lunes, 17 de marzo de 2014

Aguardando

Tañen las campanas. La boca de la alcantarilla exhala un vaho denso y amenazador. Contra una esquina de la calle negra y solitaria, un perro cojitranco se rasca la sarna. De repente se para, desorbita sus ojos y corre como perseguido por Belcebú. Su marcha dispar deja huellas irregulares sobre el asfalto mojado. El silencio se apodera de la vía y un portazo sordo lo quiebra.

Águeda va envuelta en un abrigo largo y grueso. El pelo suelto revolotea por su cara. Mira a ambos lados del portal y con paso ligero se dirige hacia la estación de tren. No se cruza con nadie, sus tacones golpean la tarde vencida y el eco la acompaña, toc, toc, toc… Le incomoda su ruido y tiene la sensación de estar poniendo sobre aviso a alguien que llevara dormido siglos. De pronto un frío que no es de otoño se instala dentro de su cuerpo. Se detiene, se ciñe el abrigo, se sube el cuello y mira en derredor como queriendo descubrir la corriente invisible que le ha invadido.

El viento gélido apaga los ojos de las farolas y se alía con el negro plomizo. Águeda apura el paso, aunque las formas a su alrededor se han desdibujado y la tarde se ha vuelto noche y el toctoc de sus zapatos acompaña al bumbum de su corazón. “No debiste hacerlo, no debiste hacerlo.” Una voz ha resonado detrás de su nuca, ¿una voz o su conciencia? se pregunta mientras corre a trompicones sin esperar la respuesta.

El toctoc, el bumbum, la voz y su respiración agitada, son coreadas ahora por las campanas: dong, dong, dong… El campanario de la iglesia se yergue sin fervor en medio de su agitación, pero aún así, para ella, es como el madero para el náufrago. La reja está cerrada pero cede y le permite llegar hasta la puerta. Empuja su pesada hoja, y una cálida luz enciende su rostro níveo y desencajado. Cierra la puerta, y detrás de esta, algo se agita y la golpea. Ella, sin mirar atrás, corre a sentarse frente al altar. 

No hay nadie en la iglesia, las ocho campanadas ya han cesado, los cirios titilan y parecen observarla desde su quietud. Un Jesús crucificado llora sangre sin consuelo. Inconscientemente, reza un padre nuestro; después, el salve maría. Quisiera recordar el credo y rezar y rezar y rezar… 

Mira el reloj y el tiempo se ha plegado y ha pasado sin darse cuenta. Se agita en su asiento, de repente el silencio se le hace incómodo, irreal, no entiende qué hace allí, y su miedo le parece ahora infantil y vano. 

Recorre el pasillo en dirección a la puerta, moja su mano en el agua bendita y se persigna mirando al Cristo. Se decide a salir. En un instante eterno, su intuición y su razón pugnan por asir, o no, el pomo de la puerta. Con la mano húmeda acaricia el tirador preguntándose qué debe hacer. Afuera no se oye nada, pero sabe que algo le espera. Retira su mano y la oculta detrás de su cuerpo como si no se fiara de ella y retrocede unos pasos.

Ahora recuerda qué día es hoy, qué noche. Noche de difuntos, de ánimas errantes y atormentadas. Como un fogonazo aquella tarde fatal estalla en su memoria. También entonces sonaban campanas, y después sirenas de policía, de ambulancias. Su cerebro se ceba con el olor de aquella sangre roja negra que se escapaba de la gabardina con que taparon su cuerpo. Su cuerpo, al que había amado, adorado, enloquecido. 

Había pasado veinte años sepultando todo aquello bajo el maquillaje de esposa modélica del arquitecto con el que le engañó. Pobre Rafael, no pudo soportarlo. Se arrojó al tren, delante de ella, cuando le confesó que amaba a otro. 

Asió el pomo y fue como cavar  su propia tumba. Un hálito cruel le azotó el rostro y le heló el alma. Corrió trastornada hacia la estación. Varias sombras humanas rumiaban su soledad a lo largo del andén. De nuevo la voz sopló su cuello, esta vez con calidez: “Aún te estoy esperando”.

Cuando vio aparecer al tren, se dejó caer. Los brazos de Rafael la estaban aguardando.

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