viernes, 28 de noviembre de 2014

El astronauta

Era la hora de la comida familiar. Estaba la tele puesta como casi siempre y era el momento de las noticias. Yo tenía entonces diez años y no solía prestar atención a lo que decía la caja tonta. Lo que emitía estaba destinado a la curiosidad de mi padre, siempre más interesado en el devenir del mundo y, principalmente, en las previsiones meteorológicas, que entonces se transmitían de modo austero y conciso. El resto de la familia, hermanos y madre, más bien centrábamos la atención en lo que había encima de la mesa. Los alimentos no siempre eran de nuestro gusto, para disgusto de mi madre, que como cocinera consideraba un desprecio insufrible el poco aprecio que hacíamos de su trabajo, por ser hijos “malos comedores”, según decía a las amistades.

De repente, me llamó la atención una noticia que relataba la tele: un astronauta había tenido un accidente en su nave espacial y había quedado flotando en órbita, perdido y sin ninguna posibilidad de regresar a la tierra, de ser rescatado. No recuerdo que se describiera la noticia con especial dramatismo y fanfarria sensacionalista. Eran otros tiempos. Las noticias se daban escueta y concisamente, a no ser que se tratara de elogiar al Caudillo. En este caso sí que se entraba en una retórica pomposa e incomprensible de puro vacía.

Pero ya digo que hablaban de un astronauta ruso, creo, que había quedado flotando en el espacio sideral con su traje aislante, pero sin sostén para sus pies. Recuerdo el impacto que me produjo escuchar aquello, quedé acongojada al imaginar la inmensidad nocturna que rodeaba a este hombre. Qué soledad y qué desamparo tan gigantesco. Primero fue el asombro y después un sentimiento de empatía con aquel ser humano tan indeciblemente lejos, en una situación tan inconcebible. Para asombro de la familia, empecé a llorar, lloraba de modo inconsolable, sin freno y desde un sentimiento tan hondo que no sabía cómo parar, ni cómo explicarme.

Más tarde he pensado alguna vez en aquello. Son pocos los recuerdos claros de la infancia y, en mi caso, están más unidos a sensaciones globales de lugares y atmósferas. Por eso me he preguntado alguna vez qué querría decir aquello, si es habitual, si retrata alguna peculiaridad psicológica mía, si históricamente tiene algún fundamento.

Así que impulsada por la curiosidad, y contando con que cualquier asunto viene reflejado en Internet, me puse a la búsqueda de algún dato sobre ese hecho, ya histórico. Para mi sorpresa encontré una entrada dedicada a los “astronautas fantasma”. Parece que durante los años de la carrera espacial, cuando rusos y americanos competían por la primacía galáctica y no escatimaban gastos en ello, hubo una serie de misiones espaciales que fracasaron y, en pleno triunfalismo de la conquista del espacio, no se podían admitir tales fracasos, por lo que los disfrazaban mediante noticias del tipo “astronauta perdido en el espacio”. Si después del despegue inaudito de naves y cohetes, bien publicitados a mayor gloria de los regímenes capitalista o comunista respectivamente, el cohete no regresaba, había que disfrazarlo de leyenda épica y evitar hablar de los fallos técnicos o humanos que habían producido la fulminación del armatoste espacial de turno.

Mi recuerdo infantil procedería, según la búsqueda realizada, de un astronauta que en 1968 participaba en una misión  promovida y sostenida por el gobierno ruso. Porqué los noticiarios de la dictadura se hicieron eco de este suceso que afectaba al país proverbialmente enemigo del régimen, es para mí un misterio. Quizá querían dejar claro que la ineficiencia y la inhumanidad típicamente comunistas llevaban a estos finales horribles, que no podía ocurrir de otro modo. Todo era aprovechable en términos propagandísticos y con fines de autobombo.

Volviendo pues al apunte del astronauta que supuestamente motivó la noticia que recuerdo, su historia ha tenido para mí una extraña continuación. Según la wikipedia parece que este hombre procedía de una pequeña ciudad de Ucrania, país entonces incontestablemente ruso, que promocionaba el ascensor social animando a sus jóvenes a entrar en el ejército y, desde ahí, lanzarles a alguna de las múltiples experiencias que la investigación aeronaval soviética llevaba a cabo. Él como tantos otros, recibiría entrenamiento y superaría las pruebas físicas y psicológicas que se hacían al efecto y tendría el honor de ser elegido para una de las misiones que acabó con su desaparición, sin que sepamos cuales fueron las circunstancias reales.

Desde hace algún tiempo, junto con un amigo , acudo a comer a un restaurante del barrio donde dos de los camareros son ucranios. Uno de ellos es el más cordial y comunicativo. Ha aprendido a hablar y bromear en español con una agudeza notable. A veces nos cuenta cosas de su familia, que permanece en Ucrania, y de sus circunstancias de vida en Madrid. Un día, hablando de la situación prebélica que se está viviendo entre Rusia y Ucrania, nos contó cómo veía él las cosas. Claramente la situación le producía mucha incomodidad y también sufrimiento. Pero, lo que más me impactó es que habló espontáneamente de la deuda que con su familia tenía el gobierno ruso por un tío suyo, hermano de su madre fallecido en una misión espacial … No quise entrar en más averiguaciones porque no parecía un tema fácil para él, y tampoco era el momento en medio de su jornada laboral. Pero me quedé con la sensación de la cercanía de los mundos presuntamente lejanos, en el espacio y en las ideas. No es así o no es del todo así lo de la presunta lejanía. Un recuerdo de la niñez del que parece una dudar si acaso pertenece al mundo mágico de la fantasía, encuentra de repente un correlato real y una vertiente histórica a la que amoldarlo y en la que encajarlo. Pierde su halo fantástico y desemboca en una realidad nada trivial, que aterriza en el mundo prosaico en el que vivimos, hecho de datos, de razones y de noticias periodísticas.

Y colorín, colorado …

Eugenia Corral Aguillo 



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