domingo, 11 de noviembre de 2012

El sueño a la luz de la luna

Sobre las sábanas, abrazando la duermevela, la mujer vestía una ropa interior ajustada a sus formas. Desde una distancia que me permitía observaba sin obstáculos —estaba al otro lado de la cama—, controlaba los movimientos de su respiración. Yacía sobre el lado derecho y me impedía acariciar con los ojos su cuerpo completo. Aún deseaba darle la vuelta y contemplarla en todo su esplendor, pero temía perturbar sus sueños. Ella tan relajada, yo, tan sin dormir aquella noche, admirando su esbelto talle y el discurrir de la luna sobre el firmamento a través de la cristalera de la terraza. Al astro nocturno le faltaban unos minutos para ocultarse por el horizonte, los mismos que empleé para vestirme y despedirme como un ladrón de sueños. Sin importar la estación del año, mi hora límite era el alba. Le di un beso en la frente y salí de la habitación, bajé las escaleras del chalé y me encontré de nuevo en la calle.

Siguió besándome a la vez que me quitaba la ropa en un tiempo próximo a la eternidad. Luego se arrellanó. Observaba mi torpeza de lado, con el codo sobre la almohada y sujetando su cabeza con la mano. Cuando acabé de sacarme la última prenda aún reía, y continuó riendo hasta que me abalancé sobre ella. Se sintió perdida y se rindió sin mucha batalla. Convertido en huracán, terminé por fundirme con su ser. Conseguí moverme sobre ella, buscando una postura perfecta donde nuestras esencias se moldearan en una única figura. Nada nos iba a separar, ni los locos, ni la luna, ni el tiempo. Seguimos abrazados hasta que nuestros cuerpos exhaustos dijeron basta. Luego se enfundó con su escasa ropa íntima, esperando a los sueños. No le gustaba dormir desnuda. Acabamos de observarnos hasta que la abrumó la somnolencia y se echó a mi lado, estrechándome con sus brazos. Me dijo adiós con una caída de ojos. Alargué mi deseo viéndola sobre las sabanas con la misma intensidad que cuando la encontré en el pub después de muchos días.

La ventana de la terraza estaba abierta. A través del vuelo de los visillos entraban jirones de oscuridad. Magdalena se dio la vuelta y se colocó sobre mí. A horcajadas me sujetaba las inglés, sonreía. Nunca la había visto disfrutar tanto con mi inmovilidad. Ella dominaba nuestro encuentro y yo me dejaba llevar. Cruzó sus brazos y se sacó el vestido por arriba, deslumbrándome con la luz de su sol. Entonces se echó sobre mí. Acaricié su espalda, llegué más arriba y más abajo. Repasé todas sus vertebras hasta que logré retirar los obstáculos, y mis manos la recorrían sin las prendas seductoras que, a aquellas alturas, las calificaba de estorbos. Mientras tanto, ella me ahogaba con sus besos.

Llegamos a la puerta de su casa en silencio. La noche había sido perfecta y no queríamos que los sonidos estropearan las primeras horas de nuestra vida noctámbula. Abrió la puerta, subimos las escaleras y obviamos las palabras. Habíamos hablado durante toda la noche. Me cogió de la mano y me ascendió hasta el dormitorio. Nos encontramos frente a frente, con muchas prendas que quitar, hasta rozar aquellas que sólo los dedos sensuales pueden despegar de la piel. Nos fundimos en un abrazo y nos tumbamos en la cama. Las sábanas nos envolvían con otra capa de oscuridad.

Ella tenía en el cuerpo media botella de champán y yo añadía un cubalibre al vino espumoso que vibraba en mi interior. Salimos del local nocturno cubiertos por la claridad de la luna. La señalé en el cielo. Aquella noche de lunáticos podríamos participar de su carnaval, de su fiesta de locos. Ella se negaba. Tiraba y aflojaba con sus palabras y me traía muerto de deseo. Agarré su cintura por el talle. Mis dedos acariciaban su piel a través de la tela fina del vestido. Reía como si la doblegaran las cosquillas y acompañaba sus risas esquivando mi afán. De mi boca salían palabras de mendigo, las de un bohemio que buscaba un lugar donde pasar la noche. Un vagabundo eterno que acabaría de dar vueltas por la vida si ella dijera una sola palabra.

Querida ilusión, me despido de ti por esta noche, pero no con un adiós, pues dentro de poco, en algún momento, en algún lugar, aquí o en otro sitio, volveremos a encontrarnos.
Por Tomás Alegre

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