domingo, 30 de noviembre de 2014

Microbio, Nela y el bigote de la abuela

Si les digo que mi hermano tardó tres meses en inscribir a mi sobrino en el Registro Civil ¿lo considerarían un despiste? Y si les confesara que el muchachín no tuvo un nombre propio, excepto “Microbio”, hasta la polinosis de mi madre, la abuela, ¿les sorprendería? Pues así fue, pero no teman, que no le llamamos Atchús, ni Rinitis, ni Asma, ni Moco. El nombre elegido fue Jesús, y el único delito que cometió, para tanto desaire y tardanza en los trámites, fue nacer feo. 

Mi hermano Eugenio tardó noventa días en anotar al niño en el libro de familia y nadie le culpó por tanta desidia. Nadie, excepto la abuela, mujer de férreas convicciones morales y religiosas, que afirmó que lo desheredaría si no cumplía con sus deberes civiles; si no dejaba de llamarle Microbio, y si no le llevaba a la parroquia a santificarle en aguas bautismales. La abuela, pobrecita, había quedado ciega por una subida de azúcar hacía tan solo un año. 

Eugenio, mi hermano, que era un zopenco, solía referir que, cuando la comadrona le puso al bebé en los brazos, pensó que se trataba de una broma con cámara oculta para algún programa de televisión. Mi cuñada, abierta aún de piernas en la camilla paritoria, preguntó por su hijo, lo normal en cualquier mamá primeriza, y cuando lo tuvo en su seno, dicen los que estaban allí que chilló, puso los ojos en blanco y lo rechazó prefiriendo quedarse con la placenta, supongo que para hacerse alguna crema. El ginecólogo, residente de segundo año, desconcertado ante la situación, se disculpó ante los padres y familiares, que allí estábamos, sin dejar de repetir como un enajenado: “Hicimos lo que pudimos… todo lo que estaba en nuestras manos, pero el condenado ha sobrevivido”. Fue amonestado por la dirección por tanta sinceridad; poco después dimitió y se fue al Tíbet… Necesitaba recapacitar y encontrar la paz para su alma. Fueron momentos de caos y confusión. 

Al volver a casa, tras una semana en el hospital, mi cuñada, que acababa de terminar de leer una novela de una escritora chilena, no volvió a pronunciar palabra alguna. Era muy teatrera, la verdad, y se negó a darle el pecho porque no soportaba mirar al infante de frente. También evitó cualquier actividad en la que tuviera que estar en la misma habitación que Microbio, perdón, que Jesús. Lo cierto es que yo agradecí que dejara de hablar porque era una mujer tediosa que pasaba el día declamando, en voz alta, cualquier texto que caía en sus manos, como cualquier diva trasnochada de las películas en blanco y negro. Mi hermano, obsesionado desde el hospital con lo de la cámara oculta, empezó a buscarla por todos los sitios. Primero, en los bares y a deshora. Después, en cualquier club de carretera… También acusó a mi cuñada de haberle sido infiel. Ella no dijo nada, como era normal tras su decisión de enmudecer, y Eugenio se alejó de nuestras vidas tras contraer, según dicen, algún tipo de infección. Nadie ha sabido nada de él desde hace mucho tiempo.

Sin padre y con una madre muda por convicción, fue la abuela la que se encargó de la alimentación del bebé, lo que la hizo, por un lado, rejuvenecer y, por otro, considerar lo que llevábamos años diciéndole sin que nos hiciera caso: que se afeitara el bigote. Por sí misma, entendió la necesidad de hacerlo cuando comprobó los berrinches que cogía el pequeño cada vez que se acercaba a besuquearlo. Menos mal que la pobre no vio los picotazos, como puntas de alfileres, que sus crines recias habían dejado en los carrillos ensangrentados del infante. La abuela y el canijo forjaron lazos muy fuertes desde esa primera etapa de vida y cuando el chiquillo comenzó a balbucear sus primeras palabras regaló a la anciana su primer “mamá”.

La escolarización de Jesús fue tardía porque cuando rellenaban la ficha de inscripción, y presentaba las tres fotos reglamentarias, la instancia era destruida en las calderas, entre fuertes medidas de seguridad. Incluso hubo un centro escolar en el que avisaron a las autoridades, que ipso facto activaron el protocolo para infecciosos. Lo del colegio no fue un problema. La abuela se encargó de enseñar al niño lo que iba necesitando saber en cada momento. Finalmente, con diez años Jesús ingresó en un colegio público, aunque lo suyo –como se veía desde el principio– nunca fueron los libros. A los catorce años encontró trabajo en un taller mecánico donde pasó desapercibido. Allí, entre grasas, churretes de aceites, pintura y polvo de motor, su cara tiznada no era distinta a la de los demás. El muchacho era espabilado y, desde el primer momento, entendió bien los entresijos de los motores. Tanto que, cuando el dueño se jubiló, algunos años después, él se hizo cargo del negocio.

Una tarde, cambiando el aceite de un coche, la conoció a ella: la muchacha más encantadora con la que había coincidido nunca. Bien es cierto que jamás había entablado con ninguna joven conversación más extensa que “¿Cuánto le debo?” o “¿Para cuándo estará listo el coche?” La chica era menuda, de voz ronca, como la de las grandes fumadoras, pelo ralo, ojijunta, tez empalidecida, labios orondos –pintados por fuera–, prominente nariz, cejas pobladas, piernas extrafinas y tronco excelso… Era, lo que venía a ser, su alma gemela. Enseguida se gustaron. Ambos.

Al cerrar el taller, quedaban para pasear por la zona más oscura del parque, lejos de miradas insidiosas. Así conoció Jesús lo difícil que había sido la vida de Marianela. Por su boca, supo que el mismo día que nació sus padres compraron un perro, al que llamaron Tesoro, para superar el trauma. El perro creció con ella y fue su primer y único “amigo”. De niña, narraba entre sollozos, sus padres le ataban trozos de carne al cuello para que Tesoro quisiera jugar con ella… Una mañana de otoño, el perro, aprovechando que no estaba atado, huyó del domicilio familiar. Empapelaron el barrio con letreros buscando al animal, pero, ni ofreciendo recompensas, a Tesoro no se le volvió a ver el pelo. Semanas después, Marianela también se marchó de casa y se hizo vegetariana. Ambas cosas por convicción.

Lo cierto es que mi sobrino y Marianela se enamoraron perdidamente. Al poco tiempo, decidieron vivir juntos en una casa en las afueras donde se llevaron a la abuela, que congenió a la perfección con la muchacha y, por primera vez, los tres formaron un hogar de verdad. Un hogar feliz. La abuela pidió permiso a la pareja para dejarse crecer el bigote con libertad, lejos de las convenciones superficiales que con lemas, como “no más vello”, promueven cánones de belleza dolorosos y antinaturales. Jesús abrió una franquicia de talleres de automóvil, “El Microbio”, por toda España, con bastante éxito, y Marianela, ahora Nela, decidió dedicarse a escribir cuentos para niños; lo que siempre había deseado hacer. Cuentos diferentes a los tradicionales, cuentos sin princesas, sin príncipes azules y sin sapos, que revolucionaron el mercado editorial… Ganó varios premios.

Dicen que se casaron y que están esperando su tercer bebé.

María S. Martín

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