miércoles, 12 de diciembre de 2012

Los cuentos del origen

Mito, leyenda y epopeya

Dice Luís Mateo Díez, un versado contador de historias y de cuentos, que “contar es una necesidad inquebrantable de nuestra condición, tan intensa como la de que nos cuenten: términos paralelos de una misma complicidad que nace de la propia necesidad de contar el mundo, de contar la vida, de encontrar en la ficción una parte sustancial del alimento de lo que somos”.

De eso se trata en los cuentos, de explicarnos. Y los cuentos del origen, o mitos, especialmente, pues son cuentos explican el mundo, o parte del mundo.

En el origen de la historia de cualquier grupo humano ha existido siempre una literatura popular oral que expresa y satisface una serie de capacidades y necesidades propias del hombre en todo tiempo y lugar; primeramente, la imaginación, la fantasía y la atracción por el misterio y lo maravilloso, como también la expresión de emociones y la evasión o distracción.

Nunca ni en ninguna parte ha sido capaz el hombre de hacer frente a los avatares de la vida sin recurrir a fantasías que, al tiempo que le alegraban y confortaban, aportaban un alivio imaginario a las tensiones y zozobras de su opresivo entorno. Pero, además, las narraciones orales sirven también para presentar modelos de comportamiento, para desechar actitudes reprobables o para transmitir cualquier tipo de enseñanza.

Y, por último, son un medio importante de cohesión social, al hacer al oyente partícipe del patrimonio cultural del pueblo al que así se incorpora, integrándose en la comunidad. 

Hay tres tipos de historias que se enmarcan en lo dicho, en la explicación de fenómenos, de sucesos, de realidades, cuyos límites son a veces difusos, confusos y compartidos: mitos, leyendas y epopeyas.

Mitos. Narra una historia sagrada. Los mitos griegos, por ejemplo. Sucede siempre en el origen del mundo. Por lo general, cuentan las hazañas de seres sobrenaturales  y cómo de éstas se ha devenido una realidad a la existencia. Por ejemplo, cómo se ha conformado el sueño, o una isla, o la envidia. El mito es, pues, un relato de creación, siempre cuenta cómo se ha producido algo, cómo ha comenzado a ser.

Los mitos pueden ser

• Cosmogónicos, cuando explican la creación del mundo. Génesis. Ovidio
• Teogónicos, cuando se refieren al origen de los dioses. (Filemón y Baucis, una leyenda bastante peculiar pues no hay de ella ninguna otra referencia, uno de los relatos más hermosos, en el que se alude al mito del avatar o bajada de los dioses, que andan por el mundo en figura de caminantes y/o mendigos, probando así el corazón de los hombres y el cumplimiento del viejo y sagrado precepto de la hospitalidad)
• Antropogénicos, cuando dan cuenta de la aparición del hombre
• Etiológicos, cuando explican el porqué de las instituciones y su funcionamiento
• Escatológicos si tratan del fin del mundo o de la vida de ultratumba
 
“El país que no tenga leyendas –dice el poeta- está condenado a morir de frío. Es muy posible. Pero el pueblo que no tenga mitos está ya muerto. La función de la clase particular de leyendas que son los mitos es, en efecto, expresar dramáticamente la ideología de que vive la sociedad, mantener ante su conciencia los valores que reconoce y los ideales que persigue de generación en generación, sino ante todo su ser y estructura mismos, los elementos, los vínculos, los equilibrios, las tensiones que la constituyen; justificar, en fin, las reglas y prácticas tradicionales, sin las cuales todo lo suyo se dispersaría.”

Las leyendas. Son manifestaciones literarias que proceden de la tradición oral y que relatan hechos sorprendentes, apoyándose en sucesos extraordinarios de apariencia sobrenatural o maravillosa y, en numerosas ocasiones, en acontecimientos históricos  que la fantasía popular adorna o desfigura.

Por lo general, las leyendas suelen estar embarazadas de un elemento histórico, y por tanto crecen como derivaciones de la vida real; o bien están embarazadas de un vínculo geográfico, en cuyo caso son explicaciones de nombres de lugares, accidentes topográficos o la fisonomía del paisaje (La mujer muerta, Segovia).

Al contrario que en los mitos, en las leyendas no se persigue un fin didáctico, ni moral ni instructivo, sino la mera y simple admiración por lo desconocido. Las leyendas nos ayudan a convivir pacíficamente con los misterios de la vida. Son relatos que siempre provocan asombro, y de los cuales el pueblo es autor y receptor, como en toda la literatura oral.

Las leyendas se refieren a un pasado, pero no tan inmemorial como los mitos, sino que por remoto que sea el periodo en el que se produjeron siempre añaden alguna pequeña referencia temporal.

En cuanto a la epopeya, es la primera forma de una obra literaria narrativamente estructurada. Se trata de una manera muy extensa, en verso sobre acciones, hechos o vidas memorables o grandiosas, decisivas para los pueblos y civilizaciones; la epopeya tiene, por tanto, una base histórica, como las leyendas, y suponen en no pocos casos una traslación de mitos heroicos.

El valor universal de los elementos que conforman la epopeya procede de la significación simbólica de determinados acontecimientos y actitudes de los personajes, especialmente del héroe, que llegan a convertirse en arquetipos de un valor muy por encima de su propia individualidad.

Gilgamesh, el Ramayana, la Iliada, la Odisea, los Nibelungos… La Canción de Roldán, Poema del Mío Cid

EPD

martes, 11 de diciembre de 2012

Temporada primavera-verano

Aquella mañana, Lucas llegó a la tienda más temprano que de costumbre. Ese día se inauguraba la nueva temporada primavera-verano y las prendas de la nueva colección iluminarían el local con sus colores brillantes y alegres, dejando atrás la oscura y aburrida estación invernal.

Lucas ese día se transformaba, emergía de su letargo y todos sus sentidos se agudizaban; estaba tan eufórico que organizaba una pequeña fiesta en el trabajo. Pero, sobre todo, lo que le causaba ese estado febril era su reencuentro con ellas. Cocó y Chantal, como familiarmente las llamaba, en honor a  la indiscutible supremacía  de la moda parisina. Aunque no eran francesas, a él le gustaba jugar con esa ambigüedad.

Ambas eran altas, con unas medidas perfectas y un estilo singular. Cocó, morena y de ojos claros, tenía un rostro angelical, mientras que Chantal, rubia con ojos castaños, poseía unos rasgos afilados que le transmitían un aire perverso.

A Lucas le gustaban las dos y ellas no ponían reparos, por lo que formaban un perfecto triángulo equilátero.

Cuando llegaba a la tienda la nueva colección, todos los años tenía lugar la misma liturgia para recibir a la estación: elegía para sus modelos los vestidos de colores más llamativos, los más brillantes, los pantalones más ajustados y disfrutaba de las sensaciones que le causaba acariciar sus brazos, sus piernas, mientras colocaba las prendas sobre sus cuerpos.

Después, les cepillaba el pelo, aunque la cabellera de Chantal era un poco rebelde y prefería dejarle una melena  desordenada, leonina.

Pero lo que más le turbaba eran los zapatos: tenía que poner el colofón a  la ceremonia con unos zapatos bien altos, de tacón de aguja, mejor sandalias, que mostraban las uñas de los pies pintadas.

Por último, tras servirse una copa de cava, se sentaba frente a ellas y las contemplaba, deslumbrantes, seductoras. Unas veces, posando solas, otras, enlazadas entre sí, siempre sumisas, siempre mudas.

Experimentaba un inmenso placer dibujando con la copa en el aire el contorno de sus figuras, deteniéndose a veces,  tejiendo historias de casanova frustrado.

Finalmente, abría la vitrina del escaparate, esparcía varios ramos de violetas y caléndulas a lo largo de  la burda imitación de césped que instalaba en el suelo y, a ambos lados, mirando a los paseantes a través del cristal, colocaba a Cocó y a Chantal bajo el rutilante título: “nueva colección primavera-verano”. Después, se iba a casa, solo, aspirando el aire primaveral, ilusionado al anticipar que la próxima semana  tendría que cambiar el atuendo de sus amantes de cartón-piedra.

Por Carmen Alba

lunes, 3 de diciembre de 2012

Los personajes

Imitadores lúcidos y descarados de las personas, en ocasiones consiguen la inmortalidad por derecho propio. Si conseguimos construir bien un personaje, éste podrá formar parte de la vida de los lectores. Ivanhoe, el conde de Montecristo, Madame Bovary, don Juan Tenorio, Alonso Quijano, la Celestina, Lázaro de Tormes nos resultan tan reales, tan cercanos que parece hayan existido de veras.

Se suele hablar de dos tipos de escritores respecto de los personajes, quienes hacen primar a los personajes por encima de todo. En cambio, hay escritores que priman la historia por encima de sus personajes, como por ejemplo ‘Los confines’, de Andrés Trapiello, lo que prima es la historia, una historia de amor entre hermanos.

Aunque lo normal es que empasten en importancia historia y protagonista: ‘La metamorfosis’, de Kafka, ‘El señor de los anillos’, de Tolkien, ‘Los miserables’, de Víctor Hugo, ‘Viaje al pasado’, de S. Zweig, ‘La Regenta’, los cuentos, en general, de Poe, etc. 

Para poder alumbrar un personaje, lo primero es dotarle de autenticidad, tenemos que fundirnos con él, entregarnos a una especie de catarsis o de abducción, desdoblarnos, sentir lo que él siente, aunque sea antagónico a lo que nosotros pensamos, sentimos, etc. Aunque nos repulse el personaje. Si es un pecador, o un maleante, mientras demos rienda suelta a la acción, ha de parecernos que nosotros mismos estamos en su piel. Que vivimos a través de sus pulsiones, sus pensamientos, sus actos, y no los nuestros.

El recorrido del personaje puede ser, del mismo modo en que sucedía con las historias, de amplio o corto espectro. Puede protagonizar un cuento, o puede sobrepasar la historia y pedir protagonizar una novela. Depende del propio personaje y de la historia que encarne. Recordar que cuando uno escribe, en el fondo está aventurándose a investigar, de alguna manera, el alma humana, está encontrando matices, respuestas, acciones, reacciones a los que no podemos acceder de manera directa en nuestra vida real. Por eso, en cierta medida, toda literatura es pedagógica y evasiva.

Antes de echar a andar al personaje, conviene conocerlo un poco: qué edad tiene, clase social, aspecto físico, virtudes, bondades, debilidades, nombre, situación familiar, profesión, etc. Para ello, es interesante, antes de lanzarnos a escribir, como siempre, meditar quién va a protagonizar nuestra historia. Hay quien trabaja con fichas. Esto es particularmente útil cuando nos embarcamos en un cuento extenso, en una novela corta, una obra de teatro y una novela. Pero en los cuentos también es vital perfilar bien al personaje.

Los personajes que intervienen en la historia son

- Principales
- Secundarios
- Figurantes (salen un instante, pueden o no hablar, tomar parte en la acción, pero no son determinantes para la historia)

Cada personaje tiene que quedar definido a la perfección. De tal manera que el lector pueda saber con exactitud, o deducir sin problemas a tendiendo a la información de que dispone, la clase social, más o menos la edad, cultura y sobre todo carácter. Esto se hace mezclando la narración con los hechos mismos. El narrador nos cuenta cómo es un personaje, pero el personaje, actuando, nos está dando muchísima información. Es la conjugación entre ambas fuentes de información lo que hará que el lector se interese por nuestro personaje. No podemos contar toda la vida de ningún personaje, hay que ir mostrando al lector aquellos rasgos, vivencias traumáticas, características, etc. que expliquen al personaje.

Al principio, cuando comenzamos a escribir puede suceder que los personajes con los que jugamos sean, en el fondo el mismo, o tan dispares que la historia no resulte creíble y que todos sean nosotros mismos. Para evitarlo, hay que preguntarse constantemente no cómo resolveríamos nosotros la situación sino cómo lo haría el propio personaje.
Aunque nos inspiremos en cosas reales, la historia no tiene por qué guardar fidelidad completa. Nos debemos a la ficción, y la ficción es una verdad literaria que debe lealtad sólo a sí misma.

Y hay que profundizar en el personaje, acercárselo al lector. Os pongo un ejemplo, si alguien os cuenta que el primo de la tía de su cuñado resulta que… lo que sea, no captará vuestra atención porque el sujeto os queda muy lejos; en cambio, si eso mismo le sucede al hijo de vuestro mejor amigo, a vuestro hijo mismo, la historia adquirirá un interés máximo. Eso mismo es lo que hemos de conseguir, que al lector le interese nuestro personaje.

¿Qué es lo que hacemos al contar algo que nos ha sucedido o que nos hemos enterado? No lo trasladamos recapitulando la historia de los reyes visigodos, sino que tratamos que sembrar en nuestro interlocutor un cierto interés.

Salvo que sirva inexorablemente a nuestra historia, los personajes atraen más cuanto menos absolutos sean: los bueno cien por cien y los malos completos son maniqueísmos que, a priori, tienen menos conflictos, son más previsibles. Podemos hacerles tender hacia un lado u otro, pero al igual que ninguno de nosotros es un santo ni un villano, los personajes, en principio, tampoco lo son. Dudan, tienen cierta envidia, o lujuria, y pensamientos feos. En los entremeses, en los Autos Sacramentales, por ejemplo, la intención última era moral, era didáctica, así que resulta más fácil hablar de conceptos abstractos: la bondad, la justicia, la iniquidad, etc.

Puede haber dos niveles. En el Señor de los Anillos, por ejemplos, hay personajes absolutos y personajes digamos, mixtos. Esto sucede con bastante frecuencia en las grandes sagas, en ‘Dune’, por ejemplo, en ‘Harry Potter’…

Más cosas… los secundarios, pese a su nombre, no pueden ser descuidados. Imaginemos una historia de dos recién casados en la que, un buen día, la mujer sorprende a su marido con otra mujer en la cama. Esa mujer puede no volver a aparecer en la historia, es decir, puede incluso ser una mera figurante, pero su intervención en la misma es crucial. Y podemos aportar muchos matices a la misma e incluso al personaje en función de quién sea: aunque el hecho (la infidelidad) sea único, la peculiaridad de que la mujer con la que comete adulterio sea una dama también casada y de alta alcurnia, una prostituta, lindando la mayoría de edad, una venerable mujer madura, etc.

El nombre es un marchamo, un sello, es una de las primeras cosas que nos dan información de alguien. Conocemos a un tipo. Aparte de su aspecto físico, no causará la misma impresión si se llama Sisebuto, o don Rosario, como sucede en ‘Tres sombreros de copa’ o si escoge un mote más o menos cómico.

Si nuestro protagonista es un asesino en serie, y le llamamos Juanito, ¿qué sucede? Salvo que queramos ridiculizarlo. En todo caso el narrador le llamará Juan, y podrá apostillar que era conocido como Juanito por su carácter en apariencia apocado o tímido. Se puede utilizar el nombre como un símbolo (en ‘La Casa de Bernarda Alba’, acordaos: Angustias, Dolores, Adela, la propia Bernarda…) o como una ironía (en ‘La Colmena’, una de las prostitutas se llama ‘Inocencia’). Con el nombre hacemos exactamente lo mismo que con la vida real. Hay nombre que nos avergüenzan, que nos insuflan un aliento, etc.

Asimismo es muy importante cómo habla el personaje. Si es andaluz, probablemente tendremos que reflejarlo en su habla. No sé si habéis leído ‘La tesis de Nancy’, de Ramón J. Sender. Es una novelita deliciosa, que trata sobre una inglesa (o norteamericana, ahora no recuerdo) que viene a hacer su tesis doctoral sobre el español, y se va a Andalucía. Esto hy que manejarlo muy bien, porque puede cansar al lector.

Por otro lado, recordaros que no puede expresarse –ni actuar- una niña de diez años como lo haría una mujer de cincuenta.

Protagonista

Puede ser uno o varios. Sobre ellos recae la acción. En El Quijote, hay dos claros protagonistas. En don Juan Tenorio, uno. Sobre él/ ella o ellos tiene que girar la acción. Cuanto ocurra en la trama ha de afectarlos. Hay que tener cuidado con esos secundarios que adquieren tanto protagonismo que parecen principales y no lo son, porque entorpecen la historia.
 
A los protagonistas los puede presentar el narrador, ellos mismos u otro personaje.

Todos los demás personajes, así como la acción quedan supeditados a él.

Secundarios

Por regla general, son cuantitativamente más que protagonistas. Son importantes, mucho, porque ellos también nos dan información sobre el protagonista. Si hay que cribar la información de los protagonistas, puesto que ya sabemos que es imposible contarlo todo (al igual que es imposible conocer al cien por cien a cualquier persona, ni siquiera a nosotros mismos).
 
Los secundarios apoyan y rodean al protagonista. Ocupan menos espacio, nunca pueden estar mejor delineados que el protagonista, si no, algo falla.

Por supuesto, no hay que olvidarse de los personajes. Si introducimos a alguno en la acción, no se puede quedar descolgado. No sé si habéis visto ‘La vida es bella’. Bien, el personaje de Marisa Paredes, al principio, parece que va a tener mucha importancia en el transcurso de la historia pero, de pronto, desaparece.

Los secundarios complementan al personaje principal y deben restringirse a su papel.

En cuanto a los figurantes, el lector no necesita saber siquiera su nombre, ni rasgos ni motivaciones. En el ejemplo de la traición amorosa del que hablábamos al principio, la escena puede ser igual de dramática si la esposa sorprende a su marido con otra mujer de la que no se dice nada absolutamente.

Se utilizan en escenas en la que necesitamos introducir una cierta multitud. Imaginad que el protagonista está en la cola del mercado, está impaciente porque tiene muchísima prisa. De pronto, dos personas se ponen a discutir. Les podemos dar, incluso la voz, que se tiren de los pelos, etc. Serán secundarios.

El desarrollo del personaje

¿Qué hace avanzar a un personaje, que un personaje se desarrolle, que vaya constituyéndose?
 
El conflicto. Que el personaje tenga que actuar frente a algo o alguien, que tenga que tomar una decisión, que tenga que emprender un proyecto, un reto, un desafío. Conflicto. Es decir, si no pasa nada, no hay historia. El conflicto puede provocarse:

- De su propia personalidad (contando con sus miedos, sus incertidumbres, etc. Esto dependerá de qué personaje hayamos perfilado, un tendero, un ejecutivo feroz, una clarisa, un salvaje, etc.). ‘En crimen y castigo’, Dostoievski, se ve perfectamente que la acción siempre parte del personaje.

- De lo que hagan el resto de personajes. Pese a que cada cual tenga una personalidad, como en la vida misma, lo que haga el resto de personajes puede obligarle a actuar de un modo contrario a su obrar. ¿Recordáis el relato de la hipótesis fantástica de ‘el rescate’? Imaginad que presentáis un personaje que es un pusilánime. Pero raptan a su mujer, que es lo que más quiere en este mundo. El personaje puede responder de acuerdo a su personalidad, es decir, amilanándose y resignándose o bien, ante una circunstancia tan extraordinaria, responder de manera extraordinaria. ‘El Señor de los Anillos’, ‘La Colmena’, ‘El nombre de la rosa’ o ‘Los gozos y las sombras’.

- De los conflictos de la vida. Imaginad un ermitaño, en medio del bosque, dedicado a la vida contemplativa. Bien. Una gran empresa compra ese inmenso bosque para deforestarlo y fabricar papel. Lo que motiva la acción es un elemento externo. ‘Lluvia amarilla’, de Llamazares, o ‘El asedio’, de Pérez Reverte.

Sin conflicto no hay relato. Claro, que el conflicto debe ser verídico. ‘El extranjero’, de Camus, el conflicto se crea porque el protagonista es un ser amoral. Por ejemplo, si situamos a nuestro personaje en Roma, ciudad cristiana por excelencia, y decimos que es ortodoxo, habrá que explicar porqué, puesto que no cuadra. O si nuestro protagonista es gaditano, no podrá llamarse Andrew o Stephen…

De cómo resuelvan nuestros personajes los conflictos dependerá de la motivación (justificación o causa) que tenga cada uno de ellos. Y la motivación ha de ser en este caso también, verosímil.

Algunas consideraciones finales

- Los dialectos dificultan la lectura
- Una sola palabra puede caracterizar a tu personaje
- Las variantes ‘dijo él’, ‘dijo ella’, hay que utilizarlas con moderación
- Es mucho más ágil la utilización de un único verbo en vez de construcciones más farragosas: Juan compró una pistola para poner en marcha su plan. Para iniciar su plan, para perpetrar su plan.
- A cada clase social y edad, un modo de expresarse.

Los errores más comunes

1. El protagonista se vuelve pasivo. Hemos escogido y pergeñado una historia, que la protagonizará nuestro personaje principal pero, en algún momento, un secundario cobra más fuerza que el propio protagonista. Esto puede ocurrir porque no hemos indagado lo suficiente en nuestro personaje principal y ha terminado por cansarnos o bien porque uno de los secundarios nos ha seducido hasta tal punto que adquiere una relevancia que no le corresponde. ¿Qué hacemos? O bien repasamos la historia para localizar el punto donde el personaje principal ya dejó de interesarnos y reestructuramos el conflicto para que recobre el pulso, o bien reelaboramos el argumento haciendo del secundario protagonista.

2. Hay que presentar al protagonista en los primeros párrafos. El lector busca identificarse con el personaje que lleva la carga dramática. Si éste aparece tarde, el lector puede despistarse. Como no podemos hacer una radiografía exacta del personaje nada más empezar, es bueno caracterizarlo con alguna emoción, para abrir el apetito del lector.

3. Derrochar ideas, argumentos, peripecias y caracteres. No hay que abrumar al lector.

4. ¿Qué estoy haciendo yo aquí? Llegamos a una encrucijada. Cualquier cosa menos desesperarse. Eso puede deberse a que no hemos establecido el guión argumental o del propio personaje con suficiente claridad y concisión.

5. En las novelas, conviene emplear el diálogo, pero no abusar de él. El diálogo es vital en el transcurso de la acción, sobre todo si el texto es largo. De otro modo se va convirtiendo en un texto más frío.

6. Precipitar el final. Estamos ansiosos por concluir la historia. No me extraña, la novela exige un esfuerzo titánico. Pero abocamos el final a un desenlace abrupto. Como Pérez Reverte. Hay muchos modos de cerrar la historia: de manera abrupta y sin resolver nada (Carver, autores modernos), cerrando de forma lógica, un giro inesperado y sorpresivo…

7. No dejar descansar la historia. Un buen termómetro para conocer el grado de implicación con la historia que estamos contando es que la línea que separa nuestra escritura con lo real se difumine. Uno estará viendo la tele y le asaltará la historia, o algún personaje.