jueves, 22 de noviembre de 2012

Odette

A Violeta la apasionaba la música. Le gustaban todos los géneros, pero por encima de todo, la música clásica. Cuando era pequeña tocaba el violín y habría llegado a ser una gran concertista de  no ser por ese fatídico accidente de tráfico en el que perdió la vista. Por eso tenía un abono en el Auditorio Nacional y  asistía a todos los conciertos que, afortunadamente, ofrecían los centros culturales de la capital.

Siempre le acompañaba su amiga Laura, con la que compartía la afición por la música e infinidad de vivencias desde la infancia. Era su bastón, la ayuda que necesitaba en algunas ocasiones, pues se desenvolvía perfectamente a pesar de su carencia.

Aquella tarde, asistían a un evento musical en el Ateneo. Encontraron asientos libres en la tercera fila. Minutos antes de empezar el concierto, Laura tuvo que abandonar la sala para contestar al móvil.

Al poco rato, Violeta escuchó una encantadora voz masculina que le preguntó si estaba ocupado el asiento.

—No, está libre— contestó.
—El programa de hoy es fabuloso— agregó el desconocido.

Violeta no contestó, se sintió turbada por su voz y, cuando comenzaron los compases de “El lago de los cisnes” la invadió un gran deseo de sentirse rodeada por sus brazos y sumergir sus cuerpos desnudos en un inmenso lago bajo la luz de la luna, acariciados por la calidez del agua, cuyos suaves movimientos acompañaban su frenesí, al tiempo que le susurraba ardientes palabras en un  tono envolvente.

A medida que avanzaba la obra se sentía más exaltada y cuando la orquesta acometía las notas del último acto, se sintió como el cisne agonizante, herida de placer por Sigfrido en el delirio final.

Por Carmen Alba

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