martes, 6 de noviembre de 2012

La quimera

Alquilé aquella casa de piedra que tantas veces miré con deseo. Todo estaba dispuesto para que tuviera unos días de calma. Debía alejarme de los problemas. Últimamente,  me habían creado mucha tensión y malestar.

Una vez desembalado el poco equipaje que llevaba saqué los libros que, elegidos con esmero,  me permitirían disfrutar de la soledad.

Empecé a hacer mío el espacio. Puse la música que más me agradaba.  Preparé la enorme chimenea, que me sorprendió gratamente al entrar, y me dispuse a enfrascarme en la literatura.

Tras un buen rato de lectura, observé el fuego consumido. Con los ojos entrecerrados pensé que no era necesario volver a echar más leña. El ambiente era enormemente cálido.

La oquedad de la chimenea se fue convirtiendo en una bruma negra y gris. Me regocijaba del relax tan ansiado, sin sospechar lo que me esperaba. Un pie nacarado y una perlada pierna, que parecían surgir de un oscuro lago, empezaron a danzar con la bruma. La habitación adquirió un penetrante aroma, dulce e intenso. Aquella forma fantasmagórica iba mostrando el resto del cuerpo, ataviado con un bello vestido que se ajustaba sugerentemente a su piel. El busto portentoso, los brazos y el cuello estilizados, una preciosa y libre melena. El rostro confabulado con unos grandes ojos, profundos, cargados de sabiduría. La boca imposible de imaginar, carnal, forjada por el fuego.

Aquella imagen se acercaba. Me envolvió de forma vehemente, con vaivenes de fuerza y delicadeza. Mi piel se erizaba dulce e intensamente. Oleadas de caricias hacían palpitar mi pecho. Caricias que yo le devolvía sin pensar; las dos entregadas, tensas, relajadas, una y otra vez. Cada embate me producía empellones de deseo cada vez mas intenso. Al fin, acabado el sublime encuentro, nos envolvimos en un gran abrazo espiritual. El éxtasis llega a todos los rincones. 

Por María de las Mercedes Martín

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