martes, 25 de noviembre de 2014

Peligro en Peligros

Son las cuatro de la tarde de un fresco día de finales de febrero. Cuando estaba llegando al final de un empinado puerto de montaña, el coche comienza a petardear y a hacer conatos de paradas intermitentes, como si tuviera hipo. Solamente quedan tres kilómetros de ligera pendiente, por una sinuosa carretera, para llegar a Peligros: pueblo solitario situado en lo alto de un escarpado monte al que solamente acceden los lugareños que en él habitan y, en épocas de vacaciones, las ocho familias que se han construido una casa para disfrutar de paz y tranquilidad, alejados de la enorme actividad y de los ruidos de la ciudad.

¡Me estoy quedando sin gasolina! Menos mal que en el pueblo hay un surtidor instalado recientemente por Miguel, un vecino que ha abocado últimamente al pueblo. Sin ningún fundamento, cree que una gasolinera en tan aislado paraje podría ser un negocio que le reportaría pingües beneficios. La gasolina y el gasoil los vende a precio de oro, por lo que casi nadie se abastece allí. Solo algún despistado cae en las redes de este mercachifle cuando se queda sin combustible en sus cercanías, como hoy me está pasando a mí. Intento dar al coche un poco más de fuerza, apretando el acelerador, y siento como si mi pié pisase el vacío, al tiempo que el automóvil se queda parado en seco con una última y seca explosión. Aprieto varias veces en vano el acelerador, intentando bombear los restos de gasolina del depósito, con peligro de obturar el carburador con los residuos que pueda haber en el depósito, al tiempo que doy al contacto para intentar nuevamente poner en marcha el vehículo. ¡Vano intento! Con la mirada busco donde dejar el coche de modo que no entorpezca a otros viajeros y, por el espejo retrovisor, veo que…, tras de mí, a la izquierda de la carretera, en plena curva y debajo de un talud de rocas, hay un pequeño descampado con suficiente espacio donde poder estacionar sin ningún peligro. Pendiente de la posible aparición de otros vehículos, dirijo el coche hacia este espacio, aprovechando que la inercia de su propio peso le hace bajar la ligera cuesta sin traba alguna, hasta que logro dejarlo en el sitio deseado. Entonces, cojo la parca de piel del asiento trasero, me la pongo y, mirando al frente, inicio la ascensión de aquellos últimos tres kilómetros que aún me quedan para llegar a Peligros.

Al trasponer la curva, veo una gran masa de color negruzco que, como si fuera un enorme cuervo, se extiende por una deforme superficie cuyas dimensiones superan las del espacio que debería de ocupar el pueblo. Es humo, un humo negro y espeso que tiñe el cielo de luto. No me gusta nada lo que veo. Miro hacia atrás sin ninguna esperanza de recibir ayuda, pues sé que el pueblo más cercano por ese lado dista más de cuarenta y cinco kilómetros. Tengo que llegar a Peligros para hacerme con un bidón de gasolina e intentar que algún habitante me traiga hasta donde he dejado mi coche.

Según me voy acercando, me introduzco poco a poco en aquella nebulosa negruzca que exhala una extraña mezcla de olores: por una parte, y de forma más intensa, a tasajo quemado; por otra, persiste en el ambiente un acre aroma a plástico y otro olor más dulzón y penetrante a resina de pino.

Estoy ya a un kilómetro de Peligros y la neblina parece que se va aclarando por efecto del viento que, cada vez con más fuerza, está soplando desde hace unos minutos. El olor se está volviendo más penetrante y a veces se hace casi irrespirable. A los aromas anteriormente mencionados se ha añadido otro más fuerte y repulsivo: a putrefacción. Aún no sé de donde procede esta humareda y estos olores, ya que no llego a divisar las primeras casas del pueblo. Me entorpece la visión de éste la última curva de la carretera y, hasta que la recorra, no lograré verlo en toda su extensión. Antes de llegar a ella, a ambos lados de la carretera, hay dos casas de piedra, cuyas puertas y ventanas están cerradas a cal y canto. Rodeándolas hay unos cercados de piedra que se encuentran en perfectas condiciones. Estas casas normalmente están desocupadas, pues las utilizan dos de las ocho familias que vienen periódicamente a pasar sus días de descanso en estos parajes.

Según voy avanzando por esta última curva que me separa del pueblo, y que es tan cerrada que no sabes si vas o vuelves, veo en la parte derecha otros tres chalés con cerco de piedra, al igual que las anteriores. A continuación, como a doscientos metros se ven las primeras casas del pueblo que quedan a la derecha. ¡He dicho casas! Debería decir “escombros”, lo que queda de ellas, ya que solamente aprecio restos de madera negruzca convertidas en pavesas de las que asciende una pálida columna de humo cada vez más claro, que sube y sube como si quisiera acariciar el cielo. Hipnotizado con lo que a mis ojos se ofrece, continúo andando, inconsciente de la importancia de lo que estoy presenciando.

Peligros, solamente tiene tres calles: la carretera que lo atraviesa, que es la calle principal, y otras dos paralelas a ésta, una a cada lado. Las calles tienen casas a ambos lados en toda la longitud del pueblo, que es de unos cuatrocientos metros. Pero me estoy expresando mal. He dicho “tiene”, cuando debería decir, para estar acorde con lo que capto en estos momentos, “tenía”. Mis piernas quedan paralizadas y yo, sobrecogido ante la dantesca escena que vislumbran mis ojos: de todas las casas, construidas en su momento con adobe y madera, solamente quedan unos humeantes restos negros: todo el pueblo ha ardido formando una compleja y extraña tea. Para mayor anacronismo, a mi izquierda, y casi enfrente de las situadas en el lado derecho, hay otras tres casas ilesas como las anteriores y cuyas puertas y ventanas, igualmente, están cerradas. Al fondo, a unos cien metros del pueblo, apenas se aprecia, por la neblina que forma el humo, una visera que sale del suelo como si fuera el ala de un pájaro, bajo la que se cobijan los surtidores de la gasolinera. Igualmente queda de pié el edificio en el que está instalada la tienda y una pequeña cafetería.

—¿Qué ha pasado en Peligros? —me pregunto una y otra vez horrorizado, parado en medio de la carretera, y sin poder avanzar ni apartar mis ojos de aquella fantasmagórica  visión.
Desde donde me encuentro no aprecio ningún signo de vida. Es como si todo el pueblo estuviera muerto: como ocurrió en Sodoma y Gomorra, un ángel exterminador ha extendido su malévolo brazo y ha destruido todo cuanto ha encontrado a su  paso.

Parcialmente repuesto, me pongo una vez más en movimiento, acortando muy despacio la distancia que me separa de Peligros. Conforme me acerco, el aire se va haciendo más y más irrespirable. Por fortuna, llevo un pañuelo en el bolsillo del pantalón. Lo saco y me lo coloco cubriendo la nariz. La pestilencia que ahora llega hasta mí es algo hediondo que se puede hasta mascar. Persiste el tufo primitivo que llegó a mi olfato: tasajo, pino, plástico, pero incrementado por una extraña peste que domina todos los olores y que uno exhala sin poder controlar ni evitar. Arqueo el cuerpo y, preso de grandes nauseas, vomito una y otra vez hasta quedar exhausto, sin nada en el cuerpo que poder expulsar.

No sé si dar media vuelta en busca de alguien que tal vez esté viniendo por el mismo camino que yo he traído. Desecho esta idea. A lo mejor hay quien precise mi ayuda en el pueblo. Además, ¡está tan lejos el próximo pueblo…!

Estoy en el centro de la carretera y tengo a ambos lados lo que deberían de ser las dos primeras casas de Peligros. En la que está a mi derecha, antes había un gran bar-restaurante que los jóvenes utilizaban también como discoteca; ahora solamente es un gran patio relleno de cascotes, con dos medias paredes a los lados, todo ello ennegrecido por el fuego que lo ha consumido.

—¿Hay alguien ahí? —grito sacando fuerzas, aún no sé de donde.

Un silencio sepulcral es la única contestación que percibo.

Me acerco un poco a los restos del antaño bar y, entre los cascotes, veo diez minúsculas formas que en otro momento formaron los cuerpos de diez personas. Se encuentran en extrañas poses y en ellos, como tónica general, se puede apreciar la carencia de abdomen. Están negros como el tizón y, prácticamente, han sido consumidos por el voraz incendio. Todos, con cabeza y cuerpo casi extinguidos por el fuego, enseñan los dientes en lo que parece su última sonrisa macabra. Ya comprendo de dónde viene el olor a tasajo que he percibido desde que divisé la oscura capa de humo. Es el de los cuerpos quemados: olor que aún se capta en el ambiente. Puesto que no puedo ayudar a nadie, dirijo mis pasos hacia la casa de enfrente, que en su momento fue la oficina de correos. Al igual que el bar, lo que antes era una casa, ahora es un solar repleto de cascotes y restos de madera mal quemada de la que aún sale una blanquecina columna de humo. Aquí no hay restos de ninguna persona, por lo que deduzco que la tragedia debe de haber sucedido en una hora a la que ya no se trabajaba.

—¿Qué ha sucedido en este dichoso pueblo?

Mi pregunta hecha en voz alta no recibe ninguna respuesta. Luisa, única empleada del servicio de correos, siempre estaba en el lugar de trabajo. Además de encargarse de las tareas relacionadas con este servicio, cuando estaba desocupada, efectuaba arreglos de costura. Siempre estaba haciendo una u otra cosa en la oficina, pues la utilizaba también como taller. Sin embargo, por algún motivo en estos momentos no se encuentra allí.

Sigo andando y, pocos pasos más adelante, al lado de lo que sería la siguiente casa, veo un perro, también muerto, con el lomo apoyado en la acera. Por su posición y sus patas, separadas en distintos sentidos, me recuerda a uno de aquellos antiguos pellejos de vino. Desde donde estoy, observo que en la calle hay otros siete u ocho más, tirados por la carretera o por las aceras, así como cuatro o cinco gatos. Me fijo en el que tengo más cercano y percibo que su piel se ha convertido en algo gelatinoso y transparente. El cuerpo hinchado y carente de todo pelo adquiere mayor volumen con cada minuto que pasa hasta estallar con un seco pum, que me hace dar un bote intentando alejarme de él. Se ha convertido en un gran charco espeso y pardusco, sobre el que flotan huesos y cartílagos, que parece burbujear con unos secos glu, glu, glu audibles en este ominoso silencio. De él proviene un olor sumamente desagradable, tan desagradable que es el peor tufo que he olido en mi vida. Es un olor acre que penetra en todo mi ser. Supongo que me estoy impregnando de él y que no me lo podré quitar en mucho, mucho tiempo.

Continúo avanzando y compruebo que todo lo que se ofrece a mi vista es un fiel reflejo de lo que he percibido al entrar en el pueblo: cadáveres carbonizados por todos los rincones de los negros y calcinados escombros de las casas; perros y gatos con piel gelatinosa sobre burbujeantes charcos parduscos. Peligros se ha convertido en un pueblo fantasma asolado por la muerte.

Recorro las tres calles que forman el pueblo, mirando los humeantes rescoldos de las casas que las delimitaron a uno y otro lado, con el deseo de encontrar el más mínimo asomo de vida. Mi deseo no se está viendo cumplido, pues la ruina y la desolación predominan allí donde mis ojos se posan. De cuando en cuando, me acompañan los secos estallidos de los perros y gatos convertidos en globos, y para colmo, todos los vehículos del pueblo se han convertido en humeante chatarra al arder en los garajes de las casas.

—¿Y ahora qué hago? —me pregunto angustiado.
—Tú tranquilo. Piensa y cavila, que tienes que encontrar una solución para este sinsentido —me respondo, intentando infundir ánimos a mi maltrecho ser.
—¿Solución? ¿Qué solución? ¡Peligros se ha convertido en un cementerio! —continuo con mi angustioso monólogo.
—¡Ya está! —me digo, con la mirada fija en la gasolinera y un deje de esperanza que me infunde un poco más de valor—. Me acercaré y, si queda gasolina la cogeré para dirigirme a mi vehículo. Lo pondré en marcha y saldré echando chispas para no volver a aparecer nunca más por aquí.

Dicho y hecho. Encamino mis pasos hacia la gasolinera, que permanece indemne, cubierta aún por una persistente y ligera neblina proveniente del humo ya casi desaparecido del pueblo incendiado.
Ahora que estoy lo suficientemente cerca, puedo ver a través de los cristales de lo que formaba la tienda una figura semitransparente, hinchada como un globo, que se mueve con torpeza por el interior. A pesar de lo desfigurado que está, creo reconocer en esa extraña forma unos retazos clarísimos que me aseveran que estoy ante Miguel, el dueño.

Abro la puerta, lo que acciona una campanilla que se encuentra sobre ella, haciendo resonar un alegre tintineo que llena con sus claros sones todo el espacio. Miguel se vuelve muy lentamente y me hace una señal para que esté quieto y no entre, al tiempo que produce un apagado balbuceo en el que puedo descifrar:

—No enntrrreeees.
—¿Qué ha pasado en Peligros? —pregunto ansioso por conocer algún detalle.
—Unnaaa nuubbbe osscuuuuraaa noos cuubrriooó y laaa geenteee coomeennzoooo a poonneeersseee maaal y aaa hiinnchharseee cooomoo globos, paaaraa deesspuuueeés coomeeenzaar aaa eestaaallaaar. Yooo eesttaaabaa fuueeraaa yyy, cuuaaandoo lleeguueeé, meee encooontrrreeé cooon esssee paanooorraaamaa. Meee saalpppiiicaaroooon yyy queeedeeé coontttagiiiaadooo. Meee haa daaddooo tiieempooo aaa queeemaaar toodaaas laaas caasaaas del pueeeblooo. Meee diispoooníaaaa aaa preendeeer laa gaaasooolineeeraaa. Haazloo tuuú.

Justo después de que dijera estas últimas palabras, escucho una sonora explosión y veo como Miguel cae fulminado tras estallarle el abdomen. Me ha dado el tiempo justo de cerrar la puerta para no ser salpicado por una materia pardusca y gelatinosa que ahora impregna toda la tienda. Una vez más, me asaltan unas tremendas nauseas y vomito.

Cojo un bidón que se encontraba apoyado a la entrada y procedo a llenarlo. Con él en la mano, me dirijo al pueblo y comienzo a rociarlo abundantemente con gasolina. Prendo fuego a los animales que quedan muertos por las calles y que aún no han sido incinerados, teniendo cuidado de no pisar la masa gelatinosa sobre la que están situados.  Hago varios viajes a la gasolinera para conseguir que mi tarea se vea concluida. Finalmente, lleno una vez más el bidón y, atravesando el pueblo, me dirijo despacio con el preciado líquido hacia donde he dejado aparcado mi coche. Introduzco los diez litros en el depósito y, un rato después, por fin logro ponerlo en marcha. Regreso a la gasolinera para llenar el depósito, alejo el vehículo y, después de rociar con el combustible todas las dependencias y de dejar los surtidores abiertos, hago un reguero para alejarme de este lugar, ya que se va a convertir en una horrorosa tea.

Prendo fuego al extremo del reguero y este, con gran rapidez, se trasmite a la gasolinera, la cual enseguida se ve envuelta por una gran llamarada, en un ambiente en el que el olor a gasolina y gasoil predominan.

Monto en el coche y me alejo de Peligros lo más rápido posible, contemplando por el espejo retrovisor la gran humareda formada por este último incendio, sin saber que, al pasar por la calle central, he pisado con las dos ruedas del lado derecho un poco de aquella masa gelatinosa que no había quedado destruida por los incendios, y que la llevo como compañera de viaje.

Por Jesús Llamas

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