jueves, 16 de mayo de 2013

El coracero

El convaleciente sacudió la bolsa que estaba junto a su catre. Sobre la cama cayeron los objetos más dispares, entre ellos los que buscaba: una moneda con la efigie del emperador, recado de escribir, un reloj y un legajo de papel amarillo, encuadernado en piel y atado con tiras de cuero. Contempló el reloj durante unos instantes, se sentó sobre el camastro, abrió el libro, tomó la pluma y se dispuso a escribir. Pensó durante unos instantes con la mirada fija en la tela de la tienda, su movimiento le recordó al de las velas henchidas de viento y honor, del buque que le llevó hasta aquella tierra yerma de vida. Había decidido qué parte de su historia habría de contar y cual olvidar; era entonces el momento de mojar la pluma en el tintero y comenzar:

Monte Saint Jean, 19 de junio, 1815.  Todavía no sé por qué el coracero francés no terminó con mi vida. A veces dudo de que haya ocurrido en realidad y pienso que todo fue un sueño, del que aún estoy por retornar...
Despertó. Un amargo sabor a pólvora enturbiaba su paladar. Tenía la boca completamente seca. Sintió que toda la arena del desierto hubiera pasado por ella.  El ambiente era irrespirable, una mezcla de olor a heces, vísceras humanas y sangre por doquier, sembraba el campo de batalla. Comprendió por qué no podía levantarse: un torso uniformado en azul aprisionaba sus piernas. Pataleó para zafarse de él. Poco a poco alumbró su nuevo estado. Tomó unos minutos para mirar a su alrededor: cadáveres, cuerpos desmembrados, quejidos y llantos sobre el rumor de la contienda, ya lejana. Comprobó que podía mover sus miembros, giró la cabeza a  izquierda y derecha; después, con las manos dio la vuelta al cadáver que había rociado sus borceguíes de agrios fluidos. Era un húsar, el cuello estaba cercenado de un solo tajo, los ojos abiertos con una expresión, mezcla de sorpresa y estupor, para dar una inesperada bienvenida a la muerte. Su uniforme azul estaba teñido de su propia sangre. Del interior de su casaca sobresalía una cadena de plata. Recordó entonces la que llevaba al cuello, herencia familiar; en un acto reflejo la buscó con su mano y no descansó hasta que alcanzó a tocarla. Vino a su mente lo ocurrido antes de perder el conocimiento. Lentamente, su cerebro se fue llenando de imágenes hasta inundarlo de sonidos y sensaciones del fragor del combate.
Libre del peso que oprimía sus piernas, intentó levantarse, pero una nube de pólvora le cegó. Permaneció inmóvil por unos segundos, a la espera de que el viento la disolviese, pero no terminaba de liberarse de ella. Sus ojos comenzaron a llorar fruto del escozor que la niebla le produjo. Aquel tiempo le pareció una eternidad. Estaba completamente desorientado. ¿Qué habría ocurrido? ¿Quién habría salido victorioso? ¿Habría sido definitiva? ¿Podría volver a casa? ¿Estaba ya muerto? Todos estos pensamientos desaguaban en su consciencia, mientras cubría sus ojos con el antebrazo.
No sabía cuánto tiempo había pasado, no tenía con qué medirlo, pero al disolverse la nube, encontró frente a sí un coracero enemigo que, con el sable en la mano diestra, estaba contemplándole. Retrocedió unos pasos mientras tiraba de las riendas de un enorme caballo. Envainó el arma y se arrodilló junto al soldado muerto que yacía a sus pies. Se quitó el casco y después le abrazó. Creyó escuchar sus sollozos; aquel jinete se estaba despidiendo de alguien querido. Pasaron unos minutos antes de que el coracero depositara el cuerpo inerte en el suelo y con máximo cuidado, después, se cercioró de que sus ojos sin vida quedasen cerrados en un eterno sueño y abrió su boca para depositar una moneda antes de volver a cerrarla. Cuando hubo empleado todo el cuidado que su rudo uniforme le permitió, tomo la cadena que salía de su indumentaria y tiró de ella suavemente hasta llegar a su final. Un bello reloj plateado apareció en sus sucias manos de sangre reseca y ennegrecidas uñas por la pólvora. Su compungido rostro tornó entonces al más fiero que jamás se pudiera imaginar, cerró el puño con fuerza y tiró de él hasta arrancar el engarce que sujetaba la cadena y después, lo arrojó contra el suelo en un ataque de ira. Hecho lo cual, recuperó la moneda de su boca, que le lanzó como si ya no fuera digna de su faltriquera, escupió al suelo junto al cadáver, le señaló con el dedo a la vez que dijo algo que no llegó a comprender, montó sobre su caballo que relinchó al sentir las espuelas sobre sus ijares y, encabritado, salió al galope en dirección al sol.
Tardó en reaccionar lo que sus miembros se demoraron en obedecer las órdenes de su cerebro. Casi a rastras, ausente de fuerzas y utilizando las reservas del instinto de supervivencia, se arrastró hasta el cadáver. Hurgó en sus bolsillos, en el interior de su ropa y bajo ésta, pero no encontró nada; se acercó como pudo a donde había quedado el reloj. El barro producido por la sangre había evitado que éste se rompiera en mil pedazos. Lo puso sobre su palma y lo observó. Creyó entender; una flor de Lis estaba grabada en la tapa posterior del mismo. Sonrió. Las cosas nunca son como parecen, pensó. Se lo acercó al oído, pero no escuchó el sonido de sus engranajes al funcionar. Pulsó el mecanismo de la corona para ver la esfera, Zenit, 1898, rezaba bajo los números romanos que indicaban las doce, y unas agujas negras de forja se encontraban en cruz como si estuvieran esperando alguna penitencia que cumplir.
Por Luis C. Castilla

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