domingo, 24 de noviembre de 2013

La eternidad es demasiado tiemp

Traspasó los barrotes de la puerta. Avanzó unos pasos, cruzó la calle y se derrumbó en un banco mirando hacia el interior del jardín.

La luna llena ilumina con tanta intensidad que eclipsa todas las sombras, pero el viejo caserón, de piedra arenisca,  apenas trasluce sus muros enmascarados bajo la hiedra.
Juan Tenorio traga saliva con dificultad y se pasa una mano por el pelo. Nunca debió traspasar aquellos barrotes de hierro forjado. ¿Qué protegía y de quién, Gonzalo de Ulloa, tras aquellas paredes? Ésa es la pregunta que ahora puede responder, ante los que hoy le rehúyen como si fuera un apestado.


Tras terminar sus estudios, buscó un lugar en el que poder dedicarse a la medicina y, sobre todo, a la investigación. Así conoció a Luis Mejía,  boticario de un pueblo cercano, y a su prometida Ana. De su mano aparecieron Inés de Ulloa y su padre, ofreciendo su apoyo a las investigaciones iniciadas.


El joven y solitario médico rural, sin familia cercana, cayó en las redes de la dulce Inés, de su belleza y su sonrisa. Las dos parejas entablaron amistad y compartieron momentos importantes de sus vidas, sus matrimonios, sus primeros años de casados, el nacimiento de los dos hijos de Luis y Ana, avances en las investigaciones realizadas por ambos… Pasado un tiempo, sus trabajos se separan. Juan, influenciado por la precaria salud de su esposa, se embarca en estudios cada vez más alejados del método científico, elucubraciones arriesgadas con resultados imprevisibles e inútiles.
    
Pronto Inés, que ya es pálida de por sí, se va volviendo blanca como la nieve; en su afán de buscar la belleza y el amor para siempre, intenta que su marido centre sus trabajos en ella.
Juan se convierte en el prisionero de un ser desconocido. Unos ojos que le miran anhelantes y un rostro rebosante de emoción reclaman la pócima prometida. Pero los días se van sucediendo unos a otros y también los fracasos de su marido en el logro de ese objetivo. La confianza de Inés se va debilitando. No puede renunciar a esos eternos premios con los que sueña, su impaciencia le impulsa a pedir a su marido que pruebe en ella directamente. No importa el riesgo.  


¿Para siempre? El afán de buscar la belleza, el amor… la eternidad es demasiado tiempo. Desde el otro lado de la mesa, con un descredito total en su cara de muñeca, de geisha inmutable, su sonrisa, cargada de veneno, refleja un entusiasmo en el que ya ni asoma ese destello que coloreaba de vergüenza sus mejillas y se transforma en una carcajada aullante.


Brígida, siempre fiel a su niña, es la encargada de vigilar que ni un solo frasco o ungüento salga del  laboratorio en el que se realizan las investigaciones. Ya hace tiempo que solo las realiza Juan, sin saber que busca o sin buscar nada, ha decidido que ése será su último intento. La llama azulada, del mechero quema los vestigios de vida que puedan quedar en la pipeta usada para hacer el trasvase. Cualquiera que sea el resultado no tiene vuelta atrás ni podrá repetirse. El laboratorio desprende un  claustrofóbico hedor. 


La vieja sirvienta enmudeció de repente, petrificada de miedo, al oír la carcajada estertórea, enfermiza y grave que brotó del pecho de Inés. Frente al espejo, su rostro se va desprendiendo de la piel que se recoge en pliegues. Todo es suave, viscoso, una oscuridad  amniótica con la que se sumerge en un sopor que la libera de su estruendosa jaqueca y la deja caer inerte.  


Cuando Ana despertó estaba bien pasado el crepúsculo. Intentó levantarse apoyándose con las manos pero fue inútil, su cuerpo no respondía, las órdenes de su cerebro no llegaban a sus miembros. ¿Quién le había arrebatado todo? ¡Le habían arrancado la vida! Peor, no se podía morir, cuando solo quería una muerte rápida y silenciosa. La eternidad es demasiado tiempo para esperar.


Juan, sentado en el duro y frio banco de piedra, se fue dejando llevar poco a poco por los latidos de su sangre, sintiendo que todo estaba decidido desde siempre. Cuando el sol alcanzó su cenit, se levantó. No sentía nada. ¿Estaría muerto? La eternidad es demasiado tiempo para recordar.


Por Mayte Espeja

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