martes, 20 de noviembre de 2012

La oportuna avería

—Vaya faena lo del coche —comenta Jaime, con cierto aire timorato.
—No me lo puedo creer. Esta mañana arrancó sin ningún problema; lo dejo en el parking de la oficina, y al rato no funciona —contesta Silvia contrariada, sin dejar de deleitarse con la fragancia que ondula el ambiente—. Podría haber llamado al seguro, pero dentro de una hora debemos estar en Toledo. No me hubiera dado tiempo.

Jaime se siente cortado. Se encuentra a escasos centímetros de la directora de comunicación, la mujer más soñada por sus compañeros varones y, apostaría él, por no pocas compañeras.

 —¿Cómo es que vas también a la convención?, pensaba que era yo la única que asistía.
—No, no voy a la convención. Mañana se celebra, en otro de los salones del Palacio de Congresos, un simposio comercial. Vienen agentes de toda España. Tengo todo el día para preparar la sala, con los medios audiovisuales; mañana, después del acto, lo recojo todo y me vuelvo. Me preguntaron si podría llevarte.

Silvia nunca había reparado en Jaime, que, a pesar de su aspecto desaliñado, posee un especial atractivo, amén de una personalidad cautivadora. La ejecutiva no suele relacionarse con personal que no sea de su departamento. Cerca de la cuarentena, y aunque sin pareja, eligió ser madre, por lo que ha estado largo tiempo sin acudir al trabajo.

Jaime es ingeniero informático. Tiene categoría de técnico, pero nunca se ha codeado con la jefatura. Se considera un trabajador de base, como todos sus colegas. Recién cumplidos los treinta, vive solo en un pequeño apartamento del centro.

—Has estado mucho tiempo sin venir a la oficina —interviene Jaime, mientras su mirada traspasa el ceñido cristal que cubre las piernas y se esconde bajo el dobladillo de la falda de su acompañante.
—Solicité un año de excedencia. Decidí ser madre antes de hacerme demasiado mayor y quería disfrutar de la maternidad. Pensaba estar sólo los cuatro meses de baja, pero preferí quedarme cerca de mi hija y que siguiera tomando pecho el mayor tiempo posible; trabajando no podía ser. Hoy la he dejado con mi madre.

Jaime vislumbra, entre los resquicios de la blusa y el despejado sujetador, unos senos que, sin ser grandes, perfilan un sugerente dibujo, que la recién concluida lactancia, o quizás el fresco que penetra a través de la ventanilla medio abierta,  marca con unos curiosos ojos que, ya realizado el más tierno de los cometidos,  parecen buscar otro pasatiempo.

—Es bonito este coche; pequeño, pero elegante —considera Silvia, mientras lucubra sobre su viabilidad de uso como cámara amatoria.
—A algunos le parece un poco femenino, pero a mí siempre me ha gustado.

Cerca de Toledo se produce una retención, lo que obliga a Jaime a conducir utilizando la palanca de cambios más de lo habitual, resolviendo dejar la mano allí descansando durante un rato, consciente de la aceleración que esto ocasiona, no sólo en su frecuencia cardiaca.

La cercanía de la mano del conductor causa en Silvia gran desasosiego, y el cosquilleo que siente en su interior, que no pasa inadvertido a Jaime, le obliga a separar levemente las piernas y a bajar del todo la ventanilla, creándose aún una mayor agitación bajo la blusa.

—¿Vuelves hoy a Madrid o te quedas en Toledo hasta mañana?
—Me han hecho una reserva en el Hotel Regidor. Creo que es uno de los mejores —contesta Jaime, que siente terribles deseos de que su mano resbale hasta el muslo de Silvia.
—He estado allí. Es amplio y bueno, te ofrecen de todo, hasta albornoz. Además, las empresas siempre reservan habitaciones dobles —asevera Silvia, a la que le cuesta mantenerse quieta en el asiento—. No sé a qué hora terminará hoy la convención. Posiblemente sea tarde y deba pasar la noche en Toledo. Llamaré a mi madre para que se quede hoy en casa con mi hija.

Tras unos segundos de turbado silencio…

—No conozco a nadie aquí. Si te apetece, luego te busco y comemos juntos —se atreve la mujer, mientras el hombre asiente, con lentos movimientos, cada vez más encendidos.
—Ya estamos en la Cuesta de las Armas. Hemos llegado —concluye Jaime, que, tras detener el coche, regala a Silvia una tierna mirada, aderezada con una profunda inspiración.
Por Vicente Briñas

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