martes, 19 de noviembre de 2013

Testigo de una vida

Ya atisbo sobre el cerro el halo rosáceo que presagia deslumbrantes y tibios rayos, que secarán las gotitas que lentamente pasean por mi desnivelada piel. El último rocío posado sobre mí. Mañana seré pasado y, seguramente, me borraré de la memoria de aquellos a los que he querido.

Escucho el ronco movimiento del camión que transporta a mis ejecutores, a los encargados de hacer pedazos mi vida y todo con lo que he convivido durante tantos años. Unas veces compartiendo dolor y muchas disfrutando de la dicha de los seres amados.

Los últimos momentos con los míos fueron para despedir, hace unas semanas, a doña Manuela. A dos metros de distancia de mí, se abrió el portón del lúgubre vehículo donde introdujeron, dentro de una luminosa caja de nogal, a la anciana que siempre se preocupó de mantenerme limpio y lustroso y que en sus primeros años jugaba a mis pies con una desgastada muñeca de cartón, mientras me cantaba tonadillas en un lenguaje que sólo ella y yo conocíamos.

Aquella niña de reluciente organdí que, acompasada por el tañido de las campanas, caminaba exultante hacia la iglesia del olivarero pueblo para recibir su primera comunión. Su preciosa melena estaba ataviada con una corona de rosas secas, que durante el otoño habían crecido con el mismo sol que templaba mi espalda.

La joven, que yo seguía viendo como una chiquilla, se apoyaba en mí brazo, mientras Ernesto, que acabaría siendo su esposo, le regalaba los últimos besos del día, a los que ella correspondía con la más dulce respuesta, siempre avizor de la mirada de sus padres.

Recuerdo el azul plata de aquel coche americano que la recogió el día de su boda. Portaba un elegante traje con una larga cola que intenté sujetar para que no se manchara. Tuve que conformarme con admirar como ensalzaba su adulto y, a la vez, delicado cuerpo de mujer. Aquella tarde no eran gotas de rocío las que resbalaban por mi faz.

La recibí feliz de su luna de miel, que se me hizo eterna, aunque aquel viaje a Granada duró apenas una semana. Pero a la vez quedé triste, porque las noches no volverían a ser como antes, cuando caía en mis brazos mientras los de Ernesto la rodeaban.

Transcurridos unos años,  volví a disfrutar con sus hijas Lucía y Marta, que pasaban los días jugando a mi vera, con muñecas, con casitas, con coches que me cosquilleaban el lomo y con balones, aunque recibiera pelotazos de vez en cuando.  Sin embargo compensaba, pues Manuela me curaba dándome friegas en los golpes.

También sentí la cercanía, primero de la mayor y, pasado unos años, de su hermana pequeña, del amor compartido con sus príncipes antes de recogerse, que su madre percibía condescendiente a través del cristal.

Ahora, después de tanto tiempo, mi existencia es intranscendente. Me iré y tal vez otro me sustituya. Tras el adiós de la señora, que hacía años perdió a su Ernesto, las chicas, cada una en su morada, prefirieron vender la casa. Los nuevos dueños han decidido reconstruirla, diseñando una nueva distribución que cambiará las entradas de luz. Y a mí, viejo y humilde alféizar, me quedan unos minutos, o quizás unas horas, de contemplar ese cerro y el pueblo entre olivos que cobija y desaparecer abatido por las mazas de unos ininteligibles gigantes rubios, que van golpearme sin piedad.

 Por Vicente Briñas

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