jueves, 15 de noviembre de 2012

El único beso

“Aquí hay sitio, Juan”, me orienta Luis. Avanzo cuatro asientos, hasta que mi hermano indica que me siente. Él se acomoda a mi derecha.

Por fin voy a poder ver a mi cantante favorita. Es guapísima, con esas facciones tan finas y esa generosa melena negra. Sólo hay que escucharla, interpretando fados, para advertir lo bella que es.

Alguien se acerca. Se ha sentado a mi lado. Es una mujer. Le dice a su compañera que es un buen sitio, que se ve perfectamente desde aquí. Su bonito timbre de voz me sugiere una edad cercana a la mía.

Mi vecina de asiento tiene el pelo largo, y limpio; acaba de liberar su cabello y, ese aroma a cantueso y espliego, me ha hecho evocar mi infancia.

Cuando tenía trece años. Lo bien que lo pasaba con la pandilla en el pueblo. Yo siempre procuraba estar cerca de Silvia. Algunas tardes, al final del verano, ya sin nuestros amigos veraneantes, dábamos los dos largos paseos por el camino que rodea el cementerio, junto al río. A menudo, se nos hacía de noche,  y se asustaba, o lo parecía. Entonces, se abrazaba a mí y me decía: “se puede escapar un espíritu, me da miedo”. Yo le decía: “no seas ñoña”; pero esperaba con ansia ese momento. Notaba sus tímidos pechos, presionando mi torso, mientras su áurea melena cosquilleaba mi nariz, esparciendo ese fresco aroma a cantueso y a espliego. Al retirarlo de mi cara, aprovechaba para acariciarlo, sintiendo tal suavidad entre mis dedos que se estremecía hasta el más diminuto de mis poros. Descubría mi inocente sexo comprimido, que, seguro, ella también adivinaba. Un día me espetó: “¿no me dices nada?”. Yo callé. Me besó en los labios. Quedé paralizado, mientras ella, con risa burlona, corría en dirección al pueblo. Aquel sabor a mantequilla y azúcar quedó guardado, bajo llave, en la alacena que construí en mi memoria.

Ese beso fue único, el único. A los pocos días los padres de Silvia se marcharon del pueblo. Al verano siguiente contraje la afección que me hizo perder la visión.

Ya ha terminado el concierto. Mi contigua compañera se levanta y vuelve a agitar su cabellera, deleitándome de nuevo con su perfume. Su amiga le comenta: “bonito concierto, ¿verdad, Silvia?”.
Por Vicente Briñas

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