sábado, 10 de noviembre de 2012

Inexperta en Cuba

Por fin, después de muchas horas de avión llegamos a La Habana. Un conductor nos esperaba para llevarnos al hotel. Subimos al autobús. ¡Qué calor! Fredy, el conductor, nos dijo: “mijitos, esto es Cuba, y ahorita mismo les voy a poner unos ritmitos latinos que se van a quedar impregnados en su piel hasta el resto de su días”. Fuimos recorriendo diferentes barrios: La Habana Vieja, Miramar, el Malecón, hasta llegar al hotel que estaba en el centro de la ciudad. Me sentía fascinada viendo la algarabía de la gente por la calle (su sonrisa parecía a flor de labios). Sinuosas calles con edificios desconchados y, en sus aceras, bandas de músicos tocando diferentes ritmos. ¡Ya sé por qué la llaman “la Perla del Caribe”!

Al día siguiente, me dirigí a la agencia de viajes, con la que teníamos concertado el tour “cicloturismo por Cuba”. ¡Mi primer viaje de guía! ¡Qué insensata! Mis miedos y temores empezaron a aflorar, y mi subconsciente diciendo. “¡Ánimo, todo va a salir bien!”. Ensimismada con mis pensamientos llegué a la agencia. Douglas, el guía local estaba impaciente esperándome.

Un saludo informal, una conversación banal e inmediatamente comenzamos a diseñar el viaje: logística, dificultades de las rutas, itinerarios, distancias, etc. Se notaba que él tenía muchos conocimientos y, muchos años de experiencia; así que fue fácil organizar los circuitos de cada día. Mis angustias iban desapareciendo. A su lado todo era más fácil.

Parecía un hombre tranquilo y con pocas pretensiones, pero firme y seguro en sus convicciones. Físicamente, era muy atractivo; su cuerpo perfectamente musculado, sus manos  largas y fuertes y su pelo ondulado y negro. Sus rasgos duros junto con su piel oscura (negra), hacía muy difícil adivinar su edad. Sin embargo, mi segundo yo me alertaba: “¡Leti, no te ilusiones, sólo hace tres horas que lo conoces y no sabes nada de él!”.

Douglas, orgulloso de sus raíces, me invitó a caminar por el Malecón; es  considerado fiel reflejo de la vida de sus habitantes, sus amores, tristezas y encuentros. Todo ello en un espacio de pocos miles de metros sosegados. De fondo, sus aguas procelosas chocaban contra el muro. Y, entre tanto, miradas furtivas se encontraban.

El viento traía notas musicales de una canción de Celia Cruz, y sin saber cómo ni cuándo, me estrechó contra su pecho a ritmo de salsa. El contacto con su cuerpo despertó en mí un deseo incontrolable; ¡Cómo me gustaría saborear su piel! Sólo imaginarlo, percibí mis pechos turgentes, mis pezones erectos y un ardor invadía todo mi ser.

De repente, su móvil sonó. Una llamada del hospital. Su hijo había tenido un accidente y su estado era grave. Nervioso, angustiado, sin saber qué hacer, qué decir, apretó fuertemente sus manos con las mías y, apagado como un candil sin aceite se alejó.

Muy azorada, me dirigí al hotel. El recepcionista me entregó una nota que decía: “mi hijo se está recuperando y mañana os recogeremos en el hall a las ocho de la mañana”. Comenzaba nuestra primera ruta (treinta kilómetros), por los alrededores de la Habana. ¡Cuántas cosas que preparar! Sin embargo, mi otro yo decía: “quiero sentir sus labios pegados a los míos”.

A las ocho de la mañana allí estaba él para iniciar nuestra primera marcha. Después de unos cuantos kilómetros recorridos las fuerzas empezaron a flaquear. El calor tan húmedo y las temperaturas tan altas menguaban aún más la poca energía que nos quedaba. Decidimos hacer una parada para recuperarnos; bebidas isotónicas y galletas energéticas. Nos vendrían bien para retomar fuerzas y empezar de nuevo.

Mi camiseta estaba totalmente adherida a la piel y, por la cara, corrían unos regueros que podían rebasar hasta el cenote más profundo. Douglas cogió una toalla y, gota a gota, fue retirando el sudor de mi cara. Un cuatro por cuatro en esos momentos venía hacia nosotros. Un señor bajó corriendo del coche y gritando como un desesperado nos preguntó: “¿Alguien ha visto a Leti?” Por cierto, él era  mi marido.

Por Pilar Martínez

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