viernes, 10 de enero de 2014

¿Y si funciona?

Mientras rodea la plaza de América, una mezcla de preocupación y alegría revolotea en su pensamiento. Creía que no sería capaz de dar un paso como éste, que le lleva al Campo de San Francisco. Toda una vida ocultando la realidad.

Repasa todos los acontecimientos que ha vivido con Elena. Empezaron a salir muy jóvenes, antes de terminar el bachillerato. Los dos estudiaban en el instituto Obispo Argüelles, en Villablino, un montañoso pueblo leonés casi limítrofe con Asturias. Fue la única manera de que los compañeros dejaran de meterse con él, de que acabaran las murmuraciones, las miradas punzantes. Se camuflaron en una aburrida pandilla que se empachaba de cine forums. Doce años de noviazgo, sin apenas intercambio carnal. Afortunadamente, ella, aún siendo anticlerical militante, había heredado una estricta moralidad prematrimonial. En ese atributo encontró Miguel el ropero en dónde colgar de una percha su verdad.

Llegó el día de la boda y ya no quedó escapatoria. Con gran esfuerzo cerebral, asiduas indisposiciones intestinales, sesiones de onanismo, procurando abstraerse del momento, a veces lograba consumar el coito. No obstante, fue suficiente para engendrar tres criaturas que llenaron el hogar y silenciaron todas las bocas.

Dos niñas y un varón que ocuparon todo el tiempo de la pareja durante los muchos años de crianza. Pero los hijos se hacían mayores y abandonaban el domicilio conyugal. La pequeña hacía tres meses que se había independizado. El matrimonio volvía a tener mucho tiempo para ellos. Y Elena se sentía aún con ganas.

Gloria lleva más de treinta años escondida en sí misma, desde que tuvo los primeros indicios de su desorientada identidad. Había disfrazado su personalidad todo lo que había podido.
Se desprecia cada vez que se mira al espejo. Nadie, ni siquiera sus padres, en cuya casa conviven, ha podido pensar que sus deseos amorosos se centran en las compañeras y no en los hombres que tantas veces han intentado seducirla.

Odia su ajuar. Excepto ese puñado de prendas que esconde en una bolsa de deporte y que, a menudo, cuando se queda sola, aprovecha para ponerse y deleitarse ante el espejo. Se recoge y engomina el cabello, se coloca unos ajustados pantalones negros, la camiseta de colores estridentes, las botas de militar y la cazadora de cuero con tachuelas en las hombreras.

A Gloria le han llamado de todo. Que si es antipática, borde, mal educada, gilipollas, frígida, estrecha. Pero nunca nadie en Gijón, donde siempre vivió, le dijo marimacho, tortillera, machorra o lesbiana. Ahora ha decidido cambiar de aspecto y de vida.

Mientras camina nerviosa por la calle Jovellanos, en dirección al Campo de San Francisco, en el centro de Oviedo, intenta imaginar cómo terminará esta aventura que está a punto de emprender junto a Miguel.

Se conocieron a través de un chat. Él nunca hubiera pensado que iba a verse atraído por una mujer. Ella siempre había sentido rechazo erótico por los hombres. Los dos eran conocedores de las circunstancias de cada uno. Los dos habían compartido sus frustraciones. Y los dos han decidido darse una oportunidad. No saben cómo van a armonizar su sexualidad, pero él se ha imaginado dentro de Gloria y ésta poseída por Miguel. Piensan que están locos.

Se encontrarán en un banco de piedra en el Paseo del Bombé del céntrico parque. Visitarán la catedral, el Museo de Bellas artes. Cenarán en Casa Conrado y se alojarán en una habitación matrimonial del Hotel de La Reconquista.

Todo un lujo para una noche muy especial. ¿Y si funciona?

Por Vicente Briñas

miércoles, 8 de enero de 2014

Niebla en la memoria

Hace unos meses, estando de baja por una lumbalgia recurrente, se me ocurrió releer los diarios que  escribí cuando era joven. Rebusqué en el desván y dentro de mi cartera de colegial de escay verde los encontré. Me acomodé con mi manta eléctrica en el sofá y me dispuse a navegar en mi pasado.

Con lo primero  que topé fue con un block de dos anillas, tamaño octavilla, encuadernado con margaritas naranjas sobre un fondo beige. Dentro había dos hojitas rellenas con letra deforme galopando entre renglones y con faltas de ortografía, la fecha era de marzo del 67, cuando tenía seis años, y allí descubrí la que seguramente fue mi primera frase lapidaria: “Son las once y media de la mañana y mi madre aún no me ha pegado”. Teniendo en cuenta que mi madre era una santa que solo perdía los nervios con mis contestaciones desairadas y mi rebeldía, y que he tenido incontinencia verbal desde el mismo día en que nací, el hecho de que mi madre no me hubiera dado una bofetada a esas alturas de la mañana era todo un acontecimiento.

Luego leí unas páginas mecanografiadas en las que contaba con toda clase de detalles lo tontas que eran mis amigas de once años,  el poco caso que me hacía Manolito en el recreo y las ventajas que tenía el disfrutar de una máquina de escribir en vez de la bicicleta que yo les había pedido a los Reyes-padres.

Pero el grueso de mis diarios lo formaban cinco cuadernos que iban desde mis dieciséis años hasta los veintisiete. De los dos primeros me acordaba muy bien y no quería volver a leer cómo me enamoraba una y otra vez y cómo me abandonaban sin piedad; así que cogí al tercero y comencé a leerlo.  Al abrir sus páginas tuve la sensación de profanar la inocencia de la joven que fui. Leí en silencio y, casi de manera reverencial, descubrí todas las dudas, conclusiones, ilusiones y desilusiones de una mujercita de veintidós  años.

Pero lo que me dejó perpleja y conmocionada fue lo que escribí el miércoles 23 de marzo de 1983. En un primer momento pensé que aquello no lo había redactado yo, pero la letra redonda, vertical y separada era la mía y decía lo siguiente:

“Lo voy a hacer, no puedo más. Llevo semanas preparándolo. Aquí no quiero ser muy explícita pues alguien podría leerlo, pero tengo que decir que después de ejecutar mi plan jamás volveré a hablar de ello e intentaré borrarlo de mi memoria como si nunca lo hubiera realizado. Y pensaré en él como alguien que pasó por mi vida y después se fue sin dejar mella en mí.”

Desenchufé la manta eléctrica y me metí en la ducha. Allí mis lágrimas se alimentaron con la certeza de lo que ocurrió. Durante años mis recuerdos se habían acomodado a la versión oficial. Mi cerebro había convertido esa realidad inventada en una película. Había fabricado una historia con toda serie de detalles para contarla siempre de la misma manera, con la misma cronología y utilizando las mismas  frases, las mismas pausas, los mismos gestos. Luego, el tiempo, había tamizado lo sucedido hasta cegarlo por completo.

El vapor del agua caliente cubría el cuarto de baño, y eso me hizo recordar que aquella mañana, en el Valle de los Caídos, también había niebla. Mi padre y yo íbamos todos los últimos sábados de mes desde que el Generalísimo murió, allí se reunía con sus amigotes tan fachas como él; primero a honrar al muerto y después a confabular para cargarse nuestra incipiente democracia. Yo, al principio, estaba inmersa en aquel ambiente de brazos extendidos, de viva Franco, de águilas incrustadas en rojo y gualda, de los yugos y las flechas y de Cristo Rey. Pero tras ir a reventar una manifestación con bates y pistolas y ver como mi padre y sus amigos se cargaban a un chico, retrocedí y empecé a hacerme preguntas. Preguntas que mi padre siempre zanjaba de la misma manera: “Tú no has visto nada, aquello nunca ocurrió“. Para acabar concluyendo con un: “Todo por la Patria, hija, todo por la Patria”.
Aquel “accidente” coincidió con mi mayoría de edad, con mi entrada en la universidad, con el descubrimiento de otras realidades y empecé a vislumbrar quién era en  verdad mi progenitor. Decidí no volver a ir lo sábados al Valle poniendo como escusa mis estudios. No le gustó nada mi abandono y aquella decisión fue el principio del fin. Toda su dedicación se torno en animadversión. Como si un telón se hubiera levantado de repente, su persona quedó al descubierto y lo que vi me llenó de terror.

Salí de la ducha y  abrí la puerta y la ventana para que todo ese vaho que enturbiaba mi memoria abandonara ya mi pasado. Me miré en el espejo y recordé a mi madre. Ella que siempre había estado en un segundo plano en mi vida, empezó a sincerarse conmigo al ver que ya estábamos en el mismo lado. Primero me confesó tímidamente pequeños “incidentes” domésticos y después, llena de lágrimas y de rencor, el calvario que había sido la vida a su lado. Entonces comprendí las largas temporadas de mi madre en el pueblo, sus tardes en la cama, su conjuntivitis crónica. No me perdonaba mi ceguera, me sentía culpable y llena de asco por haber estado siempre al lado de él. Mi padre siempre había jugado el papel del bueno, siendo mi paño de lágrimas cuando mi madre venía con la zapatilla detrás de mi incontinencia verbal. A partir de entonces, y ya sin tener ningún aliado en casa, se cebó con nosotras, ya no tenía que ocultarme su rostro. Por cualquier motivo pegaba a mi madre, la vejaba, y luego iba a por mí, primero intentaba ser cariñoso con algún propósito y ante mis negativas se transformaba en el monstruo que era.

En una de aquellas palizas una frase se repitió en mi cabeza:”Si no puedes con tu enemigo, únete a él”. Y eso hice, cambié mi actitud, me mostré más cariñosa, más sumisa, volví a ir los sábados al Valle, a levantar los bazos, a cantar el Cara el Sol, hasta que se convenció de que la hija que había perdido había vuelto.

Me quité el albornoz, me metí desnuda en la cama y me tumbé en posición fetal. Recordé la reseña  en los periódicos:

Taxista, de Fuerza Nueva, muere despeñado en el Valle de los Caídos
Se cree que la espesa niebla que el sábado cubría el Valle de los Caídos, pudo ser la causa que  despistara a Manuel Sánchez Carballeira, natural de La Coruña, y taxista de la capital, y le hiciera despeñarse por una de las escarpadas depresiones que circundan el monumento. Tras un aparatoso acceso al lugar del accidente, en el que tuvieron que intervenir los bomberos, los efectivos sanitarios solo pudieron certificar su muerte. Su hija Raquel, que le acompañaba, tuvo que ser atendida por el equipo médico tras sufrir un ataque de ansiedad.






Por Raquel Ferrero