viernes, 22 de noviembre de 2013

El doble

Pepe y María ese detuvieron frente al enorme edificio acristalado que albergaba la sede de uno de los principales centros de investigación genética del país. Instintivamente, miraron hacia el décimo piso, lugar donde tenían la cita esa mañana. Se cogieron de la mano, entraron y se dirigieron al mostrador, donde una joven con una desmedida sonrisa les entregó un volante y les indicó que podían subir a la consulta del doctor Yequi.
 

Durante la media hora larga que estuvieron esperando su turno, el pensamiento de Pepe navegó por un mar de dudas; no sabía si lo que estaba haciendo era lo correcto, pero no podía dar marcha atrás, le había prometido a María que seguirían adelante con todas las consecuencias.

Le sobresaltó la voz atiplada de la enfermera anunciando su nombre e invitándoles a pasar a la consulta. La habitación era tan blanca y aséptica en su apariencia como siniestra en sus propósitos, pues aquello no dejaba de ser un experimento de dudosa ética. El médico les recibió señalándoles con voz glacial e indiferente  tres campanas de vidrio que contenían cuerpecillos de recién nacidos alimentados por una red de tubos que daba a la escena un aspecto fantasmagórico.

— Ha sido un éxito, las pruebas han resultado satisfactorias. Pueden llevárselo dentro de unos días  -manifestó el médico.
— ¿Cuál es? –preguntó María visiblemente emocionada.
El galeón indicó la campana de la izquierda y pareció que el pequeño hubiese percibido la señal algo porque movió las manitas.
— ¿Y los otros? –balbuceó José que, repentinamente, sintió un sudor frío que se extendía por todo su cuerpo y le nublaba los sentidos.
— Lamentablemente, no sobrevivirán –le respondió como si se tratara de animalillos de laboratorio.

José, presa del vértigo, revivió los momentos felices con su hijo y aquella espantosa noche en que murió debido al la alta velocidad y al exceso de alcohol en sangre según dictaminó el parte policial. Un error que nunca se perdonó.  Él conducía.

Ahora la ciencia les ofrecía la posibilidad de recuperar al hijo perdido, recomponiendo su vida, como si se tratara de  una tela desgarrada que se vuelve a coser.  


El código genético era idéntico, por lo que sería una copia exacta del original.  Pero, al ver aquellos pequeños bultos bajo las urnas, José resolvió las vacilaciones que le habían agobiado durante tanto tiempo y comprendió que podía tener los mismos ojos, los mismos gestos, la misma inteligencia, incluso, pero el misterio de la vida es único para cada persona y ningún ser humano podría suplantar a otro. Además, les habían advertido que estos seres no llevaban asegurada una larga vida, por lo que tendrían que pasar de nuevo por su pérdida.

José agarró a María por el brazo y salieron corriendo de aquel sitio infernal. Se miraron con complicidad. Sabían que su hijo era irremplazable y que viviría eternamente, en sus recuerdos… 



Por Carmen Alba

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