martes, 27 de noviembre de 2012

La imágenes de Silvia

Me encuentro a escasos metros del escenario, donde va a actuar mi artista favorita. La cadencia de unos pasos me anuncia la llegada de una mujer, que se sienta en la butaca de mi izquierda.

De pronto, el aroma a cantueso y espliego, que desprende su cabello al liberarse, me hace evocar los dichosos días de mi niñez en las tierras elíseas que me vieron nacer. 

En ese tiempo en el que la infancia va cediendo espacio a esa edad en que los sentidos empiezan a destilar nuevas sensaciones. Cuando las vivencias con los amigos te despiertan en sueños llenos de alborozo. Donde mi idolatrada Silvia y yo dábamos largos paseos por la aromatizada senda, rodeada  de fragante vegetación, que circundaba el camposanto, arrullados por el rumor del cristalino regato, que vigilaba nuestros movimientos.

A menudo, el tiempo se escapaba en nuestro camino, ocupando las estrellas su lugar. Entonces, ella me abrazaba, participándome su miedo a los espíritus, que querrían arrebatármela y transportarla al más remoto de los universos.

Esperaba con ansia la llegada de esos luceros, que habrían de conducirla a mis brazos. Sentía sus tímidos pechos apretados contra los míos, inyectándome raudales de felicidad, que fluía por cada célula de mi ser. Su pelo dorado cosquilleaba mi nariz, inundándome de aroma a espliego y cantueso, trasladándome a un mundo de dulces y picantes aromas. Al acariciar su melena, tormentas de escalofríos descargaban sobre mis dedos. En ese momento, era imposible que existiera en la tierra persona más dichosa que yo. Podría quedarme fundido en ella hasta el día del tránsito a otra vida, que no lograría ser más afortunada que ésta.

El sabor de aquel furtivo beso que me regaló esa noche lo conservo aún en un cofre, que enterré en el subsuelo de mis remembranzas, circundado con un alambre de espinos, que impide el paso de cualquier otro recuerdo que quiera ocupar su lugar.

A las pocas semanas, quise morir. La que iba a hacerme feliz por el resto de mis días, marchaba, junto a sus padres, a un lejano lugar. Mi respiración dejó de ser automática; necesitaba realizar titánicos esfuerzos para que no se me detuviese el hálito. A tanta desdicha siguió tal desaliento, que, en unos meses, culminó en la pérdida de visión.  Quizás, para que las imágenes que conservaba de Silvia, permanecieran intactas para siempre.
Por Vicente Briñas

No hay comentarios:

Publicar un comentario