martes, 26 de noviembre de 2013

Infinito

Cuando uno escucha hablar de sí mismo como de un algo inexplicable, que ni es número, ni cosa, ni lugar, que además no existe en la realidad física y que no se sabe ni dónde comienza ni dónde termina, ni lo que dura… ¡Ostras!, debe de ser tremendamente duro, máxime si das la impresión de ser un tipo sensible, aunque desconozco si sería correcto clasificarlo así. De ahí a considerarte poco menos que un raro monstruo hay un paso muy pequeño. Eso debió de ocurrirle a Infinito cuando tomó la decisión de llegar al conocimiento de su propio concepto, de lo que era en realidad y de la razón de su existencia investigando analogías parecidas en la Tierra. 

Por ello, y tal vez para pasar desapercibido, adquirió la apariencia de un gato. Quizás, de todo lo conocido, era lo que más se asemejaba a la infinitud, por aquello de las siete vidas. Pronto debió de darse cuenta de que la vida de los gatos no era tan imperecedera como se decía, pero esa historia pertenece a otra, probablemente mucho más densa, que merecería ser contada por alguien con muchos más recursos que yo o por el propio protagonista.

El símbolo con el que se le representaba desde la antigüedad le recordaba los sujetadores de las chicas, aunque supongo que jamás pensó en esa prenda como su equivalente. Días enteros anduvo buscando y buscando por todas partes la forma de ese ocho tumbado, o el concepto abstracto que encarnaba. Localizó el distintivo en las lentes de un anciano que leía en un parque; en los plásticos que unen las latas de cerveza en un supermercado; en alguna colonia de marca; en las formas caprichosas de las nubes… Más ninguno de esos objetos le proporcionaba la clave que necesitaba.

Un día creyó encontrarlo en las facciones pecosillas de una pequeña que se acercó a acariciarle. Ensimismado, se fijó con detenimiento y le fue contando, una a una, las múltiples pecas que dormitaban en su carita. Enseguida, se percató de que éstas no eran infinitas. En otra ocasión, observó dos vías de tren que, caminando en paralelo, parecían perderse en un horizonte sin fin. Corrió tras ellas varias jornadas hasta que evidenció que finalizaban en una vieja estación. Después miró hacia el cielo y comenzó a contar estrellas. La luna se reía a carcajadas de tamaña insolencia, pero lo logró. Consiguió tener un número inmenso, que yo no podría reproducir de cabeza, para cuantificar todas las que iluminaban el firmamento. Todo tenía fin, incluso los granos de arena del mar.

Asistió a promesas de amor eterno que, al poco tiempo, eran echadas en el olvido. Conoció el dolor infinito que supone, para los humanos, perder a un ser querido, pero también comprobó cómo, con el transcurrir del tiempo, éste se vuelve cada vez más difuso. Estuvo presente en rupturas de amistades y lazos que, a priori, parecían inquebrantables. Fortunas incalculables que, de la noche a la mañana, quedaban reducidas a unos pocos centavos… Nada era lo que buscaba porque todo lo que veía, contaba, escuchaba o medía, tenía un fin.

Ya estaba decidido a abandonar su empresa y, por ende, la apariencia gatuna, cuando se fijó en una mujer que sostenía en sus brazos a un niño que lloraba. Era otoño, había llovido, y el pequeño se había caído lastimándose las rodillas. La madre lo acurrucaba contra su pecho mientras lo besaba y tranquilizaba. El pequeño no podía apartar  su vista de la rodillita ensangrentada haciendo hipos y pucheros, pero cada segundo un poquito más tranquilo. Entonces, Infinito reparó en algo distinto de lo visto hasta ahora: una luz diferente o quizás una sensación de calor, no sé bien decir qué fue lo que sintió,  emanando de los ojos de aquella madre fijos en la criatura que tenía en su seno…

Créanme si les digo que el gato infinito se acomodó al lado de esa madre con su hijo y les señalo, sin temor a equivocarme, que allí encontró, por fin, lo que llevaba tanto tiempo buscando: su analogía. Esa fusión de ternura inmensa encerraba lo inexplicable,  lo que no era ni número ni cosa, ni un lugar, ni algo que existiera en la realidad física… Lo que no se sabe ni dónde comienza ni dónde termina, ni lo que dura… El amor infinito en su más pura esencia.

Por María S. Martín

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