lunes, 20 de mayo de 2013

Encuentro en la ermita

Estimado lector, después de la precipitada salida de los Madriles, regresé a mi refugio de juventud, lugar donde soy conocido por mi nombre de pila y no por un pseudónimo como es el caso de la capital.

Aconteció que, sumido en cavilaciones de los  últimos y azarosos días, y sin vislumbrar los hechos que iban a acaecer entonces, caminaba por el prado de Melquiades, cuyas frisonas dan la mejor leche de todo el valle, cuando  me encontré con un espectro en forma de mujer. No quiero decir que aquel ser de aspecto tan saludable acabara de regresar del averno, y mucho menos con aquellas mejillas tan sonrojadas, sino que era la viva imagen de Sisenanda, mi amor de juventud, a quien tuve la desgracia de acompañar en su último viaje al camposanto. Escapé de su sonrisa espantando vacas y libélulas hasta el recodo del árbol tronchado donde empieza el camino de la ermita.

Sólo la contemplación del valle con su centón de tonalidades verdosas consiguió que el sosiego se me implantase en el alma y amilanase mi taquicardia. Extendidas por prados las lenguas de colores, vislumbré la paz, el sosiego y la vieja iglesia consagrada a la virgen, patrona del valle, Ntra. Sra. de Valvanuz.

Antigua, de oscura piedra y fervorosas campanas, emergía sobre la hierba como un bajel que se desplazase sobre las olas. Rodeé su muros y, sobre ellos, el silencio roto por el viento que refrescaba sus piedras. Al llegar junto a sus macizas puertas de roble, me percaté de que los pájaros habían dejado de gorjear en la algarabía de sus trinos.  Nada escuché entonces salvo la resistencia de las bisagras al empujar la puerta. Quedó ante mí franca la entrada, y el interior, oscuro por la contundencia de sus sillares, se iluminó tenuemente a la vez que proyectaba mi alargada sombra hasta el atrio. Avancé unos pasos hasta situarme frente al altar.

La puerta se cerró de golpe y ahora sí, aislado del exterior, pude escuchar unos gemidos al fondo, tras el retablo. Caminé decidido pero con la discreción de estar en lugar sagrado, midiendo los pasos y el ruido que ellos provocaban. Frente a mí, en el suelo, pude ver como tres personas realizaban un juego amatorio que no sé si soy capaz de describir. Sobre una manta extendida en el suelo, un cuerpo desnudo formado por tres pares piernas y de brazos conformaban una extraña bestia de deforme aspecto y placenteros sonidos.

Espantado por aquella visión, salí de allí presuroso y me dirigí a casa de mi amigo Expedito Raudez, el cual nunca llegó a emigrar a la ciudad, dando yo por descontando el disgusto que había de darle.

–¿Qué te pasa, Ampuloso? Parece que acabaras de ver un fantasma. Bueno, respira. Siéntate un momento que te voy a traer un vaso de agua y ahora me cuentas.
–¡No te vas a creer lo que he visto! En la Ermita, detrás del altar, en el suelo, desnudos, creo que eran tres.

–Ah, bueno, no te preocupes por eso, el párroco de antes era un flojeras, pero éste está hecho un toro. ¡Hay que ver la salud que tiene! Vamos que se lo rifan.

 Aquella respuesta acrecentó aún más mi desconcierto, las palabras me faltaban y no sabía qué pensar. Al final, después de un largo silencio de ambos, acerté a decir:
–Hay que ver, Expedito, cómo ha cambiado el campo.
 
Por Luis C. Castilla

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