sábado, 18 de mayo de 2013

El sastre del Vaticano

Adamo Pianezza vio la luz en 1944, en la pequeña ciudad de Rívole, en las proximidades de Turín.  Su padre, miembro de una logia masónica, poseía una pequeña sastrería en dicha localidad piamontesa. Al poco de superarse la mitad del siglo, se trasladó la familia a Roma, donde, con los ahorros de mucho trabajo, se establecieron en la calle Marco Polo, muy cerca de la Puerta de San Paolo.

Transcurrió su edad escolar en el Colegio Romano de la Santa Cruz, perteneciente al Opus Dei, imponiéndose la voluntad de su madre sobre la negativa de su esposo, no muy cercano a esta organización. Simultáneamente ayudaba en la sastrería, donde pronto desempeñaría con destreza el oficio paterno.

Adamo era un muchacho taciturno y receloso, al que siempre le costó conservar la confianza de otros compañeros. Los chicos, que al principio se burlaban de él, empezaron a esquivarle, evitando su inquietante mirada.

Terminado el bachillerato, y tras una fuerte disputa con su padre, que pretendía que continuase con el negocio familiar, cursó Teología en el Seminario Romano Mayor. Después formó parte de la nómina de sacerdotes del Vaticano.

Conocida su destreza con la costura, enseguida pasó a colaborar con los sastres de prestigio que confeccionaban los hábitos a los más importantes miembros de la Santa Sede. Pronto se convirtió en alfayate oficial, dedicándose al mantenimiento de la vestimenta de los miembros del Colegio Cardenalicio.

Los años no hicieron cambiar la personalidad de Adamo, que, por el contrario,  acentuó su carácter reservado, siendo evitado por la mayoría de los miembros de la curia.

Comentaban en los corrillos de la Città que algunos cardenales, en la mayoría miembros de la Compañía de Jesús, que habían contado con los servicios del piamontés, acabaron abandonando el Sacro Colegio, volviendo a sus países de origen o cesando en las funciones que les fueron asignadas.

No fueron pocos, entre ellos el diácono canadiense Albert Newton, los que prefirieron costearse un nuevo hábito coral antes de que Pianezza los visitara en sus aposentos. Aunque en este caso sirvió para poco, ya que el jesuita no tardó mucho en regresar a Toronto, como ayudante de párroco.

Estos episodios ocurrieron durante el reinado del papa polaco, cuya animadversión por la orden fundada por San Ignacio latía en la ciudad. Las tornas se volvieron con la llegada al trono del cardenal alemán, que devolvió la influencia a la Compañía de Jesús. Suceso que desagradó en demasía al sacerdote italiano.

Pasado el verano de 2012, se le encomendó al sastre el servicio exclusivo al Obispo de Roma. El papa germano, poseedor de un importante vestuario, le facilitó suficiente trabajo como para que estuviera ocupado los últimos meses antes de su jubilación.

El Sumo Pontífice, sabedor de la negativa fama del clérigo, intentó darle confianza, procurándole conversación para conocerle en mayor profundidad, con el objeto de sacarle del oscurantismo en que vivía. Llegaron a mantener profundas discusiones dogmáticas, en las que, en la mayor parte de las veces, el subordinado acababa sumiendo en la duda al jefe de los católicos.

Una semana antes de anunciar públicamente su renuncia, aduciendo falta de fuerzas e incapacidad para ejercer bien el ministerio que se le había encomendado, el Papa lo comentó con Pianezza. Éste, tras responderle: “Vuestra eminencia es sabia y todo lo que hace es designio divino”, volvió la mirada hacia los bajos de una sotana, dibujándose en su rostro algo parecido a una sonrisa.

El catorce de marzo de 2013, un día después de que un jesuita argentino fuera nombrado nuevo Papa, apareció muerto en su habitación, tras cortarse las venas con unas tijeras de costura, el cura sastre del Vaticano.


Por Vicente Briñas

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