Siempre elegíamos bancos que tuvieran a un vigilante en la puerta en vez de un dispositivo de puertas con detectores de metales, por lo que sólo me bastaba esbozar una sonrisa de dama delicada e ingenua para que nos dieran vía libre para pasar. Sara entró en primer lugar esa noche y sin dar margen a que ningún imprevisto surgiese, sacó la escopeta, la alzó y encajó una bala en el techo para propagar el miedo en toda la sala. La seguí velozmente. Con una pistola en cada mano empecé a contar a todas las personas que había en la sala. Todas las personas gritaban y obedientemente accedían a la petición de agacharse con las manos en la cabeza. Nada había escapado a nuestro control, había diez empleados: el encargado y la señora que iba a retirar su pensión diez minutos antes de que cerrase el banco todos los días treinta de cada mes. Una vez terminado el conteo, me subí a la mesa más cercana a la cámara acorazada para tener mayor visión y ángulo de tiro. Mientras tanto, Sara se encontraba encañonando al encargado para disuadirle de llamar a la policía. Notó que le estaba haciendo daño y retiró la escopeta de su pecho. Nunca fue su intención dañar a gente inocente arbitrariamente. Seguidamente le pidió firmemente que abriese la caja sin mirarle a la cara. El hombre que estaba consumido por el terror accedió y temblorosamente sacó una decena de fajos de billetes. Sara los cogió y los alzó triunfalmente. No puede evitar sonreír al verla. Todo era perfecto cada vez que nuestro cariño se mezclaba con el frenesí de un atraco. Era exactamente como queríamos vivir. Mientras tanto, todas las demás personas seguían agachadas cuando Sara acabó de meter el dinero en una bolsa vacía que llevaba en el bolsillo. Mi misión era cubrirla en todo momento y mantener el pavor apuntando intermitentemente a cada una de aquellas personas confusas y aturdidas por la violencia aparentemente injustificada de la situación.
La primera fase había acabado y llegó el momento de ejecutar la parte delicada del plan. Sara se dirigió a la puerta acorazada, se agachó levemente y colocó los explosivos a diez centímetros del lector de códigos electrónico que había a la izquierda. Perdí un segundo de tiempo en observarla y al volver la mirada a la entrada principal vi a un hombre con una pistola apuntando en dirección a la puerta acorazada. Eso fue lo último que percibí con claridad. Los segundos siguientes fueron bañados por el caos de un ruido sordo. La gente empezó a levantarse y a huir por la por la puerta principal. Nuestra aventura había llegado a su fin. Miré la vista atrás y vi a Sara desplomada sobre el suelo con una bala en el pecho. Tiré las pistolas que tenía en las manos y salí corriendo para poder ayudarla mientras el hombre que había desmoronado nuestros planes gritaba algo que no podía lograr entender. Me incliné y la envolví entre mis brazos. Noté como mis manos se pringaban de sangre caliente pero me no estaba pendiente de ser escrupulosa. Entonces balbuceó algunas palabras hasta que al fin pude comprender un mensaje completo.: ‘’Cris, encárgate de que escriban un libro de nuestra trágica historia lésbico- criminal. Espero que nos llamen las bolleras atracadoras o algo así en los periódicos. ’’ Noté como se le escapaba la vida mientras me sonreía y una mezcla de euforia y dolor se escapaba de sus ojos.
Pude llegar a sentir que todo esto había merecido la pena, que su muerte no eclipsaba todo lo que habíamos vivido juntas. De repente todo se volvió claro otra vez y pude distinguir la amenaza del hombre que seguía sosteniendo el arma y apuntando en mi dirección. No dejaría que me esposaran, tenía que evitar un desenlace mediocre a toda costa. Rápidamente me deslicé por el suelo, recogí una de las pistolas que había tirado al suelo y disparé al hombre. Después sólo necesité una fracción de segundo más para arrancar el explosivo de la puerta acorazada, lanzarlo al centro de la sala, sacar el detonador del abrigo de Sara y accionarlo. Siempre fui una chica rápida y no me permití un segundo fallo aquella noche.
Álvaro Cobo
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