miércoles, 21 de noviembre de 2012

Butterfly (II)

Llego tarde. Hoy cubro el estreno de Puccini en el Real. Van a cerrar las puertas. “¡Por favor, espere!” Una acomodadora me acompaña hasta mi butaca. Buena fila y bien centrada. ¡Qué silencio! A mi izquierda, una localidad libre y, a mi derecha, un caballero. Huele a jazmines. Me da las buenas noches con una deliciosa voz. Me disculpo por haber sido la última en sentarme. Es mi primera ópera, le digo, a lo que me responde que no será la última y que la disfrute. Comienzan los primeros sonidos de la orquesta. Acerca sus labios a mi oído y, en voz muy baja casi en un murmullo, me pide que cierre los ojos y que deje a mis sentidos empaparse de la música. ¡Qué buenas palabras para comenzar mi crónica! Le agradezco su gentileza.

Finaliza el primer acto, en el que me he sentido una joven esposa en su noche de bodas. Estoy emocionada y comparto mis impresiones con mi desconocido compañero de butaca. “Eso no ha sido más que el comienzo –prosigue-, ahora consiente que la música te envuelva; déjate besar por las notas; permite que el calor y el amor te abracen; abandónate a los sonidos y siéntete acariciada por cada instrumento; estás sola y desnuda, a punto de ser poseída”. Fin del segundo acto y noto que voy a mil con la piel completamente erizada tras el último coro. Miro a mi derecha buscando nuevos estímulos para sumergirme en el tercer acto y, una vez más, de su boca las palabras vuelven a susurrarme. Cierro los ojos y escucho: “Déjate llevar por lo que percibes y consiente que las emociones te penetren; disfruta de ello; encuentra el alma de Butterfly, comparte su deseo, su amor, su dolor, su coraje…”

Cuando llega el final me encuentro con los ojos, aún cerrados, inundados de lágrimas arrancando en una explosión de aplausos. Ahora, con la luz encendida, miro a mi improvisado maestro. Es un adonis. Lástima que tenga que tener el texto terminado en menos de dos horas para enviarlo a la redacción. Nos despedimos. Salgo deprisa, intentando que no se diluya ninguna de las sensaciones que aún impregnan cada poro de mi piel. Al alcanzar la puerta, me giro para dedicarle un adiós rápido, y entonces le veo desplegando su bastón blanco. Vuelvo sobre mis pasos; me acerco y le ofrezco mi mano. Mira que soy tonta, si estoy temblando. La acepta con una sonrisa que le ha iluminado el rostro y con la que me ha terminado de cautivar. ¿El reportaje?, ¿quién puede pensar ahora en eso? Tengo los sentidos repletos de olores, sensaciones, música, calor, excitación y creo, por el modo en que ha acaricia mi mano, que él también.

Por María Sergia Martín

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