Mientras estaba enfocando la esfera del reloj, algo que debo hacer con precisión, dadas mis carencias visuales, el tipo aprovechó para arrebatarme mi preciado tesoro y salió corriendo dejándome allí, paralizada, sin poder despegarme del suelo, presa del estupor y la indignación.
Al poco rato un resorte interior me hizo reaccionar, empujándome a correr tras el ladrón de sueños, con la certeza de que no iba a encontrarle, pero convencida de que algo tenía que hacer.
Nada más rebasar la esquina, ¡sorpresa!, lo encontré tranquilamente sentado en una terraza de verano, de espaldas a mí, tomándose una cerveza, y riendo con otros tipos que parecían sus amigos al mismo tiempo que agitaba el aire con mis localidades con gesto triunfal.
El no me vio, pero me acerqué sigilosamente y con un rápido movimiento se las quité y situándome frente a él, le derramé la bebida por la cabeza.
Fue en ese preciso momento cuando deseé ser abducida por una nube o una nave espacial y prometí que desde entonces no saldría sin las gafas.
Ante mí, una chica con un abrigo rojo, el cabello chorreando y expresión de perplejidad, aceptó mis disculpas y mi invitación a otra cerveza para reparar mi error, al fin y al cabo ambas habíamos soportado largas horas de espera y duros enfrentamientos en la fila, persiguiendo idéntico objetivo.
Días más tarde, víspera del concierto, al llegar a casa lamentándome por mi mala suerte, pero al mismo tiempo contenta por haber hecho nuevas amistades, encontré un sobre en el buzón con una nota que decía: “mi amigo tiene que irse mañana mismo a trabajar a Londres y no podrá asistir al concierto, si aceptas, podremos compartir el sueño.”
Debajo, un pedazo de suave papel satinado y brillantes colores me invitaba a convertir mi deseo en realidad.
Carmen Alba
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