lunes, 25 de noviembre de 2013

La recaída

Esta obsesión le acompaña desde sus primeros pasos. Si no la has visto en tales circunstancias, te puede parecer muy extraño o, incluso, una gran patraña. Pero puedo jurarte, por lo más sagrado, que todo lo que te cuento es absolutamente cierto.

Hace unos cuatro años consigues, por fin, realizar un viaje en pareja a París. Os acompaña un tiempo estupendo. Es tan calurosa esa tarde de martes, que te ves en la necesidad de despojarte de la camiseta, no sin algo de reparo, en los coquetos jardines de Luxemburgo. La colocas debajo de tu espalda y te tumbas sobre la mullida y verde alfombra que circunda el pequeño lago. Ella empieza a jugar con los dedos entre el vello de tu pecho, después con los labios y, de repente, comienza a succionarte los pezones con tanta ansia que tienes que emplear toda tu fuerza para separarla de ti. “No aguantas una broma”, aduce, mientras que el público que os rodea no puede disimular la risa. Ni te cuento la vergüenza que pasas. Es verdad que eres su novio, desde hace dos años, pero esas demostraciones en público nunca te han gustado. No obstante, piensas que es un arrebato y no le das mayor importancia.

A la mañana siguiente decidís visitar el Louvre. Para contemplarlo en condiciones tenéis que ir, al menos, durante tres días, pero calculáis que gastando uno sin descanso podéis ver lo más importante. Preparas unos bocadillos con el embutido que llevas empaquetado desde casa, compras un par de botellas de agua muy fría en el supermercado cercano al hotel, donde sabes que no te van a sablear, y bajas al metro, de la mano de tu chica, dirección al museo. Os maravilláis con “La Gioconda”, con “Las Bodas de Caná”, os emocionáis con “La Venus de Milo”, con “La Victoria Alada de Samotracia” y disfrutáis con la restaurada escultura de “Baco”, con su cuerpo desnudo, apoyado en una cepa repleta de uvas. Y observas con perplejidad como tu compañera se arrima a la estatua, cada vez más cerca, haciendo gestos con la boca, hasta que viene un vigilante y le ruega, y después le exige, que se separa de ella.

Son casi las ocho cuando salís al exterior y os dais de bruces con el sofocante atardecer. Reparáis en las fuentes,  con esa suerte de piletas triangulares que abrazan a la pirámide de cristal, repletas de turistas refrescándose. Decides que, si bien no eres amigo de las piscinas municipales de tu ciudad, te vas dar un remojón, con tu novia, aunque sea sólo por debajo del pantalón corto que vistes. Cuando de pronto, tu chica observa a un hombre, tan maduro que podría ser su padre, con el torso descubierto, y se lanza a por él, tirándole al agua, chupando sus pezones con ahínco.

Ayudado por su mujer y sus hijas, puedes separarlos, pero, si no llegas a convencerles con buenas palabras, más bien con buenos gestos, pues no entiendes ni papa de lo que dicen, te ves pasando la noche en la gendarmería.

Cuando vuelves a casa le sigues dando vueltas a lo acontecido en el viaje.  Lo que te extraña es que muchas veces has estado con ella y nunca ha pasado la cosa de un contacto apasionado, como se puede esperar de unos amantes. Resuelves que debes comentárselo a su familia. Se ríen, con algo de nerviosismo, y te dicen que ha debido tener una recaída. Que le pasa cada cierto tiempo. Todo se debe a un trauma infantil. Cuando tiene un añito se queda su madre sin leche en los senos y, con lo tragona y caprichosa que es, se obceca en que su padre tiene que sustituir en la lactancia a su mamá. La colocan en  los pechos del hombre, con el fin de convencerla de que no era posible, y empieza a succionar y succionar, entre angustiosos llantos, sin conseguirlo. El hombre, abrumado por esa situación tan disparatada,  acaba concentrándose de tal manera que consigue expulsar unas gotitas por sus pezones, provocándole dicho esfuerzo mental una apoplejía que, con su hija en los brazos, le dejó sentado para siempre. Desde entonces, periódicamente, retorna esa ansiedad.

Lo que no te esperas es que,  cuando hace más de tres años que no la ves, pues pensaste que era mejor romper la relación, recibas una llamada del jefe de seguridad del Museo del Prado y te pida por favor que te presentes urgentemente a recogerla. Te desplazas a la pinacoteca y la ves encaramada a la escultura de “Dioniso”, muy similar al “Baco” de París, con los labios pegados al pecho del dios del vino, rodeada por un puñado de vigilantes y decenas de curiosos. “Sólo se separaría de la escultura si venía usted”, te indican. Se aparta del busto, se arrima a ti, te desabrocha la camisa y empieza a chuparte los pezones.

Ya te digo. Otra recaída.


Por Vicente Briñas


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