Siempre viene sola. Se sienta en la mesita del rincón, pide una Guinness y no deja de mirarme mientras toco. Luego, antes de que acabe la última canción, se levanta y se va. Dos meses así. Frank dice que tiene un acento raro, que parece alemana. Se esconde detrás de las gafas y de esa melena rubia que parece tener vida propia. A veces se recoge el pelo y un cuello felino y sensual la delata. Sí, eso es. Como un felino, sigilosa y paciente me vigila de lejos, sin apenas moverse pero sin perderme de vista. Estoy esperando el día en que por fin se abalance sobre mí. O mejor, seré yo quién la dé caza. Aunque no es mi tipo, hay algo en ella que me da buenas vibraciones. Me atrae.
Hoy he decidido seguirla. Le he pedido a Frank que deje la barra y me sustituya en el bajo. Ella, al no encontrarme, no tardará en marcharse y yo la estaré esperando. Ahí está. Ahora soy yo el que la observa detrás de una columna, agazapado. Mira hacia el escenario y se da cuenta de que no estoy. Gira sobre sus pasos y se marcha. Lo sabía.
Voy tras ella. La tarde está lánguida y tiene esa luz inquietante del final del día. Anda despacio, se ha subido el cuello de su abrigo y ajustado el cinturón. Con las manos en los bolsillos y mirando sus pasos parece más sola que nunca. Se detiene en la parada un instante; se sienta; enciende un cigarrillo. Viene el bus, pero ella lo deja pasar, se levanta y sigue andando. Camina de una manera graciosa, como si sus huesos hubieran crecido demasiado y aún no se hubiera adaptado a ellos. Me gusta. La llovizna ha encrespado su pelo y su bamboleo me hipnotiza.
Decido acercarme más. Estoy a escasos dos metros de ella. Va dejando un leve olor a rosas que se mezcla con el del nuevo cigarrillo que acaba de encender. De repente se le cae el pitillo de las manos, frena en seco y se gira para mirarlo topándose de lleno con mi figura. Sus ojos se han abierto como un cervatillo asustado, su cara está humedecida por la lluvia y sus gafas se acaban de empañar porque el rubor le ha teñido el rostro de un carmesí infantil.
La miro con intensidad. Tiene unos labios frambuesa, frescos y carnosos. Con la sorpresa se han entreabierto y puedo inhalar su aliento pleno de deseo y vergüenza. Una ráfaga de viento coloca un mechón rubio sobre su rostro. Lo aparto muy suave y dejo mi mano suspendida sobre su sien. La atrapa con fuerza, posa en ella su mejilla y cierra los ojos.
Deseo besarla y acerco mis labios a los suyos. Me abraza y se ciñe a mi cuerpo como un molde a su original. El fuego nos envuelve, nos aísla, nos hace únicos e invisibles. Las lenguas se entrelazan y la respiración se agita. Como un mismo cuerpo vamos dando tumbos hasta acomodarnos en el pequeño jardín de una casa a oscuras. A intervalos separamos nuestros rostros y nos miramos. Sonreímos de placer y volvemos a saborearnos con avidez. Nos hablamos, pero nuestras palabras no tienen sonido. Nos desnudamos, pero aún estamos vestidos.
Ella desliza su pantalón y a continuación desabrocha el mío. Su mano tantea y encuentra lo que está buscando. Levanta sus piernas y yo me dejo hacer. La abrazo, la beso, me acaricia, me aprieta. Se anticipa a lo que deseo y yo le doy lo que parece esperar. Bailamos borrachos una danza frenética y sin fin. Ella abre los ojos un instante y es entonces cuando los dos nos desvanecemos en un último suspiro y el silencio nos mece hasta adormecernos.
La ayudo a levantarse y a componerse. Me acaricia con dulzura la cara. Me rodea la cintura y yo la sostengo por el hombro. Salimos del pequeño jardín oscuro y, a la luz de la primera farola, veo sus felinos ojos verdes.
-¿Cómo te llamas?
-Leonela.
Por Raquel Ferrero
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