lunes, 25 de noviembre de 2013

¿Qué ocurrirá si tengo un hijo?

Los gritos de tu hermano hicieron salir de casa a tu madre. Bajó corriendo la escalera y salió a la calle, dando traspiés del susto. Se encontró con tu cara sonriente, asomando entre las ramas del árbol en el que estabas encaramado. No hubo manera de saber cómo habías llegado allí, apenas andabas a gatas y nadie te había subido. Ese fue solo el inicio de una carrera de obstáculos que se fue complicando, a medida que ibas creciendo. Tu única contestación a cualquier pregunta relacionada con tus saltos y cabriolas era: soy como Spiderman. 

Sonreías de aquel modo alegre y silencioso tan característico en ti.   Te dabas una carrerita y terminabas en lo alto de cualquier cosa, siempre por encima de nuestras cabezas.


Fue pasando el tiempo, ya nadie te preguntaba, habían asumido que era inútil. Lo único que se convirtió en una costumbre era verte, fuera invierno o verano, con la camisa desabrochada. 


- Blas, esto no puede seguir así, ya eres mayor para estar todo el día por los altos. Tienes que vestirte, vamos a ir al cole. Verás que bien lo pasas, hay muchos niños y puedes jugar con ellos.


No decías nada, solo mirabas con tus  enormes ojos, siempre sorprendidos,  y te ibas con aire de fastidio para, a los pocos metros detenerte,  soltar una carcajada y salir corriendo. Eras un niño alegre y juguetón.


Para ir al colegio cogíais un autobús, iba siempre lleno de gente somnolienta. Los primeros días, la gente se sorprendía viendo cómo,  poco a poco, te encaramabas en la barra, una pareja te mira y cuchichea algo entre risas. Siempre había alguien que te miraba. Se fue convirtiendo en una rutina. Pero, eso sí, sin abrigo, con tus brazos libres de ataduras. Los que no quedaban libres de ellas eran sus compañeros de colegio y de juegos. Nadie sabía de dónde salían aquellos finísimos hilos con los que amarrabas a tus contrincantes.


En verano florecías. En el olmo que crecía frente a tu ventana los pájaros revoloteaban abandonando sus nidos, y tú con ellos, saltando en derredor de rama en rama. Lo que había cambiado era que, en los días fríos y desapacibles, te encerrabas en tu habitación. Tu madre, al limpiarla, se encontraba con minúsculas bolitas que no sabía de dónde podían salir. Poco a poco, fuiste reclamando tu espacio, el de tu habitación se convirtió en tu reducto.


Con el paso de los años te convertiste en un implacable fiscal, rodeabas a tus víctimas hasta enredarlas de tal modo que en pocas ocasiones perdías un caso. Pero, era tan, tan cansado estar continuamente vigilando tus propios movimientos, las reacciones de tu cuerpo al calor o al frío. Eras tan hermético… Ni siquiera  tu familia conocía tu secreto, mas allá de que el médico dijera que esa pelusilla que rodeaba tus pezones no tenía importancia, que se  quitaría a medida que te fueras haciendo mayor.    


La boda de Antón fue un día memorable: conociste a Eloísa. Con ella pudiste hablar de toda tu vida sin ocultar nada. En apenas unos meses os casasteis. Le regalaste su velo de novia tan suave y sutil que fue la admiración de todos los invitados. Desde entonces todo ha cambiado para ti. Tu semblante tranquilo y relajado irradia placidez.  Ahora puedes mirar hacia atrás. Ya se acabó el miedo a que alguien descubriera el secreto por tantos años guardado.


Cuando vuelves a casa después del trabajo, juegas encadenando a tus hijas con los finísimos hilos de seda que salen de tus pezones, sus risas, al liberarse de tan suaves ligaduras, se oyen por toda la casa. Mientras, Eloísa, tu mujer, piensa en cómo podría teñir y tejer todos los ovillos que habías almacenado en casa de tu madre. Abarrotan todos los espacios libres de toda la casa.


Ahora tu única preocupación es: ¿qué ocurrirá si tengo un hijo?


Por Mayte Espeja




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