miércoles, 28 de noviembre de 2012

La tía Antonia

Uno, dos, tres… de nuevo estoy contando los árboles que sombrean la vieja casa. Cada día me digo a mí mismo que es necesario quitar alguno, antes de que sus raíces se entrelacen por debajo y, levantando el suelo asomen por las ventanas, pero ahora ya sé que nunca podre hacerlo. Ahí está la tía Antonia para recordármelo.

Cada vez que sale, su presencia es anunciada por una algarabía de sonidos y movimientos animales: perros, gatos, gallinas, ocas… hasta un pequeño asno que pone tiesas sus orejas cuando que ella se acerca.

La tía. No sé si realmente en algún momento existió esa relación de parentesco. Ella dice, con una sonrisa pícara, que nació con la casa; no hay nadie que pueda rebatirlo. Debe tener doscientos años y se nutre de las raíces de esos árboles que nos rodean. Tiene la cara surcada de arrugas profundas, como cicatrices, pero son amables y sonrientes, pese a parecer un árbol solitario y seco.


Todos los recuerdos que me anclan a esta tierra árida que nos rodea están moldeados por su presencia cálida y silenciosa. Es una mujer de pocas palabras. Puedes sentarte junto a ella en esas noches de principios de verano y dejar vagar tus pensamientos. Cuando ella los interrumpe es para llevarte, sin que te des cuenta, a momentos de otros tiempos que sin recordarlos te parecen tan reales y fuertes como la tierra que estás pisando.

Ahora entiendo a Marta, mi mujer. Cuando hace un mes mi corazón nos dio un buen susto, se empeñó en que aquí encontraría fuerzas para recuperarme. Como casi siempre, tenía razón.

En este tiempo de soledad compartida con la tía Antonia, roto y  animado por las visitas de mi familia, he olvidado la razón por la que vine aquí.

He imaginado distintas historias en las que la protagonista sea la tía, pero en ninguna puedo colocar su vida sin que forme parte de la mía. Ya sé por qué no puedo arrancar ningún  árbol, aunque parezca solitario y seco, me da miedo dejar sus raíces al aire y ver que en ellas se entrelazan nuestras raigambres  convertidas  en una sola.

Si en algún momento vuelvo a esta casa tan nuestra y ella ya no esta, me sentiré como un intruso. 
Por Mayte Espeja

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