No se me ocurre nada. Tengo que entregar el artículo esta misma tarde y la arena inunda el desierto de mi inspiración. Enciendo un cigarrillo y miro cómo las volutas danzan ajenas a mi apatía. Sigo lanzado aros al denso espacio de mi habitación y entonces compruebo, perpleja, cómo los anillos de humo se van uniendo y aliándose acaban por formar la palabra “déjalo”. El vocablo está escrito en letras minúsculas y entrelazadas. Pasados unos segundos se fusionan y por fin desaparecen.
“Déjalo”. ¿Dejar a quién, a qué? Lo que me apetece de verdad es dejar el artículo. Eso es. No tenía ganas de escribir, he encendido el cigarrillo y zas… allí estaba la respuesta: “déjalo”. Pues no lo escribo y punto y final.
Pero no, no puede ser tan fácil. ¿Y si sólo fuera fruto de la casualidad? El humo es como las nubes que se dejan moldear por la brisa; volubles, adoptan formas caprichosas que nuestra imaginación apadrina. Yo quería dejar de escribir y me he sugestionado y he leído la palabra que quería ver. Ya está, asunto arreglado.
Déjalo…dejar… ¿a él? ¿a ello? A él, dejar a Andrés. Puede ser, nuestra relación está cabeceando y puede acabar un día sin nombre y sin mediar palabra. A veces nos miramos y una sonrisa mecánica es lo único que nos aflora, de cariño, sí, aunque gélida y sin sustancia. Pero no lo voy a abandonar ahora porque el humo caprichoso haya dibujado unas letrillas en el aire.
Voy a encenderme otro, quizás el humo me dicte otra misiva y acabe por completar el enigma. La verdad es que me duele el pecho y cuanto más vacía está mi cabeza y más blanco el papel, más fumo. No entiendo la relación de: “como no se me ocurre nada enciendo un cigarro”. Tal vez la nicotina active mis tristes neuronas y las fustigue con su implacable decadencia.
Lo prendo, y evocando a esa Greta Garbo misteriosa y sensual, expelo el humo lenta y suavemente, saboreándolo, acariciándolo mientras sale de mi boca entreabierta. El cordón gris asciende y juguetea con los muebles, con la lámpara, con el techo. No hay rastro de vocablo alguno. Vuelvo a inspirar profundamente y esta vez un pinchazo rejonea mi pecho y toso violentamente. La fumada sale despedida y va directamente al trasluz de la ventana. Allí, mágicamente, baila y me muestra otra palabra: “tabaco”. Me dejo caer en el sillón y mis ojos vidriosos no quieren ver lo que ven, y mis pulmones obturados no quieren sentir lo que sienten y vuelvo a pegarle otra chupada y ahora es cuando siento que algo se rompe y escupo más que expeler. Un hilillo rojo cae de mi boca sobre mi falda negra.
“Déjalo”. ¿Dejar a quién, a qué? Lo que me apetece de verdad es dejar el artículo. Eso es. No tenía ganas de escribir, he encendido el cigarrillo y zas… allí estaba la respuesta: “déjalo”. Pues no lo escribo y punto y final.
Pero no, no puede ser tan fácil. ¿Y si sólo fuera fruto de la casualidad? El humo es como las nubes que se dejan moldear por la brisa; volubles, adoptan formas caprichosas que nuestra imaginación apadrina. Yo quería dejar de escribir y me he sugestionado y he leído la palabra que quería ver. Ya está, asunto arreglado.
Déjalo…dejar… ¿a él? ¿a ello? A él, dejar a Andrés. Puede ser, nuestra relación está cabeceando y puede acabar un día sin nombre y sin mediar palabra. A veces nos miramos y una sonrisa mecánica es lo único que nos aflora, de cariño, sí, aunque gélida y sin sustancia. Pero no lo voy a abandonar ahora porque el humo caprichoso haya dibujado unas letrillas en el aire.
Voy a encenderme otro, quizás el humo me dicte otra misiva y acabe por completar el enigma. La verdad es que me duele el pecho y cuanto más vacía está mi cabeza y más blanco el papel, más fumo. No entiendo la relación de: “como no se me ocurre nada enciendo un cigarro”. Tal vez la nicotina active mis tristes neuronas y las fustigue con su implacable decadencia.
Lo prendo, y evocando a esa Greta Garbo misteriosa y sensual, expelo el humo lenta y suavemente, saboreándolo, acariciándolo mientras sale de mi boca entreabierta. El cordón gris asciende y juguetea con los muebles, con la lámpara, con el techo. No hay rastro de vocablo alguno. Vuelvo a inspirar profundamente y esta vez un pinchazo rejonea mi pecho y toso violentamente. La fumada sale despedida y va directamente al trasluz de la ventana. Allí, mágicamente, baila y me muestra otra palabra: “tabaco”. Me dejo caer en el sillón y mis ojos vidriosos no quieren ver lo que ven, y mis pulmones obturados no quieren sentir lo que sienten y vuelvo a pegarle otra chupada y ahora es cuando siento que algo se rompe y escupo más que expeler. Un hilillo rojo cae de mi boca sobre mi falda negra.
“Tabaco, déjalo”. Ahora entiendo el mensaje. Cojo el móvil y llamo al 112.
-Vengan por favor, el tabaco me está matando. Juro que lo dejo.
Por Raquel Ferrero
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