viernes, 25 de abril de 2014

La última representación


Lorena trabajaba como agente de ventas en una compañía de telefonía móvil. Era un trabajo de subsistencia. Había estudiado Arte Dramático. Quería ser actriz desde niña y estaba dispuesta a luchar por ello. Mientras tanto, intentaba hacer el mayor número de ventas posible para llegar a fin de mes. El tiempo que le quedaba libre lo dedicaba a asistir a castings, pruebas, entablar contactos…

Admiraba a los actores que habían logrado triunfar y soñaba con actuar en el teatro o hacer una buena película. Su papel preferido era el de Ana Karenina.

Un día, casualmente, su interlocutor le dijo que era agente artístico y publicitario y que tenía la voz muy bonita. Se citaron en su estudio a la semana siguiente. 

Parecía que el destino iba a dar un giro favorable. Hasta ahora sólo había conseguido apariciones esporádicas como figurante o como público asistente a algún programa.

Llegó puntual y se prestó a una sesión fotográfica: posó con ropa, con menos ropa… Pensó que las grandes actrices se iniciaron así. Se despidieron con un: te llamaremos, el mismo que había escuchado miles de veces. 

Siguió esperando, tratando de convencer a futuros clientes de las maravillas de productos en los que ni ella misma creía. Cada vez  vendía menos y se desilusionaba más. Nadie le llamaba  ni para un anuncio.

Por fin, un día recibió una llamada de un director que buscaba rostros nuevos para su película. Se trataba nada menos que de Paco Almuñecar, que había conseguido varios Óscar y tenía una trayectoria envidiable. Todos querían trabajar con él. 

Cuando se presentó al casting, la fila rodeaba el edificio. Esperó, hizo la prueba y, a la semana siguiente, la llamó el director en persona. Quería que hiciera un pequeño papel, pero con gran intensidad en su próximo trabajo. Aunque para ello necesitaba conocerla mejor. 

Quedaron para cenar, después tomaron unas copas y, finalmente, le confesó que para llegar a tener un nombre en ese mundo, había que hacer concesiones. Lo entendió perfectamente y se marchó. No vendería su cuerpo ni su voluntad.

Siguió vendiendo teléfonos cada vez con menos ganas. Un día dejó de ir al trabajo y se sumió en las profundidades del síndrome depresivo. Ni su familia ni sus amigos lograron ayudarla. Tuvo que ser internada en un centro psiquiátrico. Paseaba por los pasillos declamando textos.

Un día la  encontraron en un escenario recreado para el primer y último papel de su vida: tendida en el suelo de la habitación, vestida con un traje rojo, un texto de Ana Karenina y un tubo de somníferos a su lado. Prefirió seguir soñando a perseguir despierta un sueño que jamás lograría.

Por Carmen Alba

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