sábado, 19 de abril de 2014

El hombre de Roma

Volvía a Madrid desde Roma. En la puerta de embarque se puso delante de mí, en la cola, un hombre que venía por primera vez a España. Según dijo era romano. Alto, elegante y muy expresivo.

Al subir al avión, la azafata lo guió hasta su asiento, mejor dicho, sus asientos, porque había pagado tres, toda su fila. Aunque viajaba solo. 

Se sentó en la butaca que daba al pasillo y miró a su alrededor. Observó los folletos que había en el bolsillo colocado en el respaldo del asiento delantero. Hojeó y estuvo leyendo el de las instrucciones que suelen proporcionar en todos los aviones. Metió la mano debajo de su asiento, agachó la cabeza intentando ver lo que había. Salió al pasillo, pero la azafata le pidió amablemente que se sentase porque interrumpía el paso de los pasajeros que seguían subiendo.

Volvió a sentarse pero inmediatamente se irguió quedando medio de pie, en el espacio entre dos butacas, con una rodilla en el apoya-brazos. 

Algunas personas de los asientos próximos  susurraban entre sí, observando  al hombre que no paraba ni un instante de moverse.

—Oiga, ¿dónde está el chaleco salvavidas?- Se dirigía a la azafata.
—Siéntese señor, que cuando suban todos y estén sentados, les daremos la información completa.
—¡Es que no lo veo donde dicen que debe estar! –Su tono de voz era alto. 

Se le acercó un azafato y le habló en voz muy baja; supongo que intentaba tranquilizarlo. El hombre se sentó pero continuó protestando. Los pasajeros de alrededor iban perdiendo la tranquilidad; se les notaba en la actitud y en sus miradas.  

Una vez acomodados todos los viajeros, guardados sus equipajes de mano en los compartimentos correspondientes, y cerrados estos, todos los auxiliares de vuelo se ubicaron en sus puestos. Se oyó la voz del comandante dando la orden de “cierre de puertas”. 

En ese instante se levantó el hombre de Roma:

—No chiudere la porta! Mi manca l’area!- se dirigió a la entrada. 

Rápidamente lo interceptaron dos azafatas. 

—No sieren, non posso respirar! Mi sento sofocare!

Los demás nos quedamos boquiabiertos. Por un momento pensé que estaban filmando una película de Hollywood, de esas que nos tienen acostumbrados. Pero no.

Al escuchar los gritos, había salido de la cabina uno de los pilotos.

Los miembros de la tripulación le hablaban, e intentaban convencerlo de que se pusiese la mascarilla para aliviar la sensación de falta de aire.

—Mi manca l’area! –Forcejeaba. ¡Quiero bajarme!

Ya habían retirado la escalerilla y se iba a proceder al cierre de puertas; el hombre se iba poniendo cada vez más nervioso. Ya no podían con él los dos azafatos. Vino en su ayuda un pasajero que iba en las primeras filas: un joven muy alto y robusto. Entre todos lo sujetaron, en tanto le decía una auxiliar que ya habían retirado la escalera y que no podía bajarse, que se tranquilizara.

El miedo del viajero fue en aumento, ya era una crisis de pánico incontrolable.

—Mi sento sofocare! ¡Quiero bajarme, quiero bajarme!- clamaba con los ojos desorbitados.

Todo fue inútil. El hombre de Roma estaba fuera de sí. 

Entonces el comandante dio la orden de que volvieran a traer la escalerilla.

Los pasajeros que nos habíamos puesto de pie para ver lo que sucedía, nos volvimos a sentar. Un pesado silencio recorrió todo el espacio. Algunos pasajeros se removían en sus asientos y se desabrochaban los cinturones.

Cuando estuvo colocada la escalera, el hombre se bajó rápidamente y salió corriendo por la pista.  

Por Elsa Velasco

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