lunes, 3 de marzo de 2014

Tanta, tanta ropa

Sesenta y dos camisas, cincuenta pantalones, veintidós chaquetas, sesenta corbatas, treinta pares de zapatos, diez metros cuadrados de envoltura de marca perfectamente ordenada y clasificada en un vestidor contiguo a su habitación. Juan abre las puertas de semejante derroche e inesperadamente se abruma. Las sienes le estallan, la boca se le seca, su corazón se arrebata. Se gira y ve su figura en el espejo que ocupa toda una pared del ingente armario. Es solo un hombre barrigudo en calzoncillos y su reflejo le es tan ajeno que siente miedo. Se mira a los ojos, un profundo túnel lleno de cosas pero todas hueras y sin alma, sin asiento. Algunas arrugas se vislumbran bajo los alógenos empotrados en la pared, unas incipientes bolsas debajo de los ojos le hacen ver que algo está pasando en su vida, y piensa que lo que pasa es el tiempo, y con él su vida se repliega y va dejando paso a la edad, a esa edad que crees que nunca llegará y se da cuenta de que ya está ahí, y le ha pillado de improvisto, allí, desnudo frente al espejo, rodeado de todo el ajuar que ha ido acumulando a base de reuniones soporíferas y estresantes,  de viajes y de renuncias, a costa de dejar la moral y la ética aparcados en un recodo de su cerebro del que ahora salen y le acechan y le dejan totalmente fuera de contexto.

En un acto reflejo mira la palma de sus manos, como si ahí se encontrara la respuesta o la pregunta de la que parte todo y nunca se ha atrevido a pronunciar. Esas mismas palmas agarran su cara como las de una madre cuando consuela a su hijo. Se toca y se siente, sabe que algo ha cambiado porque sus entrañas le gritan sin palabras lo que nunca le hubiera gustado escuchar: “No eres nadie”. Y es tan grande la certeza que las lágrimas surcan su rostro y las ve navegar suave en dirección al vacío. 

Ahora recuerda su cara juvenil, su pelo largo y rizado, sus pantalones de Sepu, su camisa a cuadros del rastro, sus botas camperas compradas con su primer sueldo. Aquellos sueños de libertad, de igualdad, de solidaridad y de comunión con todo, su sentido de la justicia, sus ansias de cambiarlo todo y de que todo fuera más limpio y más amable. Derrotado, siente como su espalda se encorva en un acto de contrición y de culpa. Ha cometido un crimen consigo mismo, se ha traicionado delicadamente sin perpetrar ningún acto deleznable a ojos de los demás. Pero él sabe que es así, ahora lo sabe y su sabor es tan amargo que una arcada hace encogerse su estómago y siente la hiel de la verdad.

Coge un taburete y se empina hasta el altillo donde guarda ropa gastada y que nunca tiró. Unos pantalones de pana beige, un jersey de cuello alto granate y su chupa de ante y borreguillo. Huelen a rancio pero también a nuevo; todo le está pequeño, pero sabe que en breve estará cómodo en ellos. Se calza unas deportivas anticuadas y sale a la calle sin cartera y sin llaves. Adonde se dirige no le harán falta. 

Camina horas por una ciudad en ebullición, llena de humo, de silencio estridente, de gentes sin cara y de hombres sin nombre. Al fin un horizonte de un verde incrédulo logra agitar su corazón. Un árbol perdido puede ser su meta hoy, un abrigo ingenuo que le deje apoyar su espalda y así dormir hasta la siguiente mañana de su primer día. Un rumor en sus tripas le advierte que aún no ha comido nada, y la boca pastosa le sugiere que debería beber algo, pero eso tampoco es apremiante, puede soportarlo. Tiene una fe que creía extinguida, fe en sí mismo, en lo que fue y olvidó, en lo que está por llegar. El que nada espera nada sufre, se repite como una letanía que le alimenta y le sacia la sed.

Es un árbol sin nombre, retorcido y sin lustre, pero le acoge y las rugosidades de su corteza le amparan y le dan el confort que hacía años que no tenía. Cierra los ojos y siente una calidez que le aísla del relente de la noche. Duerme pensando en el camino que le queda por recorrer hasta esa cueva perdida, donde unos huesos acompañados de pellejo holgarán dentro de esta ropa  que hoy le oprime.

Por Raquel Ferrero

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