha traicionado delicadamente sin perpetrar ningún acto deleznable a ojos de los demás. Pero él sabe que es así, ahora lo sabe y su sabor es tan amargo que una arcada hace encogerse su estómago y siente la hiel de la verdad.

Coge un taburete y se empina hasta el altillo donde guarda ropa gastada y que nunca tiró. Unos pantalones de pana beige, un jersey de cuello alto granate y su chupa de ante y borreguillo. Huelen a rancio pero también a nuevo; todo le está pequeño, pero sabe que en breve estará cómodo en ellos. Se calza unas deportivas anticuadas y sale a la calle sin cartera y sin llaves. Adonde se dirige no le harán falta. 

Camina horas por una ciudad en ebullición, llena de humo, de silencio estridente, de gentes sin cara y de hombres sin nombre. Al fin un horizonte de un verde incrédulo logra agitar su corazón. Un árbol perdido puede ser su meta hoy, un abrigo ingenuo que le deje apoyar su espalda y así dormir hasta la siguiente mañana de su primer día. Un rumor en sus tripas le advierte que aún no ha comido nada, y la boca pastosa le sugiere que debería beber algo, pero eso tampoco es apremiante, puede soportarlo. Tiene una fe que creía extinguida, fe en sí mismo, en lo que fue y olvidó, en lo que está por llegar. El que nada espera nada sufre, se repite como una letanía que le alimenta y le sacia la sed.

Es un árbol sin nombre, retorcido y sin lustre, pero le acoge y las rugosidades de su corteza le amparan y le dan el confort que hacía años que no tenía. Cierra los ojos y siente una calidez que le aísla del relente de la noche. Duerme pensando en el camino que le queda por recorrer hasta esa cueva perdida, donde unos huesos acompañados de pellejo holgarán dentro de esta ropa  que hoy le oprime.

Por Raquel Ferrero

El incidente que cambió la vida de Helena con hache

Nací en Madrid en el seno de una familia tradicional católica y conservadora. Me bautizaron como se hacía entonces con todos los recién nacidos. Hice los dos años de catequesis para tomar mi primera Comunión. Después vino el año de preparación para la Confirmación y, posteriormente, los cursos obligados para el Matrimonio. Empecé estudios que nunca acabé por mi impaciencia y porque no encuentro actividades que retengan mi atención por espacio superior a dos o tres años. Tuve dos hijas. Conseguí aprobar alguna oposición y logré un trabajo estable que, sin grandes excesos, me permitió vivir con comodidad. Todo era armonía hasta que ocurrió el incidente, pero de eso no quiero hablar… Es más, mi abogada me ha dicho que guarde silencio absoluto sobre ese episodio, que no pronuncie palabra alguna o que finja amnesia o locura transitoria y eso es lo que hago: callo.

Para aquellos a los que les interese mi nombre es Helena, por supuesto con hache, aunque en los papeles oficiales figure sin ella. Rosy, con y griega, dice que estas reivindicaciones ortográficas imprimen carácter a las personas y de eso aún guardo mucho en mi interior. 

Desde hace tres años soy bloguera y, a través de la red, me conecto a un mundo en el que me siento diferente y lejos de mi realidad. Siempre a la misma hora creo una nueva entrada, elijo letra y tamaño de la misma, inserto una imagen, previsualizo y público… En pocos segundos mis palabras vuelan por toda la red y, en breve, alguna de las personas que me siguen –que ya son varias docenas– me dejará un comentario y se dibujará la primera sonrisa del día en mi rostro. Aunque a algunos les pueda parecer una estupidez, he recorrido el mundo a través de enlaces o siguiendo avatares. Argentina, Finlandia, Brasil, Hong-Kong, Suecia, Chile… Desde hace algunos meses y, aunque mis amigos del “otro lado” no pueden verme, me arreglo de manera especial para sentarme frente al ordenador. Y es que he encontrado un motivo romántico para hacerlo. En mi corazón está germinando un sentimiento especial hacia una de esas personas que, tan amablemente, me deja grabadas sus palabras a modo de comentario. Me invade la alegría cuando se despide con hermosos saludos. Noto el calor de sus brazos cuando me envía tiernos abrazos y me estremezco en mi cuarto recordando los besos con los que, de cuando en cuando, me obsequia Quisiera pregonarlo a los cuatro vientos, pero debo ser discreta; esto también me lo ha dicho mi abogada porque otro incidente podría ser fatal para mí. No conozco su nombre real. Tampoco sé a ciencia cierta si es hombre o mujer, ni me importa; pero el efecto que me produce ver su avatar es lo más cercano al amor que he conocido nunca. Y hasta siento mariposillas revoloteando en mi estómago… ¡Pobre tonta!, me digo. 

Sueño con poder atravesar la pantalla y allá, en el otro lado... abrazarle y besarle con todas mis fuerzas o bailar, ¿por qué no..? Bailar hasta caer rendidos. He inventado una vida maquillada que comparto con un mundo virtual y he creado un ambiente en el que no falta de nada: tengo una casa, mi pareja, hablo de trabajo, cuento cosas de mis hijos... Un mundo irreal, de ficción, pero que me pertenece solo a mí. Tras el incidente es la forma que he encontrado para ser feliz y la única de que dispongo para serlo. Y me siento especial por haber encontrado el amor… Un amor en silencio, que desconoce mis sentimientos, y una ilusión para levantarme cada día y soportar los tremendos tortazos que me ha propinado mi mala cabeza... Un motivo para reír, a pesar de todo, y alguien en quien pensar cada noche al cerrar mis ojos.

–¡Por favor! Vayan cerrando los equipos. El taller ha concluido…
–Espere, solo es un momento…
–Mañana volverá. Cierre el equipo, ¡por favor!
–Sí, sí, solo un segundo… ¡Ya está..! Cerrado.
-¡Vamos!, tiene que volver a su celda, le está esperando la funcionaria… Siempre es usted la última.
-(En un susurro)… ¡Hasta mañana, amor mío..! (Esconde un beso en su mano y lo deposita con disimulo sobre el teclado).

Por María S. Martín

sábado, 1 de marzo de 2014

El Día de Todos los Santos

Me arrepiento de todo el daño que hice, de lo mal que traté a mi mujer, a mis hijos, a mis amigos… Nunca encontraba tiempo para ellos y, cuando estábamos juntos, era muy desagradable con ellos.

Supongo que merezco el castigo que tengo, el de estar vivo en la muerte, el de hallarme dentro de este ataúd sin poder casi ni moverme en esta asfixia continua.

Estos eran los pensamientos de Eduardo; mientras su mujer, sus hijos y sus amigos… visitaban su tumba y le ofrecían flores  en el día de todos los santos.

Y, mientras pensaba estas cosas, de una manera misteriosa, sus lágrimas salían al exterior y mojaban las flores, que se mostraban cada día más frescas y hermosas. Estaban regadas por amor y buenos deseos. Todos se sorprendían y nadie acertaba a dar una explicación.

Eduardo no podía dejar de llorar su anhelo de estar junto a los suyos y dárselo todo. Así que lloró y lloró y lloró. Tanto lloró que la madera de la caja en la que estaba metido comenzó a reblandecerse y a pudrirse lentamente. Eduardo continuó llorando más y más hasta que tanta humedad acabó por deshacer el material del ataúd y terminó con su cuerpo en la tierra mojada. La retiró con sus manos hasta hacia que llegó a la superficie.

Maltrecho y cubierto de tierra apareció en medio del cementerio ante la sorpresa y el miedo de todos los que allí estaban. Su mujer cayó al suelo desmayada mientras sus dos hijos corrían a auxiliarla. Sus amigos, con la boca abierta, no daban crédito a lo que estaba sucediendo.

Eduardo corrió a abrazar a su familia y a sus amigos y les dijo: “Os quiero mucho, a partir de ahora seré con vosotros mejor de lo que he sido antes”.

Y de esta manera tuvo la oportunidad de amar y ser amado como nunca  lo había sido.



 Por Rosa Velasco

Cunetas

Desde mediados de octubre, Carmen siempre muy previsora, ya se iba preparando. El día 1 se acercaba y no podía faltarle lo indispensable.

En los paseos matutinos, ya fuese para hacer la compra o charlar con las amigas, le echaba el ojo a una floristería o una pastelería. Los crisantemos debían ser muy frescos, si no se estropearía el blanco reluciente de sus pétalos que contrastaban con las rosas, y sobre todo bien cortados, que tuvieran un tallo suficientemente largo para realizar bien la corona. Le gustaba hacerlo ella misma y recordar cuándo había aprendido todas esas costumbres. 

Preparaba los buñuelos y los huesos de santo, permitiéndose solo ese día al año comer hasta que le apeteciera, sin dejar ningún pequeño hueco en el estómago. Cuantas más almas pasaran el Purgatorio, menos cosas tendría Dios por perdonarle. Eras calorías de más. Pura gula. Sabía que las necesitaría, cargada con las flores y una caja de dulces, subía andando por la Avenida de Daroca hasta la puerta principal del cementerio. En el bolso, un plumero y varios trapos viejos. Toda vestida de negro, se sentía diminuta pasando entre los altos cipreses.

Pero este año, el día 1 amaneció y Carmen no estaba preparada en la puerta de casa para salir camino a la Almudena. Permanecía en la cama y, aunque si se había despertado muy temprano, seguía entre las sabanas. Miraba fijamente al techo buscando algo que ver en el gotelé.

Decidida a dejarse llevar por la pereza, ni siquiera se vistió, únicamente se echó su vieja bata de lana sobre el camisón ya roído. No había buscado ninguna de las flores, ni ingredientes para sus dulces. Comió unas cuantas sobras hasta hartarse, y se volvió a la cama a tener una buena siesta. A las once de la noche empezó a prepararse, ya mas ilusionada. Un buen vestido y el pelo en un moño bien tenso. Los zapatos de su boda, blancos relucientes y un poquito de colorete, ya que no sabía maquillarse mucho más. Puso sobre la mesa los recipientes cerámicos que utilizaba habitualmente para hacer flan, una jarra de agua, la botella con aceite y una de anís, junto a un vaso corriente, posiblemente el único que le quedaba sin marcas de uso. Lo que más tiempo le llevó fue recortar unos pequeños círculos de papel, y unos trocitos de cordones viejos. A las doce, justo cuando comenzó el día 2, encendió sendos pequeños farolillos, se sirvió una copa del anís y la bebió lentamente mientras bailaba en el salón las canciones que recordaba de su ya tan lejana juventud.

Si sus hijos la hubieran visto se abrían reído hasta caer por los suelos, pero ya no podrían volver a reírse con ella, ni con ninguna otra cosa de las que les gustaban. Cuando se fue su marido lo entendió, aunque le doliera pensó que debía ser así, Dios tiene un plan para todos, y para ella debía de tener ese. Pero sus hijos… eso no podía entenderlo. Jamás entendería seguir viva sin ni siquiera haberles podido dar un lugar de descanso digno. Una vez tachado de enemigo no podías esperar nada. ¿Dónde estaba la justicia? Esa es la pregunta que le había hecho Carmen a su párroco y por la Gracia de Dios la mandó unos cuantos Ave Marías.

Ya no quería santos ni destino. A ella ya solo le quedaban sus difuntos;  personas que por supuesto podían ser imperfectas, más o menos según quien los mirara, pero ya solo ellos merecían sus atenciones. Con ellos pasaría la noche, hasta caer rendida por el anís. 

Por Alicia Victoria