viernes, 29 de noviembre de 2013

El corcho cinco estrella

Aquel restaurante era un lujo, uno de esos lugares de obligada visita al menos una vez en la vida.  La decoración, de estilo minimalista, denotaba sencillez y buen gusto.  Los camareros no caminaban, iban y venían al ritmo de una danza milimetrada, sorteando mesas y sirviendo vinos. Y, tanto la atención de aquellos, como la calidad de los platos, le hacían merecedor de figurar entre los mejores del país.   

Como mi exigua economía  no me lo permite habitualmente, acudí a cenar con unos amigos aprovechado unas jornadas gastronómicas que ofertaban los menús a un precio tres veces inferior al habitual. Era una ocasión única para acceder a un placer vetado para el común de los salarios.

Al entrar, me fijé en la mesa de al lado. Había sentados tres hombres y tres mujeres que llamaban la atención por su indumentaria: ellas llevaban vestidos de colores chillones y descoordinados, y el pelo rubio oxigenado dejaba entrever la raíz canosa. Los hombres vestían traje y corbata en tonos llamativos y el pelo engominado. Por si esto, vociferaban y gesticulaban desmesuradamente.  Parecían surgidos de una película de Coppola.
 
Al poco rato, el camarero les trajo una botella de Dom Pérignon en una champañera y uno de ellos la abrió con tal virulencia que el tapón salió despedido, dibujó una trayectoria elíptica hacia el techo y luego se perdió, como si quisiera huir de aquellos personajes.
 
Uno de ellos obligó al resto a buscar debajo de la mesa y alrededores, molestando a los que habíamos ido a pasar una velada tranquila.
 
Como no encontraban el preciado objeto, se enzarzaron en una discusión tan disparatada que pensé que formaba parte de una representación teatralizada para amenizar el local:
 
- ¡Lo has cogido tú y lo has escondido, sabes que me falta un corcho de cinco estrella para mi colección. No soportas que los demás disfruten con sus aficiones!
- ¡Eso no es cierto, tus tapones y tus aficiones me importan un carajo, lo que te pasa es que tienes que acusar a los demás de tus propias carencias! Más vale qu,e en vez de preocuparte tanto de tus puñeteras colecciones inútiles, vigilaras a tu mujer.  ¿Te has preguntado dónde va por las tardes, mientras tú estás ordenando tapones, llaveros y cucharillas? Puede que alguien le preste más atención…
- ¡Serás maricón de mierda! –respondió el aludido, con el rostro congestionado, entre azul cianótico y morado nazareno, y cogiendo al otro por la solapa. Resentido, fracasado, no has superado que tu novio te haya dejado por un arquitecto mejor situado.   
- Crescencio, por favor, -intervino la mujer del agresor con voz suplicante-  cálmate y no le hagas caso, piensa en tu corazón, que te han dado dos infartos. Vámonos a casa y hablamos.
   
El personal del restaurante acudió para separar a los dos individuos y, de paso, pedir disculpas por el suceso, ajeno totalmente a ellos.

Yo estaba paralizada, no podía creer que en un sitio tan exquisito y acreditado acudiera gente tan barriobajera. Por fin, los alborotadores se marcharon y pudimos disfrutar del resto de la noche escuchando el nocturno de Chopin en el piano de la sala.
 
Cuando nos tocó pagar, mi mano tropezó dentro del bolso con un objeto rugoso y húmedo. Lo saqué y lo observé con desaprobación: aquel minúsculo tapón había sido el motivo de la discordia.
 
Cuando llegué a casa lo coloqué sobre la nevera y, cuando lo miro, me hace reflexionar sobre la insensatez humana.
   
Por Carmen Alba

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