martes, 13 de noviembre de 2012

Cálida lluvia

Hoy no me quiero levantar. Deseo seguir disfrutando de este sueño de las siete de la mañana, interrumpido por la alarma del reloj. ¡Qué bien estoy arrebujada y calentita! ¡Mmm! Pero al fin me despego de las sábanas y, tras el aseo personal y el desayuno rápido, salgo disparada. Estoy empleada en una zapatería que está en el centro, por la zona de Fuencarral.      

 No me gusta mucho lo que hago, pero fue lo único que encontré. Algunas veces me pasa lo de hoy, que no tengo ganas de ir. ¡Si con veinticinco años ya estoy en este plan, qué me espera para el futuro! 

Cuando salgo del trabajo, a las ocho, llueve torrencialmente. Corro hasta la cafetería de la esquina donde suelo ir habitualmente. Justo en ese momento, queda libre mi mesa preferida, junto a la ventana. ¡Hoy es  mi día de suerte! Me gusta porque desde esta ubicación puedo mirar hacia fuera; ver el ir y venir de las personas, observarlas; es algo que me encanta. Más aún, cuando diluvia como hoy. 

Esta tarde me siento nostálgica, con ganas de compañía. También es un buen día para jugar (esta vez sola), como lo hacía con mi hermana: escoger, de los hombres que pasan, con cuáles tendría una aventura.

Como en este tramo de la acera se detienen bajo el toldo para guarecerse, hoy puedo observarlos a voluntad. Algunos esperan a que escampe, lo que viene bien a mi juego. Suelo mirarlos desde abajo hacia arriba: zapatos (deformación profesional), pantalones (deteniéndome en un punto), hasta llegar a la cara. Voy anotando los seleccionados.

Desde este rincón, calentita por el café y la calefacción, y viendo esa fría lluvia que no cesa, me entran ganas de llevarme uno a casa. Un hombre, digo. No sé si el deseo que me invade no sea tanto de sexo propiamente dicho, como de prólogo y epílogo, como dijo mi admirado Sergi Pamies en un relato.

Llevo cuatro en mi lista, cuando, de pronto, me llama la atención un hombre que cruza la calle sin prisas: botines GEOX, vaqueros estrechos que insinúan buenos músculos, gabardina clara y manos enguantadas que sostienen un paraguas, ocultándole la cara. Lo cierra cuando se detiene frente al bar, junto a la ventana. Asoma un rostro singular y expresivo; ojos grandes y negros, nariz algo achatada, labios gruesos, sensuales y tez negra. Nuestras  miradas se encuentran a través de la cristalera. Tiemblo de arriba a abajo ante esos ojos penetrantes; pero no aparto los míos.
Entra y se dirige a mi mesa.

—¿Puedo sentarme?

Mi cara está ardiendo;  debo estar roja como un tomate.

—Sí, sí– le contesto.

Se quita el impermeable y lo cuelga en una percha. Lleva un jersey blanco ajustado, de cuello subido, a través del cual se adivina un tórax y unos brazos fuertes. Sonríe al decir gracias. “Es que no hay más sitios libres”, se disculpa. Hablamos del frío y de lo bien que sienta el café caliente. “Muy caliente”, pienso. Después de un breve silencio, cuenta que ha venido a una librería del barrio y ya estaba cerrada. Habla con voz grave y cálida, acariciando cada palabra antes de soltarlas. Transmite sensualidad. 
Al cabo de una hora hemos hablado mucho. Él es de Costa de Marfil; hace ocho años que está aquí; trabaja como enfermero, aunque estudió medicina en su país.  Me dice que… No me entero de lo que cuenta. Estoy pendiente del movimiento de sus labios, los que mordería ahora mismo. 

No sé qué decirle. Sonríe y me pide que le hable de mí. Le cuento de mi trabajo, de  mis frustrados estudios universitarios y de cómo me gustan los días de lluvia.

Mientras hablo me observa atento y sus ojos tan negros miran muy fijamente, tanto que me perturban. Entonces sonrío algo nerviosa. Él también sonríe y su expresión cambia; su mirada se vuelve húmeda y chispeante.
Estamos a gusto.

Me invita a una pizzería, y charlando llegamos a las once de la noche. El vino me da más calor; estoy ardiendo. Noto mis pezones que pugnan por salir a través de la ropa. En este punto recuerdo mi idea de llevarme a uno de los seleccionados. Sería la primera vez que invitase a un hombre a casa el mismo día de conocerlo. Recuerdo el deseo de prólogo y epílogo. A esta altura estoy confusa, con miedo de que sea sexo y nada más. ¿Y qué? ¿Por qué no?   Él interrumpe mis pensamientos: 

—¿Quieres venir a mi casa a tomar algo? Está cerca de aquí.
Su invitación hace tambalear las débiles barreras que podría estar levantando hace un minuto.

Voy al lavabo un momento y cuando regreso está guardando su teléfono. Me recibe con una amplia sonrisa, cogiéndome la mano.

Salimos a la calle. La lluvia sigue cayendo; es mansa y persistente. Ahora también tengo húmedos los pies.

Subimos a su piso que está en un 4º sin ascensor. Voy expectante y algo temblorosa por la excitación. Entramos a un largo pasillo que termina en un salón, iluminado en este momento.

Allí nos espera una alta y hermosa muchacha rubia. Es su mujer. Me recibe con una sonrisa, cogiéndome ambas manos. Sus ojos verdes, felinos, me recorren de arriba abajo. Con temor de que se me note mucho el estupor, balbuceo: “¿el lavabo?”

Cuando me alejo escucho la voz del hombre: “¿Te gusta?” Y la voz femenina: “Ya sabes que me fascinan las morenas de pelo largo”.

Sentada sobre la tapa del water, con la boca abierta y una mano sofocando un grito, intento hilar algo que se parezca a un razonamiento. ¡Esto es muy fuerte! ¡No me lo esperaba!
 ¿Cómo era? ¿Prólogo, epílogo? ¡Qué va! ¡Esto puede ser el texto completo del kamasutra!

Por Elsa Velasco 

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