martes, 15 de abril de 2014

Bajo el mismo techo

Norberto es hijo único, el ojito derecho de su madre y la desesperación de su padre, de hecho, si en algún momento tuvo paciencia parece que ya no le queda. Don Norberto  hubiera querido que siguiera sus pasos, que se hiciera cargo de la empresa, que tanto le había costado levantar o, por lo menos, terminase. Derecho y trabajase,  en lo que quisiera pero que trabajase. 

Cada vez que sale el tema, Norberto hijo agacha la cabeza y oye, que no escucha, “sus sermones” como él dice, los cuales cierra impenitentemente con un: sí, papa, tienes razón, y se escabulle en cuanto puede. Tras cerrar la puerta de su habitación se oye retumbar la música que inunda toda la casa. Irene se pone en pie de un salto y, dirigiéndose a la habitación de su hijo, llama a la puerta toc, toc, toc… toc, toc, toc… nada, como el que oye llover, suponiendo que oiga algo. Sin obtener respuesta, abre la puerta y, asomándose grita: ¡Norberto, que vas a tirar la casa!

Ante la escena, se sorprende a sí misma, delante tiene a un despistado hombrecillo: cercano a los cuarenta, delgado, estatura mediana y unos cabellos rubio claro, ralos y lisos, pegados sobre el rostro, enjuto y pálido. Su madre le mira, no sabría decir si es afortunado o desgraciado, un rostro inexpresivo que parece haber nacido y vivido bajo el fugaz albur de una estrella dudosa.

Norberto, padre, con toda la calma de que es capaz, musita: Esto no hay quien lo aguante. Levantando la voz dice: me voy a tomar un café. A ver si encuentro un poco de tranquilidad. Coge la gabardina y sale dando un portazo.

Irene, que aún está intentando hacerse oír por Norberto, hijo, no se entera de nada. Al cabo de unos minutos de soliloquio vuelve al comedor y, al encontrarlo vacío, exclama: ¡Estoy hasta las narices de los Norbertos! ¡Se van a enterar de quién soy yo y cómo me las gasto! 
Deja todo tal cual lo encuentra, incluida la mesa sin quitar de la “medio comida, disfrutada en familia”. 

Ya en su habitación, ha decidido que no va a esperar, que esos dos hombres con los que comparte techo no la van a encontrar como un perrillo lamiéndose las heridas. Una ducha, un poquito de crema, colorete,  rímel, carmín…y, enfrentándose al espejo, decide que no está mal lo que ve. Busca en el armario, elige un vestido que, según Norberto, padre, es demasiado llamativo ¡pues mejor! Zapatos de tacón alto, abrigo verde. Escoge con cuidado todo lo que se va a poner de dentro a fuera. Ya solo le falta el bolso: cartera, tarjeta, llaves, gafas, móvil, neceser para retoques, clínex… A ver, ¿se me olvida algo? ¡Vamos allá!

Deja el abrigo y el bolso en una silla, marca el número de Ceci, su mejor y única amiga. 

Hola, soy Irene. ¿Me acompañas en el primer día de mi nueva vida?

¿Estas segura? 

Muy segura. Vivo con dos desconocidos, no me necesitan ni yo tampoco a ellos.  Mi marido necesita una amante, yo soy demasiado joven para él y no necesito un padre. Mi hijo…ese no sabe lo que necesita y no tengo tiempo para esperar a que lo encuentre. ¡Quiero vivir, no sobrevivir! 

Ceci evoca sus veinte años, en ellos forjaron esa amistad que las une. Ambas se casaron con hombres de mayor edad, situados profesionalmente, y tuvieron un hijo. Ahí se acaban las similitudes. Mientras ella ha encontrado en su marido un compañero y en su hijo, la ilusión de vivir una nueva juventud, Irene, a sus cincuenta y ocho años, tiene un marido de setenta y un hijo de treinta y siete que, a la sombra de un padre, siempre viejo, se ha negado a crecer. 

Antes de salir, Irene reserva una habitación en el Wellington. Esta cerca de su casa pero estará bajo otro techo. Este se le cae encima.

Por Mayte Espeja

No hay comentarios:

Publicar un comentario