domingo, 19 de mayo de 2013

Habemus Papam

La party en casa de los Ybarra finalizó bien entrada la noche. Lázaro Santana bebió más de la cuenta y fueron su esposa, Eva, y el joven Judas Ybarra los que –en volandas, puesto que no se mantenía en pie– le introdujeron en el coche.

–Le ha trastornado lo de la dimisión del Papa –se excusaba la mujer ante los asistentes.
–No sé lo que me ha pasado –repetía una y otra vez el contrariado marido.

Lázaro era un hombre pío, tranquilo, poco interesante para su esposa, ferviente católico y admirador a muerte del Papa Benedicto. Por eso, tras la renuncia del Sumo Pontífice, a nadie le extrañó que –consternado como estaba– hubiera empinado el codo con desmesura. Es más, supieron excusarle.

Una vez en casa, Eva lo desvistió y lo metió en la cama, mientras Lázaro se hacía de cruces disculpándose una y otra vez por el monumental curda que se había pillado. En pocos segundos quedó atrapado por un profundo sueño.

A la mañana siguiente le despertó un inmenso dolor de cabeza. Estiró el brazo buscando el cuerpo de su esposa sin encontrarlo. Estará en la ducha, pensó. Se giró hacia el despertador y comprobó con estupor la hora…

–¡Dios..! ¡Dios..! Las doce y media. Esto no puede ser… ¡Eva! ¿Cómo no me has despertado antes?.. ¡Diooooos!.. ¡La reunión con Ybarra!

Lázaro se levantó de la cama a toda prisa y cuando quiso dirigirse al baño, dos hombres –ataviados con yelmos–  le cerraron el paso al compás marcial de sus alabardas.

–No puede salir, señor. La Curia está deliberando.
–¿Cómo que la Curia? ¿Qué hacen ustedes aquí? ¿Qué está pasando?.. ¡Evaaaa!

El hombre pío achacó la situación al exceso de cavas y a la no metabolización de los mismos por su organismo. Se tendió en la cama, tapó sus ojos con ambas manos y tomó aire profundamente; no en vano era un hombre tranquilo. Dejó pasar unos minutos y, desde esa misma posición, comenzó a retirar las manos lentamente de sus ojos. Creyó que se había vuelto loco cuando advirtió, en el techo de su habitación, los frescos de la Capilla Sixtina. ¿Dónde estoy, Dios mío?, pensaba. En ese momento empezó a escudriñar con más atención la habitación en la que se encontraba. No era la suya; bueno, sí lo era pero estaba diferente. Había cuadros de cardenales colgando de todas las paredes. Algunos rostros le resultaron conocidos. También su vista se topó con sendos tapices de San Pedro y de San Pablo; se santiguó dos veces con fervor católico. Las cortinas eran oscuras, de terciopelo carmesí y, a través de la ventana, contempló como una chimenea de cobre expelía un humo negro, tan negro como la pez. Permaneció inmóvil intentando hacer uso de su razón.

En el lugar donde minutos antes había dos alabarderos yelmados con plumas rojas, ahora se encontraban cuatro y ataviados con el uniforme de la guardia vaticana. El ferviente católico intentó zafarse de los cuatro pero resultó inútil. Comprobó que estaban bien entrenados porque a cada movimiento sospechoso de éste procedían a cuadrarse, juntando sus lanzas y a cerrarle el paso. Y así una y otra vez.

En la mesita de noche había una tetera de plata vieja, desconocida para él, junto a su taza de desayuno; la que se trajo de su luna de miel en Cancún. Se sirvió una infusión y se la tomó de un trago. Invadido por un tremendo sopor decidió tumbarse. Entre sueños vio pasar, alrededor de su cama, a decenas de cardenales –vestidos de color púrpura– caminando en parejas y conversando en latín. El admirador a muerte del Papa Benedicto se abandonó a Morfeo con la confianza de que todo se tratase de una alucinación, producto de su trastorno por la dimisión de su querido Papa unido a una grave intoxicación etílica.

Amaneció. La luz del nuevo día se coló entre los cortinones. El hombre tranquilo abrió  los ojos y comprobó que, frente a su cama, ahora eran ocho los lanceros con los mismos yelmos pero con plumas blancas y rojas. Lázaro, presa del pánico, comenzó a reírse como un endemoniado. Se subió en la cama intentando zafarse de la guardia por un hueco; le cerraron el paso. Se dirigió a la ventana para abrirla y pedir auxilio y se lo volvieron a impedir. Se metió debajo de la cama y dos guardias, uno de cada brazo, lo sacaron de muy malos modos.

Se incorporó y se lanzó al cuello de uno gritando como un poseso. El compañero de éste abrió la mano y le estampó la bofetada del siglo. Lázaro cayó hacia atrás inconsciente quedando de nuevo derrumbado en el lecho.

Algunos días más tarde, Lázaro Santana dejó de preguntarse por qué el Vaticano en pleno se había colado en su habitación; bien lo sabía. Mantuvo conversaciones con varios guardias y con el propio Camarlengo, que hasta le escuchó en confesión, y volvió a ser el hombre pío y tranquilo de siempre que pasa las horas mirando, a través de su ventana, el humo negruzco de la fumata. Se ha acostumbrado al té.
La guardia suiza y la cohorte de cardenales se han ido retirando poco a poco. Lázaro lo entiende perfectamente; tendrán otros menesteres que cumplir. Los despide, uno a uno, con una bendición. En la habitación tan sólo queda ya una persona con él, el último alabardero, que acaba de echarse la mano al bolsillo del pantalón y coge su móvil.

–¿Doña Eva? Todo listo. Ya se marcharon los últimos actores… Falta desmontar las cortinas, despegar los techos sixtinos, los tapices, los cuadros, la chimenea y me voy… Sí, señora, sí, aquí está el pobre mirando por la ventana… Todas las tisanas, sí, sí, sin rechistar… Con las veinticinco gotitas, como me dijo don Judas… Hoy se ha vestido de blanco y se ha colgado al cuello un crucifijo, que le pidió a un cardenal. Ha dicho que hoy puede ser el gran día… Ahora está muy callado, creo que reza el Rosario… Sí, sí, señora, pasa las horas sentado en la cama o arrodillado; no da problemas… No creo yo, doña Eva, que eso esté bien… ¡Ah, bueno!  Si lo dice el señorito Ybarra, no hay objeción por mi parte… Llamo a mi compañero y ahora mismo le cambiamos el color del humo; le añadimos un audio de aplausos y vítores y asunto resuelto… Entonces, ¿llamo al SamuSocial?... ¡Vale!, que ya se hace cargo usted… Perdón, se me olvidaba, ha habido algunos gastos extras en la preparación del atrezo que… Ok. De acuerdo, lo incremento y le envío la nueva factura a don Judas Ybarra… Un placer trabajar con ustedes y cuando quiera ya sabe donde estamos… Buenos días, señora.

El humo comienza a blanquear y el clima de silencio se ve roto por enfervorecidos gritos y aplausos. Lázaro Santana abandona sus plegarias. Acaba de ver la fumata blanca. Se incorpora con los brazos abiertos mostrando sus palmas, gira su cara, rebosante de lágrimas, hacia el último alabardero suizo y –mientras se dirige a abrir la ventana– con un hilo de voz, apenas perceptible por la emoción, comienza a repetir: “Habemus Papam, Habemus Papam”.
Por María S. Martínez

1 comentario:

  1. Madre de mi corazón... Martínez.

    ¡Por favor!

    PD: ¡Qué buena foto!

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