lunes, 24 de noviembre de 2014

Caperucita negra

Cuentan que Caperucita roja tenía una hermana gemela llamada Caperucita negra. Ésta se diferenciaba por el color de su caperuza, que era de un negro azabache y que siempre llevaba puesta con el objetivo de no ser vista bajo ningún concepto. Además tenía una especie de aura oscura, imposible de describir incluso para todos aquellos que la hubieran visto, pero perfectamente perceptible y real. Sin embargo las diferencias no terminan aquí, ni mucho menos. Caperucita roja era una niña dulce y buena, mientras que su hermana Caperucita negra era todo lo contrario, una jovencita despiadada y cruel, capaz de todo con tal de lograr sus oscuros propósitos. ¿Y cuáles eran éstos? Pues bien, se dedicaba a cazar animalillos indefensos por el bosque. Esta labor, en un principio, no tenía nada de malo, de no ser por los siniestros métodos que empleaba para realizarla. Caperucita negra tenía los mismos encantos físicos que su hermana, y los utilizaba para atraer a los animales hacia ella. Cuando éstos estaban bajo su control, se disponía a torturarlos lentamente hasta su muerte. En una ocasión de tantas otras, se dedicó a arrancar los ojos a los ciervos, cortarles las patas y finalmente la cabeza. Y así era la vida de esta pequeña y perversa muchacha en el bosque.

Un día que amaneció gris y oscuro, Caperucita negra despertó con un deseo: asesinar a toda la manada de lobos que habitaba el bosque del modo más doloroso posible. Con este objetivo en mente inició el día. Desayunó y salió de su casita con un cuchillo escondido entre sus ropas, mientras fingía felicidad y despreocupación tarareando una bella melodía. Con esta atrayente música no pretendía otra cosa que hacer caer en su trampa a algún cachorro perdido de la manada.

De hecho, tarde o temprano ocurrió lo inevitable. Caperucita negra se encontró con un pequeño lobo feroz, el mismo que a punto estuvo de ocasionar una tragedia a su abuelita y a su hermana. A pesar de todos sus defectos, Caperucita negra apreciaba mínimamente a su familia y sabía que le convenía protegerla, con lo que se lanzó sin dudarlo a la caza de este joven animal. El lobo feroz se asustó al verla y echó a correr despavorido. Caperucita negra no pudo por menos que blasfemar y soltar varias maldiciones. La presa se le había escapado. Una cosa era cierta: si no quería que volviera a ocurrirle lo mismo, debería andarse con más cuidado la próxima vez, por muy ansiosa que estuviera de iniciar la matanza.

Así pues, retomó la ligera cancioncilla con el objetivo de atraer nuevamente a su presa. Creía que esta vez lo conseguiría. Cada vez estaba más cerca, lo presentía, percibía su olor, y sin embargo el lobo no aparecía por ninguna parte. Pero entonces ocurrió lo más impredecible de aquel día para Caperucita negra. El lobo feroz, que era increíblemente astuto, se había acercado sigilosamente por la espalda de Caperucita hasta llegar a morderla una pierna, tras lo cual huyó. Caperucita negra gimió de dolor mientras, acto seguido, se sorprendía por el extraño comportamiento del lobo. No era habitual que éste huyera en lugar de seguir atacando. No había motivo, ya que ella no le había atacado. Pero rápidamente se olvidó del asunto y lo zanjó no dándole mayor importancia. Después de este mal encuentro con el lobo feroz, Caperucita negra decidió ir a visitar la casa de su abuelita para curar sus heridas. Allí fue tratada con hospitalidad y al cabo de unas horas pudo retomar su viaje.

De modo que una vez repuesta, decidió tomárselo con más calma y esperar a que el lobo volviese a aparecer, cosa bastante probable si se mantenía paciente y perseverante con lo que estaba haciendo. Y volvió a suceder. El lobo reapareció entre la maleza. Caperucita negra tuvo que aguzar un poco la vista para detectarlo entre el espeso follaje, pero en efecto, ahí estaba. Esta vez, sin embargo, se propuso actuar con más cautela y comenzó a seguir el rastro que iba dejando el animal con sus huellas en el barro. Tras largo rato caminando llegaron a una cueva en la que Caperucita negra descubrió, con gran sorpresa, que se hallaban el resto de lobos de la manada. En total eran siete cachorros, la madre y el lobo feroz, que llegaba con algo de carne fresca en el hocico para alimentar a sus crías. Caperucita negra, viendo que había por fin alcanzado su destino, trató de esconderse rápidamente detrás de unos arbustos, pero desafortunadamente no pudo evitar ser vista por el gran lobo feroz, que comenzó a gruñir con cierta insistencia para alertar a su familia del peligro que los acechaba. Éstos, sin embargo, ya no fueron capaces de divisar a la joven muchacha, que acertadamente había optado por trepar el tronco de un árbol hasta una rama no demasiado alta. Caperucita negra sonrió. Esta vez no podía errar en su objetivo. Había luchado mucho para llegar hasta allí. Además ya estaba anocheciendo y ni siquiera había hecho una pausa para comer o descansar, por lo que se encontraba tanto exhausta como hambrienta. Por no hablar de que era su tercer intento. Las dos primeras veces había fallado provocando que el lobo huyera y siendo atacada por él.

Estaba anocheciendo y sería más conveniente esperar al día siguiente, pero Caperucita negra no aguantaba más. Saltó de la rama del árbol en que se encontraba lastimándose un tobillo, pero no le importó. Sólo tenía la mirada fija en el lobo feroz y en el resto de su familia, que repentinamente se había girado para observarla. Con un brillo malicioso en sus ojos negros, extrajo el cuchillo que portaba consigo y lo lanzó con fuerza en el aire hasta clavarse en el cuello de uno de los cachorros, que cayó muerto en el suelo. El lobo feroz aulló de rabia. Acababa de perder a uno de sus hijos y no permitiría una segunda muerte. Se lanzó sobre Caperucita negra de un gran salto, pero ésta logró esquivarlo a tiempo mientras se apresuraba a recuperar su cuchillo y acercarse al resto de los cachorros, segándoles el pescuezo uno a uno. Tras lo cual alcanzó a la madre y le clavó el cuchillo justo en el corazón.

Mientras tanto, el lobo feroz observaba la escena con ojos aterrados. Ya sin saber cómo actuar, llevado por la desesperación, se marchó, no sin antes decir unas palabras:

-Ten cuidado, pues tú has matado a mi familia y ahora yo haré lo mismo.

La sangre chorreaba y manchaba las manos de Caperucita negra. Por alguna razón, el color rojo le recordó a su hermana. Pensó en la amenaza del lobo feroz. No podía permitir que éste acabara con la vida de ella y de su abuelita. Así que, a pesar de las magulladuras producidas por la lucha, se puso en marcha hacia su casa.

Durante el camino estuvo reflexionando sobre muchas cosas. Caperucita roja había salvado a su abuelita en otra ocasión en la que el lobo feroz había tratado de engañarla. ¿Por qué no iba a poder ella, Caperucita negra, hacer lo mismo esta vez? No sería tan complicado, teniendo en cuenta que acababa de asesinar a toda su familia. Pero, tal vez por eso, también estuviera el lobo feroz muy enfadado. ¿Cómo podría Caperucita negra controlar su rabia? Molesta, apartó estos pensamientos de su mente y aminoró el paso, tratando de llegar a su destino lo antes posible.

Lo que no sabía era que el lobo feroz ya estaba llegando a la casa de la abuelita. Llamó a la puerta principal con tres golpecitos de su hocico. Toc, toc, toc. Al cabo de un rato, alguien preguntó:

-¿Quién es?

-Soy el lobo feroz y vengo a comerte -contestó el lobo.

Cuando Caperucita negra llegó, vio una escena que la dejó aterrada. En primer lugar, había sangre por todas partes. Por el suelo, por las paredes, incluso por el techo. Lo inundaba todo con ese color rojo tan intenso. Y aquel olor a muerte y putrefacción. Era horrible. Las cabezas de Caperucita roja y la abuelita reposaban sobre la mesa de la cocina en mitad de un reguero de sangre. Vísceras e intestinos destrozados se repartían por el dormitorio en el que había reposado plácidamente la abuelita un rato antes. Caperucita negra lloró desconsolada mientras el lobo se marchaba satisfecho.

Rocío San José

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