domingo, 26 de mayo de 2013

San Martín

—¡Cago en to! —maldijo pateando el ladrillo puesto en pie, donde se apoyaba la fiambrera.

En la habitación a medio construir, todos reaccionaron dando un ligero respingo, mientras miraban curiosos cómo rodaba por el suelo la metálica tapa. Atrás, el recipiente medio volcado, dejaba ver en su interior una masa viscosa, aún burbujeante,  coloreada por unos ingredientes de los que se podía deducir, a todas luces, era ensaladilla rusa. Con sus guisantes, sus cuadraditos de patata y zanahoria, las fibras cortas y marrones que en su día pertenecieron a la musculatura de algún atún, y unos cuantos trozos rojos, que bien pudieran ser de pimientos morrones.

Cuando todos repararon en el contenido derramado por el suelo, irrumpieron en un estruendoso júbilo de carcajadas y chascarrillos que propinaron al propietario del malogrado almuerzo. El muchacho, mientras, parecía desconcertado ante su pequeño gran drama. Todo apuntaba a que aquel día sería de ayuno y penitencia.
Aniceto, guardameta inesperado de la tapadera rodante, depositó en ella dos torreznos bien hermosos, con su cantidad justa de magro, tocino, y porción de corteza que, aunque costaba cortar a simple tiro de diente, reconfortaba gustosa el paladar. Sentado cómo estaba sobre su banqueta de ladrillos —uno vertical a modo de pata, y otro horizontal haciendo de asiento—, no se levantó, sino que pasó el improvisado plato a su compañero de al lado, Salustiano, que, con menos miramientos que su paisano, descansaba sus recias posaderas sobre el mismo suelo aún sin pavimentar, protegido por la fina capa de una hoja de periódico, que no se sabía muy bien si era para no manchar de polvo el pantalón viejo de trabajo, o para proteger el sucio suelo de los pegotes de pasta y yeso pegados en la misma prenda.

Salustiano agarró el «plato» con su áspera mano aún manchada de yeso y pinchó, con la punta de la navaja, uno de los chorizos que no hacía muchos días colgaba en un varal del desván de su casa en el pueblo. Junto a ellos, unas ristras de longanizas y otras de morcillas dormían la paz de los inocentes, en la todavía por esas fechas, fresca estancia.

—Toma este poquino, hermoso, que hoy no te vas a quedar tú sin comer.

El joven se acercó hacia el fornido albañil mientras su cara comenzaba a dibujar una sonrisa de  satisfacción,  que intentó disimular  dando explicaciones al grupo  de cómo había puesto a calentar sin mirar el almuerzo; lo que provocó el efecto contrario al buscado, pues de nuevo apareció la chanza hacia tan desafortunado acto.

Él no solía parar a la hora de la comida con aquel grupo de albañiles, pero les pidió permiso aquel día para colocar su fiambrera sobre la parrilla en la que asaban un costillar adobado y media careta de cerdo, aliñada con un unte al aceite de oliva, hierbas, ajo y sal. Era el primer día después de las vacaciones de Semana Santa, y todos ellos habían regresado de sus respectivos pueblos con buena cantidad de viandas procedentes de la matanza que seguían haciendo por allí sus familiares. La contemplación de aquellos ricos manjares le trajo viejos recuerdos de la infancia, de cuando siendo aún bien pequeño acudía con su padre a la aldea de éste y ayudaban, junto a sus tíos, en la matacía en la que se embarcaban todos los inviernos sus abuelos, allá por San Martín.

Lo primero que acudió a su mente fueron aquellos colchones de lana, gordos como vacas, en los que uno amanecía succionado dentro de un pequeño cráter, con las mantas hasta la coronilla, pues fuera de allí,  incluso las ideas se congelaban. Los gallos del corral, aunque todavía a oscuras, llevaban horas llamando a despertar, sabedores, quizá, de que en el drama que se avecinaba, ellos no serían los protagonistas.  Bien temprano se encontraban ya todos desayunados, con café y rebanadas de pan frito. Hasta los pequeños tomaban aquellos días un café aclarado con abundante leche, pues la abuela no tenía ni Cola-Cao ni monsergas de esas —palabra comodín que usaba siempre cuando no quería saber, o hablar, de ciertos asuntos—. En una hoguera en el patio, y en el hogar de leña de la cocina, comenzaba a borbotear el agua caliente que no ha mucho rato habían traído de la fuente las tías y alguno de los primos mayores. Como en los calderos el agua, la sangre comenzaba a bullir por las venas,  conforme se acercaba la hora de la tragedia.

Siempre sucedía igual. Al chillar de los cerdos precedía un momento de calma inusual. Un silencio tenso, audible. En ocasiones, hasta en días lluviosos, la precipitación amainaba por unos instantes, esperando, pausada, el estruendo del degüello.

Casimiro, el hermano mayor de su padre, era el que siempre asestaba bajo la mandíbula derecha el criminal tajo. Los últimos lamentos del animal gorgoteaban ahogados en su propia sangre, que manaba sobre el terrizo. Y la abuela, como ama de la casa, batía y batía el rojizo humor evitando que se cuajara. Alrededor, grandes y pequeños, descargaban la tensión entre vítores y rezos: «Santa Susana, Santa Susana !qué salga la morcilla sana!»

Como caída del cielo, Nemesio, otro de los albañiles, le añadió una estupenda morcilla de cebolla. «Vamos. Come. Que hay comida de sobra» Le conminó al peón. Levantó la mirada y vio un rostro amable, grande y colorado, bien afeitado.

Viajó de nuevo hasta su infancia y contempló al gran marrano dentro del bación. Ayudada de una cazoleta metálica, tía Custodia, lo escaldaba con agua hirviendo, mientras dos de los hombres restregaban enérgicamente con toscas piedras la sonrosada piel de la bestia, que adquiría por momentos tonos limpios y brillantes. Igual que aquella cara que ahora le sonreía. «Muchas gracias, Nemesio», contestó. Y siguió engullendo su particular matanza; y recordando.

Lo que le esperaba ahora al pobre bicho era algo más cruel y menos vistoso. Terminado de rasurar y limpio, se volvía la artesa y se situaba encima al cochino. De nuevo Casimiro entraba en acción. Con un cuchillo algo más corto que el primero, pero más afilado, rajaba la panza del animal de punta a punta. Vísceras y mondongos surgían del interior aún humeante y caliente. El ambiente se volvía pastoso, entre agrio y dulzón. Y en la cabeza y en el estómago de cada cual  se removían las conciencias y otras cosas. A prima Custodita siempre le pasaba igual: se abalanzaba tras el  pozo y vomitaba el claro café matutino. Para cuando regresaba a su ser, jamones, chuletas, lomos, y todo el conjunto, aún sin destajar, colgaba cabeza abajo esperando el tiempo marcado para el oreo.

A la vuelta del trabajo, la mujer de Brígido estaba algo consternada; después de la metedura de pata con la comida de su marido, no las tenía todas consigo.

—Perdona, cariño, me confundí esta mañana. Te puse mi fiambrera en tu bolsa; en vez de la tuya. ¡Habrás comido fatal! Con lo poco que te gusta la ensaladilla...

—No. No importa. Por suerte me di cuenta a la hora del bocadillo y ya me apañé yo pa la comida.

 
Por José A. Sánchez


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